Aunque la historia de Colombia se cuenta por guerras y la última aún no ha terminado, niñas, niños y jóvenes desvinculados del conflicto armado empiezan a tener, al contrario que la familia Buendía, una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Casi un centenar de jóvenes de entre ocho y 17 años de edad, que fueron reclutados por los grupos armados ilegales, comienzan a rehacer sus vidas bajo el amparo de familias que los aceptan como sus hijos, con el apoyo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, la Unión Europea, la Organización Internacional para las Migraciones y la organización no gubernamental Encuentro, entre otras.
El Programa de Hogares Tutores comenzó en 2003 en la ciudad de Armenia, occidente de Colombia, y luego se impulsó en otras cercanas, como Manizales, capital del departamento de Caldas, Villavicencio, capital del Meta, y Bogotá.
Más de 2.000 jóvenes se han beneficiado de él, según el documento "La infancia, la adolescencia y el ambiente sano en los planes de desarrollo departamentales y municipales", del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) y la Procuraduría General de la Nación.
"Cada ciudad tiene un cupo para 40 jóvenes y seis para bebés, pues a veces las jóvenes llegan embarazadas o se embarazan durante el proceso de reinserción", explica el psicólogo Rodolfo Tovar, coordinador de Hogares Tutores en Villavicencio, distante a dos horas y media de carretera de Bogotá y puerta de entrada a los Llanos Orientales, una extensión de sabanas de 310.000 kilómetros cuadrados.
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Aquí se encuentran hoy 27 de casi un centenar de jóvenes desvinculados de la guerra. Más que en cualquier otro lugar, se extreman las medidas para protegerlos.
Villavicencio es conocida por su gran diversidad étnica y por su proximidad a la conflictiva zona del Ariari y de San Vicente del Caguán, corazón de un área que fue desmilitarizada por el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) para una negociación fallida con las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el principal grupo armado en esta guerra de más de cuatro décadas.
Pese al entorno, los jóvenes empiezan a recuperar también aquí lo que habían perdido: una familia, el calor de un hogar y las ganas de vivir. Han cambiado las armas por lápices, libros, juegos. Estudian, trabajan, prestan servicios comunitarios y juegan al fútbol.
Para casi todos ellos, el futuro recuperó sentido y dejó de ser ese "fantasma de manos vacías" del que hablaba el escritor francés Víctor Hugo en "Las voces interiores" (1837).
"Quiero capacitarme para ayudar a las personas y para tratar de reparar el daño que causé", afirma un testimonio archivado por el programa de Hogares Tutores de Villavicencio.
Según Unicef, en 2003 había 7.000 niños y niñas de entre 15 y 17 años reclutados por los actores armados ilegales y otros 7.000 estarían incorporados a milicias urbanas de esos mismos grupos.
"Sabemos que apenas estamos trabajando con la punta de un gran iceberg, pero si no se comienza con algo, este problema se agravará", afirma Tovar. El éxito de este programa radica en que "se da énfasis al trabajo de la inteligencia emocional, que es la capacidad que tienen las personas para entender sus emociones, interpretar las emociones de los otros y extender canales de comunicación. Ese trabajo se ha convertido en la punta de lanza de nuestra labor", afirma.
Lo que lleva a un joven a vincularse a la guerra es, principalmente, el maltrato familiar, pero también la falta de alternativas de supervivencia. Reciben ropa, zapatos y comida, pero no advierten que pagarán un precio altísimo, como su propia vida, advierten los expertos.
Por eso regresar a sus familias es complicado, además de riesgoso puesto que los buscan los grupos armados que dejaron.
Los hogares tutores son una modalidad de atención en la que una familia seleccionada y capacitada acoge a tiempo completo a un niño, niña o joven menor de 18 años que se encuentra en peligro por haber sido utilizado por grupos armados, explica Jorge Grisales, promotor familiar y vinculado al proyecto en esta ciudad.
Las familias elegidas, de clase media, reciben apoyo y capacitación y un pequeño subsidio del Estado.
Se le brinda así al adolescente una atención integral y un ambiente en condiciones favorables para facilitar su proceso de desarrollo personal y social, para que se le garanticen y restituyan sus derechos y se propicie su inserción, explica.
