Se dice que Ciudad Bolívar, tendida sobre los cerros del sur de Bogotá, debe su nombre a la breve estancia del libertador Simón Bolívar en una casa de la zona, tras escapar de un atentado en 1828. Hoy es uno de los epicentros del fracaso de la desmovilización paramilitar promovida por el presidente de Colombia, Álvaro Uribe.
Algunas fuentes indican la presencia de unos ocho grupos paramilitares ultraderechistas con diferentes dinámicas en Ciudad Bolívar y en el aledaño Altos de Cazucá, municipio de Soacha.
Al menos tres son "hijos" del bloque de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que comandaba el narcotraficante Miguel Arroyave, muerto en septiembre de 2004 presuntamente por sus propios hombres, mientras negociaba su desmovilización con el gobierno.
El funcionario Roberto Sicard, de la Defensoría del Pueblo (ombudsman), distingue tres grupos remanentes de las AUC, del Bloque Central-Santander y de lo que queda del Bloque Capital en el paupérrimo Altos de Cazucá, de unos 50.000 habitantes, de los cuales 17.000 llegaron aquí desplazados por la guerra civil.
Sicard es coordinador del proyecto Casa de los Derechos, casi la única presencia del Estado en Altos de Cazucá, una zona marcada por el estigma a la que el agua llega apenas dos horas por semana merced a un servicio que presta Bogotá.
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Otras fuentes sostienen que estos grupos se dedican a amenazar y asesinar a líderes comunitarios, al reclutamiento más o menos forzado de jóvenes (el desempleo constituye un aliciente), a la "limpieza social" de presuntos delincuentes y al cobro de "impuestos" a comerciantes y transportistas.
También funcionan aquí laboratorios de cocaína, el sustento del viejo conflicto armado de este país.
Además, afirman esas fuentes, están los "pseudo-paras", que operan bajo "franquicias" de las AUC o se ofrecen para alquilar sus servicios criminales al mejor postor.
"Creo que en Colombia no se mata por ideología, sino por hambre o por poder", dijo Sicard a una veintena de periodistas sudamericanos que visitamos la zona a mediados de este mes.
En Ciudad Bolívar el conflicto "se expresa en las redes de informantes (promovidas por la fuerza pública), el control paramilitar y el cobro de 'impuestos'", sostuvo Michael Jordan, director de la oficina regional para América Latina de la organización no gubernamental alemana Diakonia, que asiste a la población en situaciones de desastre.
Se generan "continuamente amenazas, asesinatos selectivos", pero sin la expresión del enfrentamiento militar clásico, explicó Jordan.
Un hombre de 40 años, presidente de una junta comunal de Cazucá cuya identidad se reserva IPS, relató que él y otros 13 líderes comunitarios habían sido amenazados de muerte por grupos ilegales. "El 30 de mayo me agredieron con armas punzantes y me dijeron que debía irme de la zona".
"Hay miedo. Pensamos mucho sobre si hacer la denuncia en conjunto y al final decidimos que era más seguro hacerla por separado", añadió.
"No queremos ser conejillos de Indias de estas organizaciones, por eso acepto hacer esta denuncia", dijo el hombre, ex militante del partido izquierdista Unión Patriótica, exterminado a tiros.
"Nosotros" no queremos nada "con los políticos. Por el clientelismo nos dan un mercadito (la compra diaria de alimentos) a cambio de votos", sostuvo.
Este mes, varias voces denunciaron asesinatos y desapariciones frecuentes en la zona sur de Bogotá. Los cadáveres no siempre aparecen, y se cree que son arrojados al cercano Rincón del Lago.
Denunciar los atropellos o delitos a las autoridades es casi imposible. El puesto policial más cercano está a 20 minutos en automóvil. Pero, además, algunas fuentes señalan "nexos aparentes" de los criminales con suboficiales de la policía.
En su primer mandato, iniciado en 2002, Uribe negoció con las AUC una desmovilización bajo un marco legal que habilita el perdón de muchos crímenes cometidos por estas milicias, en su momento autoras de 80 por ciento de las violaciones a derechos humanos, según la Organización de Naciones Unidas (ONU).
Antes de que se iniciara el proceso, los paramilitares se medían en menos de 5.000 integrantes. Hoy las autoridades hablan de 32.000 desmovilizados y de unas 17.000 armas entregadas. Mientras, la prensa, analistas y activistas de derechos humanos ya mencionan la existencia de una tercera generación de estos grupos ilegales.
