PENA DE MUERTE-EEUU: Mi origen (latino) me condena

– «Recuerdo día y fecha exactos, jueves 3 de enero de 2002. Es como mi segundo cumpleaños. Lo primero que hice fue besar el césped, porque durante 17 años no pisé más que el hormigón», relata el ex condenado a muerte Juan Roberto Meléndez, quien a pesar de sus 55 años luce barba y pelo bien negros.

Desde que fue liberado cuatro años atrás de una prisión del sudoriental estado estadounidense de Florida, donde aguardaba su ejecución, no ha podido dejar de contar su historia.

Meléndez fue liberado del penal correccional de Raiford, tras haber sido condenado en 1984 a la pena máxima por un crimen que no cometió. El estado de Florida aún no se ha disculpado con él.

Esta es la historia de muchos prisioneros exonerados de ese castigo extremo que se hallan en el sistema carcelario simplemente por ser pobres y de origen latinoamericano. Noventa y seis por ciento de los estados donde la Asociación de Abogados Estadounidense estudió en 1998 las sentencias a muerte, muestran claramente esa discriminación existente.

Sesenta y tres por ciento de los prisioneros sentenciados a muerte en Estados Unidos son negros o de origen latinoamericano, a pesar de que constituyen sólo 25 por ciento del total de la población, de acuerdo con un informe de 2002 de la organización de derechos humanos Human Rights Watch.

Meléndez es uno de los 123 ex condenados a muerte en haber sido liberado de prisión desde 1973. La pena capital debe abolirse porque se han cometido muchos errores y han muerto personas inocentes, afirman activistas de derechos humanos.

"Sólo Dios sabe cuántas personas de las que han sido ejecutadas en este país no corrieron con mi misma suerte y la de otros prisioneros exonerados", dijo Meléndez a IPS. "No puedo dejar de recalcar cuánta suerte tuve en haber podido demostrar mi inocencia".

Meléndez permaneció 17 años, ocho meses y un día, casi un tercio de su vida, en el pabellón de los condenados a muerte. "Cuando me liberaron me dieron 100 dólares, un par de pantalones y una camiseta. Eso es todo. Nunca nadie me pidió disculpas", señaló.

Tras haber cursado el noveno grado en Puerto Rico, estado libre asociado de Estados Unidos, Meléndez, nacido en Estados Unidos, se mudó en 1970 nuevamente y consiguió un empleo en Delaware, como trabajador inmigrante, recogiendo verduras. Ese mismo año, viajó a Florida donde trabajó en varias plantaciones de cítricos.

Poco después, comenzó a delinquir. Estuvo siete años en prisión por un robo a mano armada que cometió en 1974, un delito del que se declaró culpable.

En 1981 quedó libre, pero no por mucho tiempo.

Menos de dos años después, el 13 de septiembre de 1983, el propietario de un centro de enseñanza de cosmetología, Delbert Baker, fue asaltado y brutalmente asesinado en la noche.

Meléndez se declaró inocente y llegó a presentar cuatro testigos que manifestaron que ese día, él se encontraba en otro lugar. La policía detuvo a una persona de origen latinoamericano en base al testimonio de un hombre que le guardaba rencor.

Mientras esperaba el juicio, su abogado entrevistó y grabó la confesión de Vernon James, un hombre que había sido visto en la escuela de cosmetología poco antes de la hora de cierre.

"Yo ya había sido condenado, por eso esa confesión no permitió que me liberaran, y por eso James no fue acusado", indicó Meléndez.

James se negó a testificar a favor de Meléndez amparado en la quinta enmienda constitucional, que da derecho a toda persona a no autoincriminarse. Además, el tribunal determinó que la confesión grabada era una prueba indirecta y no permitió que se escuchara.

El 21 de septiembre de 1984, Meléndez fue condenado a muerte.

Tras haber agotado las instancias de apelación, un hombre inocente entró en el pabellón de la muerte. En 1986, James fue asesinado.

