El fatídico 5 de junio de 1967 quedó grabado en la conflictiva historia de Medio Oriente con el estallido de la guerra árabe-israelí. Seis días después, Israel ocupaba la egipcia península del Sinaí, las Alturas del Golán sirias y los territorios palestinos.
Hace 42 años cambió de forma drástica la configuración de la región, y la relación entre Estados Unidos e Israel se convirtió en un eje estratégico y en la base de la política de Washington en Medio Oriente.
Pero esa historia se acabó.
El 4 de junio de este año podría ser el principio de otro cambio histórico, pues podría ser el día en que esa relación deje de ser el eje del acontecer político de la región. Quizá ese sea el resultado del encuentro de esta semana entre el nuevo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el flamante primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu.
Obama aspira a que ese día signifique el comienzo de la nueva política de Washington en Medio Oriente, cuando siente las bases de la estrategia de su gobierno en la región desde El Cairo.
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Su visita a Egipto le permitirá fijar uno de los puntales de su política: mejorar las relaciones de Estados Unidos con el mundo árabe y musulmán, y de éstos con Israel.
Este país no forma parte de la gira de Obama por Medio Oriente, algo nunca visto en estas últimas cuatro décadas.
En los tres días de visita de Netanyahu a Estados Unidos, funcionarios de la Casa Blanca le hicieron saber que Obama agradecería que anunciara concesiones concretas a los palestinos antes de su viaje a Egipto, como aliviar el bloqueo a la franja de Gaza y las restricciones al libre tránsito de personas en Cisjordania.
Un alto funcionario estadounidense dijo a la delegación israelí que tal gesto facilitaría la tarea de Obama de convencer a los países árabes de iniciar un proceso de normalización de relaciones con Israel, aun antes de discutir un acuerdo de paz concreto con los palestinos.
Una histórica declaración de Obama el 4 de junio puede llegar a ser el segundo asalto en la creación de una nueva relación entre Estados Unidos e Israel.
El primero pudo ser el diferendo público del lunes en el Salón Oval de la Casa Blanca. Los gobernantes estuvieron solos durante gran parte de su encuentro. Pero de las extensas declaraciones ofrecidas luego a la prensa se deduce que no sintonizaron.
El clima fue bastante cordial. Pero el intercambio de saludos se asemejó más al de dos boxeadores que dan vueltas en círculos antes de comenzar a lanzarse golpes.
Obama no se esforzó mucho por ocultar el abismo que lo separa de Netanyahu en cuanto a cuál es la mejor forma de estabilizar la región. No hubo declaraciones previsibles. Se vio a un presidente decidido a desmarcar la política de su gobierno de la de sus predecesores, marcada por la sintonía con los intereses israelíes.
Fue un "rudo entrenamiento antes de un asalto estratégico", según el analista político israelí Yaron Dekel.
"¿Quién c… se cree que es?", habría dicho un furioso Bill Clinton (1993-2001) tras su primera reunión con Netanyahu en 1996, al referirse a cuál de los dos países era la superpotencia, según relató el diplomático estadounidense Aaron David Miller en su libro "The Much Too Promised Land" (La tierra demasiado prometida).
El primer ministro israelí llegó a la reunión decidido a desmontar los supuestos de un acuerdo de paz. Netanyahu trató de eludir el reclamo de Washington de respaldo a la solución de dos estados con el argumento de que antes deben darse ciertos pasos significativos y de que la "terminología" se encargará del resto.
Esa posición no sirvió de mucho para romper el hielo con un presidente estadounidense decidido a aplicar su propio desmonte: el rediseño de la estrategia de su gobierno en Medio Oriente mediante un cambio en la relación de Estados Unidos con Israel.
A diferencia de las últimas cuatro décadas en que toda estrategia de Washington en Medio Oriente pasaba por Israel, Obama dejó en claro que a Estados Unidos le interesa lograr la paz entre palestinos e israelíes, pero sobre todo, cambiar la imagen de su país en el mundo árabe.
Un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes contribuirá a ese fin, parece ser el mensaje del presidente estadounidense.
En la práctica, la posición de Obama se tradujo en la poca paciencia demostrada frente a la insistencia de Netanyahu de que árabes e israelíes deben hacer las mismas concesiones.
La responsabilidad la tiene Israel, remarcó Obama, aliviar la situación humanitaria en la franja de Gaza y, sobre todo, el cese inmediato de la construcción de asentamientos judíos en Cisjordania.
La idea fue reforzada al día siguiente por el Congreso legislativo, donde Netanyahu escuchó el mismo mensaje de "terminar la construcción de asentamientos", incluso de parte de amigos tradicionales de Israel.
Desde la reunión en el Salón Oval, a Netanyahu le cuesta disimular la confrontación en ciernes con Estados Unidos. El primer ministro ha repetido a sus nerviosos aliados políticos y a la ciudadanía de su país que él y Obama están de acuerdo en la necesidad de contener las ambiciones nucleares de Irán. Hasta cierto punto, quizá tenga razón.
Pero lo que Netanyahu no reconoce públicamente es que también sobre ese asunto el gobierno de Obama deja a Israel al margen. El presidente estadounidense se inclina por la opción diplomática antes que la militar.
En ese contexto, el tercer asalto, en el que se redefinirá la relación entre ambos países, está a la vuelta de la esquina.
Es demasiado pronto para saber si Netanyahu se verá obligado a eludir los golpes directos de la Casa Blanca en caso de que su política en el terreno perjudique los esfuerzos de paz de Washington.
Lo cierto es que Estados Unidos se está realineando a sí mismo, e Israel tendrá que acostumbrarse al papel de ser "uno" más de los aliados clave de Washington en la región.