La palabra fue de cierto modo protagonista el domingo en la occidental ciudad de Cali. Pero no precisamente por servir de vehículo al entendimiento, sino porque mostró hasta qué punto llega en Colombia la falta de diálogo.
El político Óscar Tulio Lizcano cumplió en agosto ocho años como rehén de las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Tras huir tres días en compañía de un guerrillero que desertó, Lizcano, de 62 años, apareció flaco, exhausto y embarrado en la mañana del domingo ante las cámaras de TV, luego de ser trasladado por el Ministerio de Defensa desde el sur del selvático departamento del Chocó a Cali, para encontrarse con el presidente Álvaro Uribe.
«Deben comprender —dijo a los periodistas— mi incoherencia, por la falta del ejercicio de la palabra, toda vez que no podía hablar, ni comunicarme con ninguno de los guerrilleros que me custodiaban».
Sus captores le tenían prohibido dialogar con ellos, según cuenta. Para hacerle gambetas al silencio, le puso nombre a tres palos, y con ellos hablaba, y hasta les daba clases.
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Lizcano era el último parlamentario en poder de esa guerrilla, que esperaba negociar su liberación a cambio de la excarcelación de insurgentes presos, mediante el llamado acuerdo humanitario.
Esa vía negociada parece cada vez más arrinconada debido al rechazo social al secuestro y a la sostenida acción militar estatal, que se ha apuntado éxitos. Mientras, en la selva esperan aún dos rehenes civiles, así como 26 militares y policías, y las cárceles se abarrotan de hombres y mujeres combatientes.
Entre los militares en cautiverio está Pablo Emilio Moncayo, hijo del profesor Gustavo Moncayo, el «caminante por la paz», que ha recorrido a pie el tramo desde Bogotá hasta Caracas y se ha internado en la selva en busca de su hijo, prisionero de guerra de las FARC hace más de 10 años y sometido al canje.
El profesor Moncayo integró el grupo de facilitadores que intentó en Cali, fallidamente, acercar posiciones entre el gobierno y la imponente Minga de la Resistencia Indígena y Popular, para lograr un diálogo cara a cara que debía ser moderado, entre otros, por el procurador general de la Nación Edgardo Maya, como proponían los indígenas.
[pullquote]1[/pullquote]Minga es una palabra indígena de origen quechua, muy conocida en América del Sur y que significa «trabajo colectivo para el bien común». Llegó a sumar 45.000 personas, de ellas 40.000 indígenas.
Fue convocada el 12 de octubre en primer lugar para rechazar la guerra, que mata a un indígena cada 53 horas, en este país con 44,6 millones de habitantes, de los cuales 1,6 millones pertenecen a 102 etnias diferentes. Dieciocho de ellas están en vías de extinción, según la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC).
La Minga llegó a Cali el sábado, tras un recorrido de 100 kilómetros desde el resguardo de La María, de donde partió, en el sudoccidental departamento del Cauca.
La primera semana la protesta fue reprimida incluso a bala por la policía antimotines, con un saldo de tres indígenas muertos y unos 170 heridos, entre ellos 39 uniformados.
Pero la Minga como tal también quedó herida, debido a la acusación presidencial de «terrorista» contra el movimiento aborigen.
Así, el resarcimiento por el calificativo se convirtió, con los días, en el primer punto de la agenda indígena con el presidente, cuya presencia los nativos consideraron «indelegable» en la negociación con el gobierno.
Los aborígenes también reclaman respeto a sus territorios, que el gobierno firme la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, la derogatoria de normas que consideran lesivas para la supervivencia de sus culturas y el cumplimento de acuerdos asumidos por el Estado tanto con ellos como con otros sectores sociales, entre otros puntos.
En medio de grandes expectativas, el presidente cedió a hablar con los indígenas el domingo en Cali.
A Moncayo lo acompañaban como facilitadores Bruno Moro, coordinador residente y humanitario del Sistema de las Naciones Unidas en Colombia, el sacerdote Darío Echeverri, secretario ejecutivo de la Comisión de Conciliación Nacional, creada por la Iglesia Católica, y el provincial jesuita Francisco de Roux.
También eran facilitadores la líder Blanca Chancoso, de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, y Pedro Núñez, vicepresidente de la Confederación de Pueblos Indígenas del Oriente de Bolivia, entre otros.
Los facilitadores nunca lograron poner de acuerdo a la Minga y al presidente sobre el lugar del encuentro.
La Minga quería ir, completa, al diálogo con Uribe en la plazoleta del Centro Administrativo Municipal (CAM), tal como lo habían acordado sus emisarios con el alcalde la ciudad, Jorge Iván Ospina.
[pullquote]2[/pullquote]Mientras, el gobierno limitó el encuentro a 200 delegados en el teatro Imbanaco del canal Telepacífico, «por razones de seguridad».
«Se radicalizaron las posiciones de la Minga, diciendo que si no era en la plaza, no era», relató a IPS Luis Evelis Andrade, presidente de la ONIC.
«Y él (Uribe) diciendo que era en Telepacífico y que no podía ir al CAM por seguridad. Al final se fue el día, y no se pudo ni una cosa ni otra. Se propusieron sitios intermedios, y nada», resumió Andrade.
«Pero al final, Uribe apareció en el CAM —cuando ya los nativos se iban—, a hablar de temas indígenas, sin que los indígenas estén. Es una cosa bien extraña», expresó.
La Minga sesionó por su parte tanto en el CAM como posteriormente en la Universidad del Valle. Y aunque logró ventilar sus temas en el plano nacional e internacional, la meta de exponer sus causas delante del presidente Uribe no fue cumplida, al menos por ahora.
Uribe optó por exponer su posición, junto con ministros y viceministros, a través del Canal Institucional de televisión. Pero la Minga ni se enteró, reunida como estaba a esa hora en la estatal Universidad del Valle.
Así como los guerrilleros desperdiciaron la oportunidad de dialogar con su rehén, y éste con ellos, en Cali se perdió una oportunidad de diálogo que, sin embargo, puede ser retomada el domingo próximo.
Uribe anunció que ese día abrirá espacio en su agenda a los indígenas. Por ahora no hay acuerdo sobre el lugar, ni sobre cuántos, y así puede volver a enredarse el acercamiento.
Hasta ahora los diálogos de paz en el longevo conflicto colombiano, ininterrumpido desde 1964, han sido siempre entre gobiernos y grupos en armas, en ocasiones con participación de comisiones integradas por personalidades civiles.
La Minga está proponiendo un cambio sustancial: un sector civil, popular y desarmado sienta al gobierno a dialogar, y precisamente en torno a las causas de la guerra.
Quizá es algo tan nuevo en la vida política colombiana que el presidente no supo cómo responder.
Lo que ocurra en los próximos días demostrará si para el gobierno este novedoso escenario es o no un asunto menor, si gambetea otra vez el encuentro, lo convierte en palabras al viento o, simplemente, dialoga.
*Con aportes de Judith Henríquez Acuña (Cali).