"La oportunidad de vivir en familia es una experiencia que les permite construir y reparar vínculos afectivos destrozados por la violencia de la guerra. El simple hecho de privar a un niño del juego es algo muy doloroso, porque lo priva también de la fantasía y frena su imaginación, transformándolo en una persona truncada en su desarrollo", agrega Grisales.
Los jóvenes también son motivados a hacer deporte. "La parte lúdica y recreativa abre muchos espacios, especialmente en lo que se refiere a los valores. El fútbol es el deporte preferido y ejercitarlo ha ayudado a fortalecer el nivel de tolerancia de los muchachos. Reciben golpes, pero no los devuelven porque saben que es un juego", afirma Luz Stella Rey, licenciada en educación física y también promotora de familia.
Jeimy Barrera, pedagoga del proyecto en Villavicencio, explica las actividades de refuerzo escolar y profundización académica para afrontar los retos escolares, desarrollar hábitos de estudio y obtener rendimiento en el conocimiento de oficios que les brinda el Servicio Nacional de Aprendizaje.
"Partimos de los intereses y de las necesidades de los chicos y de acuerdo con eso planteamos actividades en las que ellos mismos construyen el conocimiento. Los niños se agrupan en seis ciclos, de acuerdo con su nivel educativo. Tenemos que aplicar todo tipo de estrategias de aprendizaje, de acuerdo con cada niño, porque no siempre todos aprenden con el mismo método", explica Barrera.
Su primer reto fue potenciar las habilidades comunicativas de los estudiantes. "Se encerraban mucho en ellos mismos, tenían problemas para comunicarse. Con dramatizaciones, obras de teatro, actividades de integración, como preparar una ensalada, fueron aprendiendo", cuenta.
Pero el trabajo quizás más complejo recae sobre la psicóloga Dora Inés Grosso.
"Lo que se busca es dar a estos niños y jóvenes elementos para fortalecer la estructura del yo, para equilibrar sus emociones, liberar sus cargas de una vida dura, estructurar la familia y romper con ese desarraigo que traen frente a ella y la sociedad. Este es el trabajo más fuerte que hacemos", dice.
Esa compleja y meticulosa red de apoyo se fortalece mediante la vivencia familiar.
"Soy madre de cuatro hijos. El único hombre murió a los 33 años, y cuando adopté al nuevo hijo fue como si el anterior hubiera renacido. Encajamos de inmediato y, aunque me dice tía, yo lo siento como propio", cuenta Teolinda, viuda de 52 años y abuela de siete nietos, que adoptó a David, un ex guerrillero de 17 años.
El muchacho "no causó ningún problema en la familia y se adaptó casi de inmediato. Dice que se siente feliz y que desea tener a sus hijos en nuestra casa. Yo me siento satisfecha de tenerlo con nosotros. Su comportamiento me anima a ayudar a otros muchachos más adelante", afirma Teolinda.
"Yo recibí en mi casa a un muchacho de 14 años. Lo hice por Colombia, por la paz. Estos niños necesitan otra oportunidad para que vivan y se desarrollen como ciudadanos de bien", sostiene María, de 29 años y madre de tres hijos.
Yolanda, de 48 años, dos hijos y 3 nietos, adoptó a dos jóvenes, "uno de 18 y otro de 17 años. El primero lleva un año conmigo. Es muy juicioso, estudioso y obediente. Ha tenido sus altas y sus bajas anímicas, pero se ha dejado orientar. Con el otro muchacho estamos comenzando el proceso", afirma.
Las madres adoptivas confiesan que en un principio sintieron miedo, pues no sabían qué esperar.
Una parte del proceso incluye aproximaciones con las familias biológicas, en la medida en que los protagonistas se sienten preparados.
"Este es un programa hermoso, pero muy delicado, y no queremos poner en riesgo ni los procesos de los jóvenes desvinculados ni sus vidas o las de sus familias adoptivas", dice Tovar, coordinador del programa en Villavicencio.
IPS no pudo entrevistar ni fotografiar los rostros de los niños desmovilizados, por razones de seguridad y para evitar que se los estigmatice. Tampoco se divulgan aquí sus verdaderos nombres ni los de sus familias adoptivas.