Más de 500 presas colapsaron en el mundo desde mediados del siglo XX. En Argentina, el envejecimiento de algunas, el escaso mantenimiento, la falta de coordinación de entidades regulatorias y los magros presupuestos causan un riesgo latente.
Pese a integrar el Comité Técnico de Seguridad de la Comisión Internacional de Grandes Presas junto a países que implementaron hace décadas pautas de seguridad para sus obras hidráulicas, Argentina afronta un futuro incierto.
La participación del Estado en el proyecto y construcción de la mayor parte de las presas del país garantizaron décadas atrás la seguridad operativa y estructural de las obras, coinciden especialistas.
Pero el traspaso al sector privado de la mayoría de los aprovechamientos hidroeléctricos, unido a la ausencia o escasa intervención de entidades regulatorias, trazaron una grieta profunda por donde se filtra mucho más que agua.
«La gente entiende que es necesaria la seguridad nuclear, pero no tiene la misma percepción en relación con las obras hidráulicas. Cuando se rompe una presa las consecuencias pueden ser inconmensurables y su impacto suele durar decenas de años, representando una catástrofe en pérdidas de vidas, daños a la propiedad y al ambiente», afirmó al ser entrevistado el ingeniero Francisco Luis Giuliani, director del Organismo Regulador de Seguridad de Presas (Orsep).
El Orsep nació en 1999 para controlar las presas privatizadas del país, que representan 30 por ciento del total. Pero quedan fuera de su jurisdicción las obras hidráulicas provinciales, si bien pueden solicitar la asistencia técnica de este organismo, que a tal fin ya firmó convenios con los gobiernos de Mendoza, Salta, Jujuy, La Rioja y Córdoba.
Argentina cuenta con algo más de 100 presas, nada comparadas con las 40.000 grandes obras levantadas en Estados Unidos. La mitad son para generación eléctrica.
Los memoriosos evocan épocas de gloria en las que la ingeniería hidráulica era protagonista y daba frutos como las presas de San Roque, Alicurá, Piedra del Águila y Chocón, Florentino Ameghino y Salto Grande (obra binacional sobre el río Uruguay).
Otras pasaron a la notoriedad por motivos políticos, como Yacyretá, obra argentino-paraguaya sobre el río Paraná cuyo costo, previsto al inicio en 2.000 millones de dólares, ya superó los 10.000 millones de dólares.
Pero la hidráulica también tiene cara y cruz. Desde mediados del siglo XX es posible contabilizar más de 500 colapsos de presas que enlutaron a la comunidad internacional.
Entre ellas, la de Panshet (India, 1961) dejó 4.000 víctimas. La del río Vaiont (Italia, 1963), 2.600 muertos. Oros (Brasil, 1960) produjo 1.000 decesos. En Argentina, el mendocino dique Frías, en el oeste del país, ocasionó una veintena de muertes. Corría 1970 y una crecida que superó las condiciones de diseño lo hizo colapsar.
En 2000, en el dique del norteño Anillaco cedió una pared de la obra de contención y se desbordaron entre 500 y 900 millones de litros. Por fortuna, sólo 100 de los 1.000 habitantes del pueblo lindero fueron afectados: perdieron sus casas o suelos agrícolas.
«Se salvaron de milagro. Esta obra ni un estudiante de ingeniería la hubiera proyectado: sin terraplén y sin criterio», opinó Giuliani.
Piedra del Águila, una obra para generación de energía, riego y control de crecidas del río Limay, en la sudoccidental provincia de Neuquén, no dejó victimas pero sí gastos de reparación en 1998, cuando presentó fisuras menores por donde ingresó el agua.
Unos años antes, El Chocón, en la sureña Río Negro, requirió de 50 millones de dólares para reparar un principio de fractura hidráulica en el terraplén.
En Paso de las Piedras, en la provincia de Buenos Aires, se necesitaron 30 millones de dólares para la reparación de una fisura del núcleo de la presa.
«Desde la década del 70 (las presas) son diseñadas con adecuados factores de seguridad respecto a la geotécnica del lugar, a los materiales utilizados y a los diseños y cálculos hidráulicos, hidrológicos y estructurales», dijo en una entrevista el ingeniero Armando Sánchez Guzmán, director técnico de la Comisión Mixta del Río Paraná.
«Tengo mis reparos sobre la seguridad de las presas más antiguas», pues «la hidrología como ciencia tuvo avances sustanciales luego de 1950», agregó.
«Las exigencias internacionales marcan la necesidad de proyectar los aliviaderos de las presas con la crecida máxima probable, resultante de una precipitación máxima probable, que se transforma en una tormenta máxima probable y finalmente en una escorrentía o crecida máxima probable», continuó.
Además, la falta de presupuestos afecta el desempeño de los organismos técnicos-científicos del país, de lo que el sector no se encuentra exento, agregó.
«El estado de las obras hidráulicas en Argentina es muy desparejo y depende de la jurisdicción. Algunas están muy bien mantenidas y otras nada», enfatizó Giuliani durante el XXI Congreso Nacional del Agua, celebrado en mayo en la norteña Tucumán.
«La obra de Portezuelo Grande, por ejemplo, único sistema que protege a la población de las crecidas del río Neuquén, está en un estado inaceptable», agregó.
Los conceptos de seguridad cambiaron en el mundo como resultado de algunas de las catástrofes citadas, según Giuliani. Hoy se entiende que ésta no sólo radica en el tratamiento de aspectos técnicos, sino en la planificación, el factor humano, la organización y la administración.
«Las obras hidráulicas imponen un riesgo» que debe evaluarse. «En Europa y Estados Unidos hay legislación específica, donde la consideración del tratamiento del riesgo es obligatoria», indicó.
A Argentina le falta «una ley de seguridad, un relevamiento del estado de todas las presas, de guías nacionales de seguridad, y lograr que presas y embalses alcancen estándares aceptados en el plano internacional», concluyó Giuliani.
* Este artículo es parte de una serie sobre desarrollo sustentable producida en conjunto por IPS (Inter Press Service) e IFEJ (siglas en inglés de Federación Internacional de Periodistas Ambientales). Publicado originalmente el 21 de julio por la red latinoamericana de diarios de Tierramérica.