Ciudad Bolívar y Altos de Cazucá, separados apenas por una calle, son también el precario hogar de decenas de miles de campesinos que escapan del conflicto armado en casi cualquier parte del país y llegan a la capital en busca del Estado que los proteja.
Aquí se encuentran con las mismas amenazas que quisieron dejar atrás —junto con sus casas, sus predios y su sustento— más la pobreza y el abandono.
Según un relevamiento de 1993, en Ciudad Bolívar residen 713.000 personas en 252 barrios, 50 de ellos ilegales, que se van formando sobre las zonas más altas de los cerros. Estimaciones más recientes hablan de más de un millón de habitantes. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), allí viven unos 100.000 desplazados.
Belfa Marín, de 37 años, llega agitada con dos de sus hijos a la Casa de los Derechos, financiada por la ONU. Llora sin lágrimas porque el gobierno cerró la policlínica que atendía hasta este mes a unas 10.000 personas, con un promedio de 1.050 consultas al año.
La Casa de los Derechos ofrece asesoría legal y servicios de educación y salud, así como proyectos productivos para la población desplazada.
Marín busca papel para recoger firmas contra el cierre de la policlínica. "¿Por qué nos van a quitar de aquí? Yo he depositado confianza en los doctores", dice presa de indignación. Tres años atrás, abandonó su pequeña finca en Vista Hermosa, en el central departamento del Meta, con su marido, sus tres hijos, su cuñado y una sobrina. Allí actuaban las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Primero marcharon a la aldea de San Juan de Arama, un poco más al norte, pero allí se encontraron con los paramilitares.
A Marín le cuesta dar detalles y nombres. De volver no quiere ni hablar, aunque aquí vive en la miseria.
La zona de Ciudad Bolívar y Altos de Cazucá fue décadas atrás territorio de apoyo logístico de las FARC, pero pasó luego a manos de los paramilitares, que proliferaron desde los años 80.
En alguna fachada se ven leyendas como "AUC presentes".
Las viviendas son casi siempre de ladrillos. En las zonas más bajas de Ciudad Bolívar se rodean de pequeños jardines y las calles están asfaltadas, hay luz y agua. Todo empeora a medida que se asciende. Las cañadas con aguas servidas corren a la vera de los caminos y las viviendas se vuelven más precarias, al tiempo que el verde desaparece.
Los desplazados recién llegados se instalan cuesta arriba. El trámite para conseguir asistencia del Estado (un monto total equivalente a unos 200 dólares por un máximo seis meses) puede demorar dos meses o más. Por eso es muy común verlos pidiendo limosnas en los semáforos.
Eso fue lo primero que le tocó hacer a Germán Luna, ahora presidente de la asociación de desplazados "Semillas de Esperanza", con unas 350 familias.
Luna ha reunido a alrededor de 50 madres y sus hijos en un espacio que oficia de comedor en el sector de Santa Viviana, un vecindario ilegal de Ciudad Bolívar, que por serlo no tiene agua, luz ni teléfono. Hoy no hay almuerzo. Han esperado pacientemente la llegada de los periodistas para denunciar lo que viven.
Luna dirige el comedor "Lunitas de Amor". Con arroz, lenteja, aceite y panela —donados por el Programa Mundial de Alimentos a través de la alcaldía bogotana— se las ingenia para ofrecer una comida diaria a 417 niños.
"Vivimos de la caridad", dice Luna. "Aquí no hay trabajo, y el reasentamiento es una mentira del Estado. No hay seguridad para retornar", afirma. En septiembre de 2001, su esposa y otras 17 personas fueron asesinadas en Montes de María, en el nororiental Sucre. Luna partió entonces junto a sus hijos, hoy de siete y ocho años.
Uno de ellos, sonriente, se acerca con un papel en blanco. "Póngame su nombre y su teléfono", me pide. Mientras escribo, le digo que vivo muy lejos, en Uruguay. "No importa, si usted me deja, igual me voy caminando hasta allá".
Cuando los periodistas se marchan, una joven se presenta con su beba en brazos. La pequeña está afiebrada. La madre pide "un autógrafo" en la suela del zapatito impecablemente blanco. "Es para cuando ella sea grande y yo le cuente que ustedes estuvieron acá", dice.
Cabría esperar que, para entonces, la guerra colombiana haya terminado.
"Estamos muy lejos del fin del conflicto y del paramilitarismo, que es el asesino ilegal al lado de la fuerza pública. Han cambiado de nombre con los años: antes eran sicarios, luego AUC y ahora, veremos…", suspira Jordan.