Una marea humana movilizada en favor de mantener esta ciudad como sede del gobierno de Bolivia se convirtió en la mayor expresión de fuerza popular de la historia del país detrás del liderazgo aymara y mestizo, que cuestiona con energía el orden y sus autoridades formales.
Al abandonar el letargo y exponer su presencia pública y física, los habitantes del occidental departamento de La Paz desafiaron los cálculos políticos y demográficos para mostrarse de cuerpo entero como un conjunto urbano y rural, con una profunda raíz cultural aymara conjugada con un mestizaje asentado en medio de cumbres y altiplanicie.
Sin duda que los inmigrantes de los restantes ocho departamentos del país también se suman a ese conjunto humano libre del regionalismo excluyente y, por el contrario, caracterizado por una solidaridad nacida de las tradiciones comunitarias de los aymaras.
La Corte Nacional Electoral (CNE) registró en los comicios generales de diciembre de 2005 la presencia en las urnas de casi 3,7 millones de ciudadanos, 53,7 por ciento de los cuales hicieron posible la llegada por primera vez al gobierno de un descendiente de los pueblos originarios, el líder aymara Evo Morales, del izquierdista Movimiento al Socialismo.
Por eso algunos datos oficiales serán puestos en duda si se confirman los cálculos optimistas de asistencia de entre dos millones y 2,5 millones de manifestantes en el cabildo realizado el viernes pasado, cuando se dio el ultimátum a la Asamblea Constituyente para que saque de su agenda antes del 6 de agosto la propuesta de llevar la sede del gobierno a Sucre, la capital de Bolivia.
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Por ejemplo, el estatal Instituto Nacional de Estadística (INE) señaló que en 2005 había en este departamento casi 2,6 millones de habitantes, 1,6 millones de los cuales se concentraban en La Paz y El Alto.
Pero la multitud del cabildo rompe las estimaciones y desvirtúa los comentarios de expertos sobre el debilitamiento del capital humano paceño debido a las masivas emigraciones hacia el departamento de Santa Cruz, donde, según datos oficiales, habitan 2,3 millones de personas.
Un razonamiento simple nos conduce a imaginar que, así como hubo una asistencia sólo motivada por un sentimiento común de defensa de un interés colectivo sin presiones institucionales o de grupo, también un gran número de ciudadanos no acudió a la concentración.
Esa cifra obliga a proyectar un número mayor de habitantes con capacidad de ejercer su derecho a votar y elegir autoridades.
Pacífica, colorida, dominada por la tricolor bandera boliviana, con la humildad del ciudadano del altiplano y el saldo de sólo un herido por accidente en la manipulación de un petardo y algún desmayo, la manifestación social del viernes pasado ya quedó impresa como la mayor en los 182 años de vida independiente de este país, según observadores locales.
Las imágenes aéreas que se difunden por la televisión sin cesar desde entonces muestran una concentración de personas que ocupan a plenitud el centro del cabildo de la altiplánica El Alto, contigua a La Paz, y varios kilómetros de la autopista que une a las dos ciudades, carreteras interdepartamentales de ocho carriles y calles menores.
El matutino local La Razón recurrió a una imagen satelital para describir los espacios llenados por esta multitud, que tres horas después del acto central aún tenía dificultades para abandonar el lugar por la infranqueable y compacta muralla humana.
Si las cifras de participantes difundidas por los organizadores de la movilización es cierta o aproximada, muchas cosas cambiarán en este país de 9,6 millones de habitantes, 67 por ciento de los cuales aún sufren la pobreza.
La multitudinaria concentración obliga a los estrategas políticos a revisar sus esquemas y considerar a La Paz como el sustento para futuras políticas de Estado, la elección de nuevas autoridades o conquistar el poder por la vía democrática.
La fortaleza de la región hasta ahora sólo estaba expresada por la combatividad de los habitantes de El Alto, que dieron por tierra en octubre de 2003 con los planes del gobierno de entonces de exportar gas natural a Estados Unidos y México a valores considerados perjudiciales para Bolivia.
