El gobierno de George W. Bush presiona a las autoridades de Iraq pertenecientes a la mayoría chiita para que dejen la seguridad interna en manos del ejército de ocupación de Estados Unidos.
Washington está preocupado pues, debido al poder político que conquistaron en las tres elecciones realizadas este año, los partidos chiitas, con fuertes vínculos con Irán, controlan el gobierno y diversos ministerios, como el del Interior.
El dominio chiita sobre este ministerio determinó un respaldo oficial a la violencia contra la minoría sunita. Buena parte de la insurgencia contra la ocupación se origina en esa comunidad, que dominó el gobierno iraquí hasta la caída del presidente Saddam Hussein en 2003.
Las autoridades chiitas, empero, están decididas a mantener el control del aparato represivo del Estado, como garantía contra todo posible intento de restauración del gobierno laico del partido Baath, al que pertenecía Saddam Hussein.
El giro en la política de Estados Unidos comenzó a mediados de noviembre, cuando el gobierno cuestionó públicamente al primer ministro iraquí Ibrahim al-Jaafari al conocerse la existencia de centros de tortura clandestinos en varios puntos de Bagdad, dirigidos por funcionarios chiitas del Ministerio del Interior.
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Pero tanto el comando del ejército de Estados Unidos como la embajada de ese país en Iraq tenían conocimiento de estos centros de tortura desde hacía varios meses, según indican informes gubernamentales.
El mayor retirado y médico del ejército estadounidense John Stukey dijo al diario Christian Science Monitor que antes de abandonar Bagdad en junio, él y la policía militar habían visitado estos establecimientos de detención.
Stukey y su equipo elevaron un informe según el cual habían encontrado evidencias de tortura y maltrato a prisioneros. Estaban involucrados funcionarios de toda la cadena de mando.
Pese a la existencia de este informe, Washington guardó absoluto silencio al respecto.
El ejército de Estados Unidos, sin embargo, llevó a cabo una redada en un centro de detención del Ministerio del Interior en el suburbio de Jadriya el 13 de noviembre.
El comando del ejército y la Embajada estadounidense en Iraq redactaran una inusual declaración conjunta en la que afirmaban que la existencia de ese centro de tortura era "totalmente inaceptable".
La Embajada luego utilizó la evidencia de tortura en estos centros para exigir públicamente a los partidos chiitas que se retiraran de los principales órganos de seguridad del Estado.
El 17 de noviembre, la Embajada de Estados Unidos declaró: "Las fuerzas de seguridad de Iraq no deben ser controladas ni dirigidas por milicianos ni grupos sectarios. Tampoco otros ministerios y dependencias del Estado".
Los gobernantes chiitas creen que Washington pretende reducir el poder de la mayoría parlamentaria controlada por la Alianza Iraquí Unida (AIU) y elevar el del ex primer ministro interino Ayad Allawi, un chiita laico y ex miembro del Partido Baath que colaboró durante mucho tiempo con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) estadounidense.
Ya en agosto, el primer ministro Jaafari y otros dirigentes informaron a miembros del principal partido chiita, el Consejo Supremo para la Revolución Islámica en Iraq (CSRI), que Estados Unidos se disponía a paralizar el gobierno para volver a instalar a Allawi en el poder tras las elecciones de diciembre.
Cuando Allawi ocupó el cargo de primer ministro interino entre 2004 y 2005, se enfrentó con los líderes chiitas más combativos, que pugnaban por una "desbaathificación" total de la política y que secretamente recurrían a Irán para financiar el CSRI y entrenar las fuerzas paramilitares Badr.
Antes de las elecciones de enero, Hazim al-Shaalan, ministro de Defensa durante la administración de Allawi, se refirió públicamente a la Alianza Iraquí Unida como "la lista de Irán".
El gobierno de Estados Unidos compartía la opinión de Allawi acerca de la intervención encubierta de Irán en la política de Iraq, pero prefirió no hacer comentarios públicos al respecto para ahorrarle el escándalo al flamante gobierno.
En una obvia referencia al vínculo entre el régimen islámico iraní y políticos chiitas iraquíes, la secretaria de Estado (canciller) estadounidense Condoleezza Rice deploró en mayo "la indebida influencia en el país" de Teherán "a través de vías que no son transparentes".
Unos días antes de las elecciones parlamentarias de diciembre, —la tercera convocatoria a las urnas de este año— un alto funcionario de EEUU formuló el asunto por primera vez de una manera abierta y explícita.