"Estar entre los sentenciados a muerte es un infierno. Todos los días (los prisioneros) sentíamos la presión. Todos sentimos la angustia mental de saber que la pena capital pendía sobre nuestras cabezas", señaló.

Pasaba casi todo el día encerrado en su celda. La mayor parte del tiempo leyendo libros que le mandaban de Europa personas que se habían enterado de la difícil situación que estaba viviendo. Su Biblia también fue una compañía constante. Rezó mucho.

Dos veces por semana, lunes y miércoles, le permitían hacer dos horas de ejercicios, pero encadenado. Llevaba los grilletes aun durante los cinco escasos minutos que duraba la ducha, a la que tenía derecho tres veces por semana.

"Algunas veces, a propósito, los guardias me apretaban demasiado los grilletes", relató, al tiempo que agregó que consideraba que esa era la causa de la artritis en sus brazos. Las cadenas le dejaron marcas permanentes en las muñecas.

En los 17 años que Meléndez estuvo preso, 51 prisioneros fueron ejecutados en Florida, a la mayoría de los cuales no conocía. Pero cuando mataron a un amigo, fue muy doloroso. "Fue horrible. Fue como perder a un ser amado".

En todo ese tiempo, sólo lo visitaron dos veces, en 1986 su madre y su hermano, en 1992, su tía y su madre. Pero, emocionalmente, esas visitas eran demasiado abrumadoras para él. "Les dije a todos que no vinieran".

Después de haber estado 10 años en prisión, Meléndez perdió las esperanzas. Había fracasado en algunas instancias de acusación y se deprimió. Es común entre los prisioneros condenados a muerte un permanente estado depresivo. Tuvo que soportar cuatro intentos de suicidio de sus compañeros. Después de eso, decidió que esa era la única forma de acabar con la pesadilla.

"De hecho, armé un lazo con una bolsa de plástico. Estaba listo para matarme", declaró.

Pero finalmente, no lo hizo. "Tenía un vívido recuerdo de los tiempos felices. Cuando me despertaba, sabía que no quería matarme".

En 1999, Meléndez vivía las últimas instancias de apelación, antes de la ejecución.

Su abogado le pidió a un investigador que encontrara algo, cualquier cosa, que le diera más tiempo a la defensa. Y lo logró. Encontró la transcripción de la confesión de James en la oficina de un juez de un tribunal de circuito del condado de Polk, en Florida. El juez no era otro que el primer abogado defensor de Meléndez.

El magistrado le dijo al investigador que mientras que limpiaba su oficina encontró el documento. Ese hallazgo fue suficiente para que Meléndez tuviera derecho a un nuevo juicio.

"Durante uno o dos días, estuve enojado con el juez por haberse olvidado o ignorar la existencia de la transcripción. Pero después me di cuenta que cualquier cosa que me salvara de la pena de muerte era buena", recordó Meléndez.

Pero todavía tuvieron que pasar dos largos años para que la jueza Barbara Fleisher le concediera un nuevo juicio, que tuvo lugar el 5 de diciembre de 2001. Un mes después, Meléndez era libre.

Desde entonces, Meléndez no puede dejar de contar su historia. Da conferencias sobre su terrible experiencia en universidades, escuelas secundarias, centros de detención y "en cualquier lugar que la gente quiera escuchar mi historia", señaló.

Las solicitudes lo llevaron por todo Estados Unidos, e incluso a Alemania, Austria, Canadá, España, Francia y Gran Bretaña.

Además, Meléndez ayuda a niños problemáticos a trabajar en haciendas de plátano en Puerto Rico. Les enseña cómo sembrar y cosechar. Mientras trabajan, les cuenta cómo resurgió a la vida del pabellón de los sentenciados.

"Trato de decir a los niños que no sean delincuentes, que eviten ser arrestados para llevar una vida limpia. Debido a mis antecedentes, me transformé en una herramienta del sistema", sostuvo Meléndez.

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