El bloqueo de calles por 15 días, que costó la vida a por lo menos 60 de esos manifestantes, fue el remate de una serie de movilizaciones sociales en distintas partes del país que no sólo impidió el programa de exportación de hidrocarburos sino que derrocó al derechista de Gonzalo Sánchez de Lozada sólo un años después de asumir el gobierno, que ya había ejercido entre 1993 y 1997.
Ese episodio marcó un cambio en la política boliviana. Acabó con el viejo caudillismo y encumbró a decenas de anónimos vecinos de las polvorientas calles de El Alto y campesinos de localidades cercanas, que se lanzaron a liderar una corriente defensora de los recursos naturales y totalmente opuesta al modelo económico de libre mercado y a las privatizaciones.
Estos nuevos actores, los alcaldes de las dos ciudades y un grupo de ciudadanos de La Paz, volvieron ahora a la lucha en busca de conservar la actividad económica que genera la permanencia de las sedes de los poderes Ejecutivo y Legislativo.
Mientras, el jefe del gobierno departamental (prefecto) paceño, José Luis Paredes, jugaba su equilibrio político entre la región que lo eligió y los influyentes líderes del oriental departamento Santa Cruz que respaldan el traslado de la presidencia y del Congreso a Sucre.
Como celosos guardianes, 3.000 indígenas de la provincia Omasuyos, distante a 96 kilómetros al oeste de La Paz, se apoderaron del control de la testera de la manifestación y alejaron a los dirigentes políticos con el argumento de evitar una distorsión de los verdaderos propósitos de la concentración.
Su atuendo: un poncho de vivo rojo, gorro tejido a mano con multicolor lana de oveja y un garrote atado alrededor del cuerpo en señal de autoridad, rematado por un sombrero de fieltro negro, identificaba al insurgente grupo aymara conocido como "los ponchos rojos".
Asociado por el color a las corrientes izquierdistas y reconocidos por su estirpe de rebeldes luchadores contra la colonia española y el pongueaje (servidumbre) republicano, fueron la inspiración para grupos guerrilleros como el desaparecido Ejército Revolucionario Tupak Katari (EGTK), del cual fue líder e ideólogo el actual vicepresidente Álvaro García Linera.
Ese acto de tomar el palco principal e impedir el paso a políticos tradicionales, lleva una carga de ejercicio de fortaleza de los pueblos que habitan la altiplanicie, pero al mismo tiempo reflejó la ausencia de liderazgo expresado en un representante capaz de recoger las aspiraciones de un departamento.
Esa fuerza de asociación probablemente es también su debilidad por la ausencia de un conductor, aunque muchos observadores aseguran que esa imagen aún está reservada para el presidente Morales, quien prudentemente se abstuvo de apoyar el cabildo y se limitó sólo a reconocer su trascendencia.
Pero la interrogante sobre el líder con la capacidad de unir ideas e interpretar intereses de una población de indígenas, mestizos y sectores medios y ricos continuará irresuelta en una región que se descuelga de las altas cumbres, atraviesa el semitrópico y se extiende hasta la amazonía del norte paceño, donde se guarda una inmensa riqueza natural aún sin explotar.
El cabildo también fue el pretexto para el reencuentro de las culturas andinas con las afroyungueñas, aquellas incorporadas al contexto urbano en los últimos 10 años, llenas de tradiciones y ritmos ágiles al son de tambores.
Aguayos extendidos al sol, con una nutritiva comida abundante en papas en flor por la suavidad, maíz apetitoso, carne asada acompañada de queso y ají colorado, pescado y una amistosa invitación de las mujeres campesinas, sellaron ese difícil acercamiento entre los habitantes de la ciudad y las comunidades indígenas.
La música aymara de flautas, tambores y bombos, alegradas por los coros de adolescentes de la ciudad, marcaron este verdadero pacto por una región, pero con un futuro incierto a falta de proyecciones sociales y económicas mayores a la permanencia de la sede de gobierno en La Paz.