El general George W. Casey se quejó, entrevistado por la cadena estadounidense de periódicos Knight-Ridder, que los iraníes ponían "millones de dólares en el sur de Iraq para influir en las elecciones".
Ese dinero, según Casey, se canalizaba a través de organizaciones caritativas, pero también hacia las milicias Badr y partidos políticos.
El militar también aseguró que gran cantidad de miembros de Badr ingresaron en el ejército iraquí y la policía. "Son la gente de ellos", dijo.
En el mismo momento en que se desarrollaba la campaña hacia las elecciones parlamentarias del 15 de diciembre, Zalmay Khalilzad, ex asesor de Bush y actual embajador en Iraq, indicó claramente que Washington pretendía un mejor reparto del poder en el gobierno.
"Como ningún partido obtendrá la mayoría, será preciso construir un gobierno de coalición con una amplia base", se arriesgó a pronosticar Khalilzad.
Al parecer, la Embajada esperaba que la gobernante Alianza Iraquí Unida, liderada por el clérigo Abdul-Aziz al-Hakim, obtuviera muchos menos escaños y Allawi bastante más de los que obtuvieron.
Esa situación habría forzado a los partidos chiitas a negociar la formación de una coalición de gobierno que incluyera a Allawi y a representantes de partidos sunitas.
Pero el resultado electoral dejó a Allawi fuera de las negociaciones.
El 19 de diciembre, cuatro días después de las elecciones, Khalilzad volvió a insistir acerca de la determinación de Estados Unidos de forzar al liderazgo del CSRI a desistir de controlar los órganos de seguridad del gobierno.
"No se puede tener a alguien sectario como ministro del interior", dijo.
La última carta que le resta jugar a Khalilzad es la de la minoría kurda del norte.
La AIU necesitaría el apoyo de los kurdos para formar un nuevo gobierno, y los kurdos, cuya alianza militar con Estados Unidos es una cuestión estratégica de vital importancia, exigirán la inclusión de sunitas en el gobierno.
"Sin los partidos sunitas no habrá un gobierno consensuado, y sin consenso no habrá unidad, y sin unidad no habrá paz", dijo el domingo, en una reunión con Khalilzad, el presidente del gobierno de transición y dirigente kurdo Jalal Talabani.
Los negociadores kurdos seguramente también insistirán en que los chiitas entreguen el control del Ministerio del Interior.
La última vez que la AIU intentó formar un gobierno, luego de las elecciones parlamentarias de enero, las condiciones impuestas por los kurdos prolongaron tres meses las negociaciones.
La estrategia de negociación de los kurdos se complementó perfectamente con el esfuerzo de Estados Unidos de presionar a las autoridades chiitas para que permitieran a ex miembros del Partido Baath ocupar cargos importantes en el ejército y el Ministerio del Interior.
Cuando los líderes del CSRI se rehusaron, el gobierno de Bush cedió para evitar una crisis política. Esta vez, sin embargo, lo que está en juego es mucho más.
Si la violencia religiosa empeora, la Casa Blanca se arriesga al colapso de su apoyo político al gobierno de Iraq, pues ya anunció que no aceptará la continuación del statu quo.
Para las autoridades chiitas, la presión de Estados Unidos para que compartan el poder con laicos o sunitas —especialmente en materia de seguridad interna— resulta urticante.
Si Abdul Aziz al-Hakim y otros dirigentes del CSRI se ven obligados a escoger entre la protección del ejército de Estados Unidos y su permanencia al frente del gobierno, se inclinarán por aferrarse al poder.
Podrían contrarrestar la presión estadounidense advirtiendo que si Washington persiste en su esfuerzo por interferir en cuestiones políticas delicadas exigirán un cronograma para la retirada de las tropas de ocupación.
No sería una amenaza totalmente infundada. En octubre, el ayatolá Alí al-Sistani consideró formular un reclamo en ese sentido, dijeron algunos de sus cercanos colaboradores.
La consecuencia lógica de exigir una retirada rápida de Estados Unidos sería, para los líderes chiitas, recurrir abiertamente a Irán en busca de ayuda financiera y hasta militar, en concordancia con la orientación fundamental de su política exterior.
La estrategia del gobierno de Bush de presionar al gobierno chiita puede terminar escapándosele de las manos y resultar en otro desastre político en Iraq y en todo Medio Oriente.
(*) Gareth Porter es historiador y experto en políticas de seguridad nacional de Estados Unidos. "Peligro de dominio: Desequilibrio de poder y el camino hacia la guerra en Vietnam", su último libro, fue publicado en junio.