Durante las 25 horas vividas como rehén en un motín carcelario en Brasil, «me creí muerto» en tres momentos, y en uno de ellos «tuve un desmayo o una ausencia, no vi nada por algún tiempo», relata el agente penitenciario.
«Quise morir de un disparo de la Policía Militar» que cercaba el presidio controlado por los reclusos amotinados, porque «vi más de 30 muertes a cuchilladas; se prolongan mucho», explica a IPS, añadiendo que había sido tomado como rehén otras tres veces, pero de modo menos traumático, en manos de uno o de algunos detenidos y no en una rebelión masiva.
Además, era «una cuestión de orgullo morir por la acción de colegas y no de bandidos», acota el funcionario del sistema carcelario del sureño estado de Sao Paulo.
Su esposa desmiente su creencia de que sobrevivió a la experiencia sin problemas psicológicos. «Pasó a dormir con el arma, se asustaba con el ladrido de los perros, se alteraba al hablar, tenía dolores de barriga», relata.
Ahora A., cuya identidad IPS omite por seguridad, vive otro drama con su familia. Amenazado de muerte por algún grupo criminal, tuvo que dejar a las apuradas, dos meses atrás, su casa y el trabajo en una cárcel del interior del estado.
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«Tienen media hora para salir», fue el aviso de dos hombres montados en una motocicleta, con los rostros ocultos por sus cascos. «Ningún policía puede quedar en el barrio», añadieron. El ultimátum fue la culminación de meses de amenazas por teléfono y por otros medios, recuerda A.
La coyuntura no permitía hesitaciones. Desde el 12 de mayo, el crimen organizado ha protagonizado centenares de atentados contra policías, bancos, supermercados y edificios públicos, además de incendiar casi un centenar de autobuses en el estado de Sao Paulo y de promover rebeliones en la mitad de las 144 unidades carcelarias estaduales.
Dieciséis agentes penitenciarios fueron asesinados en esa oleada de ataques en mayo, fines de junio y comienzos de julio, en la que también fueron muertos más de 20 policías militares y civiles. Las amenazas de muerte, agravadas por nuevos atentados esta semana, aterrorizan a numerosas familias de esos funcionarios dedicados a lidiar con la delincuencia.
[pullquote]1[/pullquote]Un hotel y casas de colegas sirvieron de refugio para A. y su familia hasta que lograron alquilar un pequeño apartamento en un barrio de clase media de Sao Paulo que cuesta casi todo su salario, reducido además por la licencia médica que obtuvo para justificar su ausencia en el empleo.
La vida se hizo precaria. La pareja duerme en el piso, ya que solo se pudo comprar un colchón en el que se aprietan los cuatro hijos en uno de los dos dormitorios del apartamento. «Perdimos casi todo, solo logramos traer este pequeño televisor» y algunos muebles y ropas, se lamenta la mujer.
La seguridad de la familia depende de cierta clandestinidad. Los hijos, niños y adolescentes, aprendieron a no comentar la profesión del padre, a no traer compañeros de clase a casa y a cambiar de apariencia cortándose el pelo, por ejemplo. «No pueden tener amigos íntimos», inclusive porque han cambiado de residencia ocho veces en los últimos años, lo que les causa atrasos en la escolaridad, informa la madre.
El aumento de la violencia y la organización de las bandas delictivas en los años 90 profundizaron los riesgos de represalias contra los agentes penitenciarios.
Por ello, la familia decidió mudarse tan pronto identificaba la presencia de parientes de presos en la vecindad o cuando el trabajo de A. se hacía conocido por los vecinos. «No puedo ser transferido a presidios en ciudades pequeñas, donde todos se conocen», advierte el agente.
El sueño de sus hijos es «tener una vida normal, tener un lugar fijo donde vivir», sin temer «otra mudanza mañana».
Otro peligro en aumento es caer de rehén en las frecuentes rebeliones de los reclusos. En este año, 950 agentes ya vivieron esa dramática situación, de la cual 370 salieron heridos, informa a IPS el presidente del Sindicato de Funcionarios del Sistema Penitenciario del Estado de Sao Paulo, Joao Rinaldo Machado.
El sindicato representa a 22.000 agentes penitenciarios, 3.000 escoltas y cerca de 5.000 funcionarios que ejercen otras tareas, como administración y asistencia médica, social o psicológica.
Ese personal del gobierno estadual, subordinado a la Secretaría de Administración Penitenciaria, se distingue de los llamados carceleros, policías civiles que custodian a unos 17.700 detenidos en las comisarías.
[pullquote]2[/pullquote]Los agentes ganan poco. Tienen una remuneración inicial de 1.650 reales (750 dólares), pero de momento su principal reclamo se centra en mejores «condiciones de trabajo y seguridad, por encima de la cuestión salarial», señala Machado. «No vale la pena ganar mucho y ser torturado», arguye.
