PENA DE MUERTE-PAKISTÁN: La vida «es un simple tránsito»

Mirza Tahir Hussain, de 36 años y con condena a muerte pendiente desde hace 18, parece un anciano mientras aguarda sentado en un taburete de plástico rojo, en un patio enjaulado junto a la celda 74 de la hacinada cárcel pakistaní de Jadiala.

La barba blanca y sin recortar, el pelo largo y salpicado de canas y la forma de arrastrar los pies al caminar revelan que este británico de origen pakistaní pasó la mitad de su vida en condiciones de constante zozobra.

Tahir es acusado del homicidio de un taxista, que él no niega, aunque asegura haberlo cometido sin intención de matar. La justicia penal lo absolvió, pero la islámica Corte Federal de la Shariá condenó en 1988 a este nativo de la ciudad de Leeds a la horca.

La ejecución fue suspendida en cuatro ocasiones. La última fue anunciada la semana pasada, y es atribuida a la creciente presión internacional, en especial la de Gran Bretaña y la Unión Europea.

El pedido de clemencia más reciente correspondió al príncipe Carlos, heredero de la corona británica, quien iniciará este domingo una visita oficial de seis días a Pakistán.

La ejecución de Tahir estaba prevista para el 1 de noviembre, con el Príncipe de Gales en territorio pakistaní. Algunos parlamentarios británicos le solicitaron cancelar el viaje por ese motivo.

El príncipe Carlos manifestó en una carta al primer ministro pakistaní Shaukat Aziz su preocupación por el destino de Tahir y reclamó su liberación inmediata.

El primer ministro británico Tony Blair aprovechó la visita del presidente pakistaní Pervez Musharraf el mes pasado para exigir el indulto de Thair, un reclamo que, según dijo, es "constante".

Pero las autoridades pakistaníes se limitaron a postergar la ejecución, ahora programada para el 31 de diciembre, y niegan que se trate de la respuesta a la presión internacional ni de un debilitamiento de la posición de Musharraf, que jamás conmutó una condena a muerte.

La intención, aseguraron, es dar a las familias del taxista asesinado y del condenado tiempo para alcanzar un acuerdo financiero aceptable. De acuerdo con las leyes de Pakistán, los familiares de la víctima pueden decidir la libertad de un sentenciado a muerte.

Lejos de las negociaciones políticas internacionales, Tahir, fuera de su celda de tres metros por tres, habla con una periodista que asiste a la visita simulando ser un familiar. La entrevista fue realizada este mes, cuando Tahir y la reportera ignoraban aún que se postergaría la ejecución.

"Somos impotentes ante la muerte, y no importa cómo moriremos. Lo que importa es que estemos preparados para mirar el rostro de nuestro Creador por nuestras buenas acciones y si Él estará complacido con nosotros o no", dijo el condenado, sin un dejo de ironía en la voz.

Tahir es apenas uno entre los 5.000 presos en la cárcel de Adiala, construida para albergar a 2.000. Pero es el único que no luce el uniforme color herrumbre. Las autoridades carcelarias accedieron permitirle, sólo a él, vestir de blanco, el color de la pureza.

"Fueron muy gentiles. Amo el blanco, en especial cuando pronuncio mis oraciones durante Ramadán", dijo. Su voz suena gentil y educada. Mantiene la dignidad a pesar de su entorno.

Pasó mucho tiempo desde que, siendo un joven de 18 años, escuchó la primera sentencia a muerte. "Sentí que la tierra había desaparecido de repente debajo de mis pies y que caía en un abismo", recordó Tahir.

Ahora se muestra en calma y acepta su apremiante situación. "Me he preparado para morir", aseguró. Además, agregó, su inclinación hacia la fe en Dios ayudó a resistir los temores.

Su educación formal se detuvo con el estruendo de un revólver hace 18 años, pero Tahir sigue aprendiendo. Memorizó 15 de los 30 capítulos del Corán, el libro sagrado del Islam. "Creo que estoy comenzando a olvidarlos y necesito repasarlos", dijo. También estudia la filosofía de su poeta favorito, Allama Iqbal.

Al preguntársele si, antes de caer preso, rogó morir de muerte natural, evita una respuesta directa. "No importa cómo mueras, pues esta estadía es un simple tránsito."

De todos modos, conoce bien el procedimiento de ejecución. En estos 18 años conoció dos cárceles, la de Kot Lakhpat en Lahore y la de Adiala. En ese periodo, calcula, vio a unos 50 condenados dirigirse al cadalso.

