El encarecimiento de los alimentos desató disturbios en muchos países del Sur, de Indonesia a Camerún, de India a Costa de Marfil, de Bangladesh a Haití. Pero no debería sorprender a nadie.
Se trata sólo de la más reciente en una serie de consecuencias de la apertura de las fronteras practicada por muchos países en desarrollo, así como de la postergación de los agricultores nacionales.
Esos países implementaron, como parte de acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, medidas de ajuste estructural que terminaron perjudicando al sector agrícola y socavaron su capacidad de producir alimento.
En tiempos de mayor control estatal, en los años 70 y comienzos de los 80, buena parte de los mercados alimentarios nacionales del Sur estaban en manos de juntas de comercialización estatales y de cooperativas.
Las juntas garantizaban precios mínimos, suministraban semillas y fertilizantes, controlaban el volumen importado, redistribuían alimentos cuando se reducía la producción y compraban materias primas a las cooperativas.
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Estos organismos no siempre eran dirigidos de la mejor manera. Hubo muchos casos de corrupción e ineficiencia, pero cumplían, de todos modos, con ciertas funciones críticas.
Los agricultores contaban, gracias a esos mecanismos, con mercados para vender sus productos y asegurar su sustento. Los precios eran estables aun cuando eran más bajos de lo que habrían querido los productores.
Esas políticas permitían a muchos países en desarrollo exportar alimentos o, al menos, alcanzar la autosuficiencia.
Todo eso cambió en los últimos 20 años. El apoyo estatal a los agricultores cayó. A los pequeños campesinos se les aconsejó dedicarse al mercado internacional, mientras los mercados nacionales se abrían a la producción extranjera.
Más que apoyar los alimentos tradicionales y básicos de cada país, los gobiernos respaldaban a los exportadores. Se suponía que las "ventajas comparativas" de los productos elegidos para vender al exterior enriquecerían a ese sector y que los beneficios se diseminarían luego a toda la población.
Pero más que originar riqueza, la apertura expulsó a millones de los campesinos más pobres del mercado de sus propios países. Las importaciones sustituyeron lo que antes se producía a nivel nacional. En estos 20 años, las cosechas se redujeron severamente.
Lo sucedido en Filipinas es un ejemplo cabal del resultado de estas políticas.
"En los años 60 y 70, éramos autosuficientes", dijo a IPS Jowen Berber, del no gubernamental Centro Saka. "En esos tiempos, el gobierno invertía mucho en arroz, tanto en irrigación, infraestructura y en apoyo al marketing como en créditos e insumos para la producción."
"Pero cuando las autoridades le pusieron freno a esos incentivos, la cosecha se redujo lentamente", agregó Berber. "El gobierno ahora interviene, pero comprando menos de uno por ciento de la producción de arroz filipino. Compra más arroz importado que nacional."
El gobierno de Camerún retiró su apoyo al sector arrocero en 1994, al implementar políticas recomendadas por el Banco Mundial y el FMI. En ese marco, entregó el mercado de fertilizantes al sector privado.
El rendimiento de los campos de los agricultores pobres se precipitó, pues el fertilizante se volvió un artículo de lujo, según indicaron los expertos David Pingpoh y Jean Senahoun en un estudio para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
La apertura comercial aumentó la vulnerabilidad de los países a las políticas dispuestas por otras fuerzas externas. Las importaciones de arroz de India se multiplicaron casi por ocho en un solo año, entre 2001 y 2002.
Como consecuencia, muchos agricultores abandonaron la actividad. La superficie cultivada con arroz se redujo 31,2 por ciento entre 1999 y 2004.
Según la FAO, Costa de Marfil también se vio inundada por las exportaciones de alimentos. En cumplimiento de sus compromisos con la Organización Mundial del Comercio (OMC), ese país redujo los aranceles agrícolas a un máximo de 15 por ciento.
Como consecuencia, las importaciones de arroz aumentaron seis por ciento en promedio al año, de 470.000 toneladas a 715.000 entre 1997 y 2004. La producción nacional cayó 40 por ciento en el mismo periodo.
Las importaciones de arroz de Nepal tuvieron enormes picos de aumento: casi se triplicaron en 1994 y se multiplicaron por ocho en 2000. En algunas zonas, el precio al consumidor cayó casi 20 por ciento. Gran cantidad de establecimientos de la frontera con India cerraron.
El actual ciclo de encarecimiento se atribuye a la caída de las existencias. La producción agrícola se canaliza hacia la producción de biocombusibles. La sequía australiana hizo lo suyo, y también el juego de los especuladores que compran a futuro.
Hubo disturbios y protestas al menos en 37 países. Pero desde el Norte vuelve a repetirse la cantinela del libre comercio como panacea.
Así lo hicieron a fines de abril, en una reunión en la ciudad suiza de Berna donde se consideró la emergencia alimentaria, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, el presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, y el director general de la OMC, Pascal Lamy.
A los agricultores difícilmente se los convenza de que más de lo mismo que destruyó su medio de subsistencia durante dos decenios les sea de ayuda.
"Proteger la alimentación se ha convertido en delito por las leyes del libre comercio. El proteccionismo, en mala palabra", dijo Henri Saragih, coordinador internacional de la red mundial La Vía Campesina. "Los países se habían vuelto adictos a las importaciones de alimentos baratos. Ahora que el precio aumenta, el hambre muestra su feo rostro."