En realidad, como trabajan 12 horas seguidas de 36 libres, muchos complementan sus sueldos con una ocupación informal, en general como guardias de seguridad de empresas privadas, por ejemplo supermercados. Otros aprovechan el tiempo libre para estudiar, pensando dejar en el futuro su peligroso empleo.
Los agentes son seleccionados por concurso y disfrutan de estabilidad en el empleo. Se les exige educación secundaria, pero está en aumento la participación de graduados universitarios, ante la dificultad de obtener otro tipo de empleos. Cerca de 10 por ciento son mujeres, indispensables en las prisiones femeninas.
Desde 1994 la cantidad de presos en el sistema penitenciario de Sao Paulo casi se cuadruplicó, alcanzando hoy a 125.000 condenados. Las unidades carcelarias pasaron de 44 a 144, mientras los agentes penitenciarios aumentaron sólo en 48 por ciento, destaca Machado. Doce años atrás, la proporción era de un agente por 2,2 presos, hoy es de uno por 5,7.
Se registra superpoblación en las penitenciarías y escasez de funcionarios. Además, se redujo la edad de los reclusos, la mayoría tienen ahora entre 18 y 22 años, y «los jóvenes son mas difíciles de controlar», sostuvo el sindicalista.
El crimen organizado de Sao Paulo tiene su cuartel general dentro de las prisiones. Las rebeliones de este año —en represalia a medidas de las autoridades penitenciarias como el traslado de jefes criminales a presidios de alta seguridad— son atribuidas al Primer Comando de la Capital (PCC), el mayor y mejor organizado de los grupos delictivos, cuyos líderes habrían ordenado también los atentados cometidos desde mayo.
M. es otra de las víctimas de un motín carcelario. La agente penitenciaria fue torturada mientras permaneció como rehén de los presos, cinco horas, mediante golpes de mazo y de otros instrumentos de trabajo. Sufrió fracturas en la nariz y en el rostro y dislocaciones en la columna vertebral y en el tobillo, además de amenazas de violación.
En aquellos momentos «reviví toda mi vida, convencida de que no saldría viva de allí», dice a IPS. La violencia dejó secuelas: momentos de pánico en los que pierde el ánimo para salir de casa. Fue transferida a un presidio de otra ciudad, pues se hubiera vuelto un nuevo tormento continuar laborando donde todo le recordaba el terror.
Pero aun así, y después de 40 días de licencia médica y seis meses de asistencia psicológica, sigue sufriendo insomnio y pesadillas y pasa noches enteras en vigilia.
La recuperación de M. marchaba bien, pero los motines y los atentados de los últimos meses le provocaron una recaída, entre otras razones porque estuvo a punto de ser tomada nuevamente como rehén en su nuevo lugar de trabajo. Se salvó porque no estaba presente cuando estalló la rebelión.
Su familia y el Grupo de Acogida constituyen sus grandes apoyos actuales, reconoce.
El Grupo, iniciativa de la Coordinación de las Cárceles del Oeste del estado de Sao Paulo, ofrece amplia asistencia a los agentes más afectados por la experiencia de haber sido rehenes, y también ayuda a las familias.
Terapia colectiva e individual, talleres variados, según las necesidades diagnosticadas para cada uno, visitas a la familia y actividades de reinserción social, recuperación de la autoestima y de la motivación para la vida, son formas de tratamiento del «estrés postraumático», explica Paulo dos Santos, uno de los tres coordinadores del Grupo.
Quien fue rehén desarrolla sentimientos de «frustración, de abandono de un Estado que podría haber evitado la agresión sufrida, y deseos de venganza» contra los reclusos, destacó Santos, un agente penitenciario que se especializó en la seguridad en el trabajo adaptada al sistema carcelario.
La primera reacción es el deseo de cambiar de ciudad, de empleo, de vida. El retorno al trabajo lleva tiempo, en general entre 90 y 180 días, pero hay algunos casos más graves, en los que no se logra reanudar las actividades normales después de seis meses o un año de tratamiento.
«Pérdida de memoria, pesadillas, dificultades para dormir, sobresaltos, recuerdos constantes de lo ocurrido» son síntomas que perduran, observa Santos.
El Grupo de Acogida, compuesto de 50 voluntarios entre médicos, psicólogos, asistentes sociales y otros profesionales del sistema penitenciario, busca valorizar a las personas y recuperarlas para el trabajo.
«Ganamos todos», la administración penitenciaria que necesita funcionarios capacitados y los trabajadores que hoy disponen de escasas alternativas de empleo estable y de «remuneración razonable», concluye Santos.