"Dos días antes de la ejecución, te ubican en una celda diferente, cerca de la horca. Poco antes de la ejecución, te dicen que tomes un baño y que reces. La ejecución siempre ocurre de madrugada", explica con calma y sin emocionarse.

Tahir conoció bien a los ejecutados. "Al fin y al cabo, estábamos todos en el mismo barco", sostiene. Despedirse es deprimente, dice. Algunos mueren con dignidad, otros se resisten a la ejecución, otros exhiben una inquietante tranquilidad.

En agosto, cuando estaba prevista su ejecución, escribió a la familia del taxista para pedirles perdón. Dos años antes, rogó por clemencia en persona ante el tío del asesinado, Sohbat Khan, que lo visitó en la cárcel de Lahore. Hasta ahora, la familia del taxista reclama una sola cosa: la ejecución de Tahir.

El condenado asegura comprender la ira. Todos estos años, dice, los familiares sufrieron tanto como él.

La carga de haber acabado, intencionalmente o no, con la vida de otra persona es enorme, sostiene. Él no puede cambiar el pasado, y debía suceder pues así lo ordenó Dios, se lamenta.

Si la familia de la víctima aceptar un acuerdo por el denominado "dinero sangriento", le aliviaría un dilema político al presidente Musharraf.

Cualquiera podría suponer que los pakistaníes están indignados por la atención que se le brinda a un musulmán británico condenado, cuando miles de compatriotas languidecen indignamente en las cárceles de este país.

Pero el caso de Tahir despertó la compasión pública, posiblemente por las circunstancias del caso.

En diciembre de 1988, el entonces joven británico de origen pakistaní visitaba por primera vez este país y se dirigió a la aldea de su familia, Bhubar, en el distrito de Chakwal.

En el trayecto hacia ese pequeño poblado, según Tahir, el taxista, Jamshed Khan, detuvo el vehículo e intentó atacarlo física y sexualmente apuntándole con un arma.

La refriega continuó y el arma se disparó, matando al conductor, según este relato.

Tahir, quien estuvo en Pakistán un solo día, se sentó entonces al volante y condujo hasta la primera estación de policía que pudo hallar, entregó el arma y relató el episodio. Fue arrestado de inmediato.

Sohbat Khan desacredita el relato de Tahir. Cree que él mató a su sobrino para robarle el taxi.

Tahir fue llevado a juicio y condenado a muerte en 1989. Tres años después, un tribunal de apelaciones encontró serias incongruencias en el fallo y, tras un nuevo juicio en 1994, lo condenó a cadena perpetua.

La apelación llegó a la Corte Suprema de Justicia de la septentrional ciudad pakistaní de Lahore, en 1996, y el joven fue absuelto de todos los cargos.

Una semana después, su caso pasó al Tribunal Federal de la Shariá, de carácter religioso, donde fue condenado por robo a mano armada.

El mismo tribunal impuso luego la pena de muerte por dos votos contra uno. La Corte Suprema de Justicia mantuvo ese fallo. El año pasado, Musharraf le negó clemencia al sentenciado.

Analistas pakistaníes consideran que, de cambiar de opinión, Musharraf sería percibido como cediendo a la presión occidental. En sus siete años de gobierno, no dictó una sola orden de clemencia a un condenado a muerte.

Por el momento, el presidente parece dispuesto a suspender la ejecución cada vez que se acerque la fecha señalada.

Cada retraso alivia temporalmente el dolor de la familia de Tahir, pero también sugiere que la pesadilla jamás terminará. El hermano del condenado, Amjad Hussain, dijo que cada nuevo aplazamiento los mata un poco a todos ellos.

Los aplazamientos constantes "no son suficiente", según Amjad. "Ya pasó demasiados años en la cárcel", sostuvo.

La familia de Tahir procura que Musharraf, al menos, conmute la sentencia por la de cadena perpetua, que en los hechos se traduce en 11 y 14 años tras las rejas, y tiene esperanzas en que eso implique su liberación.

Mientras, la única percepción del mundo exterior por parte de Tahir es la que se cuela en la lectura de libros de clérigos islámicos. Eligió no leer literatura moderna ni mirar televisión "por la obscenidad que destila". Le resulta difícil vivir con la culpa de haber matado a una persona.

Pero no pierde la esperanza. Aún tiene planes para una vida fuera de la cárcel. "Si mi familia está de acuerdo conmigo, me gustaría quedarme en Pakistán y buscar medios para sostenerme, aunque, realmente, no tengo calificaciones", concluyó. (FIN/IPS/traen-mj/ze/al/ap hd ip dp cr/06)

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