Confieso que no soy un admirador de Benedicto XVI. Es verdad que, por ser un agnóstico declarado, tal vez se pueda dudar de mi imparcialidad. Si embargo, he sido un admirador de Juan XXIII, de Paulo VI y de Juan Pablo I. Y he seguido con la mayor atención el Concilio Vaticano II, que constituyó una enorme apertura de la Iglesia hacia la sociedad y que contribuyó decisivamente al diálogo ecuménico entre las iglesias, al diálogo civilizado entre creyentes y no creyentes, y a favor de la paz.
Lo menos que se puede decir es que Benedicto XVI no se sitúa en la línea de los Papas que lo precedieron y continuaron inspirándose en el espíritu del Vaticano II. Aunque Juan Pablo II hizo marcha atrás en algunos aspectos de estricta ortodoxia teológica, en otras áreas fue un gran Papa, que comprendió la pluralidad del mundo, dialogó con amplitud en todos los continentes y dió una contribución importante para la unidad de Europa, antes y después del colapso del universo comunista y de la Unión Soviética en particular.
Desde el inicio de su pontificado -para muchos católicos, inesperado- Benedicto XVI se ha singularizado por haber dado algunos pasos en falso que lo obligaron a tergiversaciones sucesivas, con el resultado de presentan una imagen titubeante y poco segura. El eminente teólogo católico suizo, Hans Kung -que lo conoce desde hace muchos años y con quien ha tenido discusiones y divergencias- le reconoció al inicio «el beneficio de la duda». Pero en un reciente artículo Kung ha declarado que considera que el papado de Ratzinger representa un lamentable retroceso en la apertura de la Iglesia católica hacia la modernidad. En la esfera político-religiosa los españoles, por ejemplo, tienen fundados motivos de queja: Benedicto XVI beatificó a los mártires religiosos de la Guerra Civil, pero sólo a los que fueron víctimas de los republicanos, mientras los hubo de uno y del otro lado. Los «moros», las tropas al servicio del general Francisco Franco que con él pasaron de Marruecos a España para participar en la «cruzada nacionalista y cristiana», tenían un gusto especial en atacar a los religiosos del campo republicano.
Ha sido precisamente en el dominio de las cuestiones divisorias de la sociedad contemporánea (como el divorcio, el casamiento entre homosexuales, la legalización del aborto y, en general, los temas de la sexualidad) donde el Papa actual se ha mostrado más intransigente… a veces en manera inaceptable, aún para muchos y quizás para la mayoría de los católicos.
El viaje africano del Papa -a Camerón y Angola- ha sido en si mismo una iniciativa loable desde todos los puntos de vista. África es un continente en el que la pobreza y las condiciones de vida son las peores y las más aflictivas, sobre todo en tiempos de crisis ya que las epidemias -como el SIDA, la tuberculosis y otras- encuentran condiciones más propicias para propagarse, cobrando millones de muertes que es posible evitar. Es también el continente en el que las promesas formuladas por los dirigentes de los países desarrollados se han revelado más retóricas, más ineficaces y, a fin de cuentas, inexistentes. Me viene a la memoria uno de los últimos discursos de Tony Blair, cuando aún era el primer ministro británico y antes de convertirse al catolicismo; la suma de las promesas que prodigó a África han dado como resultado un cero absoluto.
En la primera etapa de su viaje, en Camerún, durante un encuentro con autoridades musulmanas -también en sí mismo muy oportuno- resolvió arremeter contra el preservativo. Prescribió la abstinencia sexual -¡en África!- que significa privar a las poblaciones de una de sus pocas alegrías y donde el preservativo ha salvado a millones de personas del SIDA. Porque esa es la verdad. No puede extrañar que enarbolando esos dos temas -abstinencia y preservativo- haya estropeado su gira africana y levantado una oleada de indignación en todo el mundo. Aunque no haya sido el único, me complace destacar que un obispo portugués, Janurio Torgal Ferreira, se alzó para contradecir al Papa y declarar con tono firme que «prohibir el uso del preservativo es consentir la muerte de numerosas personas».
Afortunadamente en Angola el Papa corrigió la puntería y supo pronunciar palabras que entonaron el corazón de los angolanos. Benedicto XVI condenó sin medias tintas a la pobreza, la corrupción, las desigualdades socio-económicas y postuló la imperativa necesidad de un reparto más equitativo de las riquezas angolanas y de una mayor observancia de las reglas de la democracia. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Mário Soares, ex Presidente y ex Primer Ministro de Portugal.