Las consecuencias del desastre nuclear de la planta ucraniana de Chernobyl, ocurrido en 1986, requieren nuevas medidas paliativas que el gobierno ucraniano se dispone a adoptar.
Víctimas de ese accidente, el más devastador que se conoce entre los relacionados con material radiactivo, se reunieron el 26 de abril en Kiev para conmemorar el 19 aniversario del desastre y demandar más apoyo estatal.
Por otra parte, las autoridades afrontan la necesidad de aumentar las medidas de seguridad en torno a la central nuclear, 175 kilómetros al norte de Kiev, donde una serie de incendios y explosiones causó la dispersión de material radiactivo sobre Europa occidental y oriental, especialmente en la propia Ucrania, Belarús y Rusia, que en aquel tiempo eran parte de la Unión Soviética.
El presidente Viktor Yushchenko prometió en el aniversario que en no más de 30 días estaría elegido un proyecto de nueva estructura de protección de la planta (también llamada sarcófago), para cubrir la instalada poco después del accidente, pero esa decisión se ha postergado porque está en juego un costo de 1.100 millones de dólares.
El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Kofi Annan, ha sostenido que la comunidad internacional debe brindar el apoyo económico necesario a las víctimas, pero no en forma de mayores compensaciones individuales, como demandaron los manifestantes en Kiev, sino mediante programas para asistir a las comunidades traumatizadas por Chernobyl para que recuperen autosuficiencia.
En la misma línea que Annan, audiencias parlamentarias realizadas el 12 de abril indicaron un giro en las políticas sociales ucranianas para las víctimas, que mantienen la asignación directa de recursos para las personas más afectadas por el accidente, pero tienden a reemplazarla con apoyo a iniciativas productivas en los demás casos.
La mayor parte de las víctimas estuvieron entre los llamados liquidadores, cerca de medio millón de personas procedentes de unidades militares en lo que entonces era la Unión Soviética, que en los días y semanas posteriores a la explosión trabajaron para controlar el fuego y construir el primer sarcófago, y estuvieron por ello en contacto con material muy radiactivo.
Los esfuerzos de esas personas, que en su mayoría trabajaron mal equipadas y sin conocer los riesgos que corrían, ayudaron a evitar daños mucho más catastróficos, incluyendo una explosión nuclear de grandes proporciones, que podría haber vuelto inhabitable gran parte de Europa. Ese gran servicio a la humanidad resultó fatal para miles de ellos, y dejó graves secuelas en muchos otros.
La incidencia de cáncer entre los liquidadores es mayor que en el promedio de la población, según varios estudios. Su situación podría ser relativamente mejor si las autoridades soviéticas no hubieran eliminado, por razones políticas, registros que indicaban el nivel de radiación al que estuvieron expuestos, privándolos de información en la materia.
No vieron nada que los asustara mucho en Chernobyl, pero con el paso del tiempo la salud de muchos de ellos comenzó rápidamente a empeorar, dijo a IPS el director científico del Instituto de Sociología de la Academia Ucraniana de Ciencias, Yuri Sayenko.
Algunos no han sufrido consecuencias, incluso entre quienes reanudaron su trabajo en la central nuclear cuando ésta fue reactivada en noviembre de 1986, pero muchos otros están convencidos de que sufrirán el resto de sus vidas, hasta que la radiación cause finalmente su muerte y quizá también las de sus hijos.
Otra cara de la tragedia son los cientos de miles de personas que debieron abandonar hogares cercanos al sitio del accidente. Las autoridades ucranianas dividieron la zona contaminada en tres partes, y establecieron que es ilegal residir en la más afectada, pero aún hay personas que viven allí.
Estaba previsto reubicar a los residentes en la segunda zona, pero eso nunca se llevó a cabo por insuficiencia de recursos. A los que vivían en la tercera zona sólo se les aconsejó trasladarse. Unos y otros son los principales destinatarios de un programa de promoción de la autosuficiencia lanzado por la ONU hace dos años.
Esa gente vive moribunda, donde nada ocurre, y no hay desarrollo ni perspectivas, comentó Sayenko.
Muchas víctimas están convencidas de que el gobierno debería atender todas sus necesidades, y recientes encuestas entre ellas indicaron que por lo general carecen de interés en el desarrollo de infraestructura social, educativa y económica.
Es especialmente malo que niños y jóvenes crezcan en una atmósfera de desesperanza. Allí no hay interés en el desarrollo, sino solamente en mantener lo que se tiene, apuntó Sayenko.
Unas 130.000 personas que fueron reasentadas también tuvieron problemas. Las autoridades soviéticas les entregaron nuevas viviendas y tierras, y les garantizaron asistencia financiera y sanitaria, pero no les dieron empleos, y eso complicó su integración a nuevas comunidades.
Las tensiones se exacerbaron por el ocultamiento de información sobre el desastre nuclear y sus consecuencias por parte del antiguo régimen. Sus nuevos vecinos no entendían por qué recibían tantos beneficios, que parecían privilegios, e incluso los niños tuvieron dificultades para hacer amigos en las escuelas.
De todos modos, la mayoría de los jóvenes lograron adaptarse, mientras muchos de sus mayores viven hasta hoy añorando hogares a los que no pueden regresar.
Unos mil agricultores de la zona afectada nunca la abandonaron, o regresaron a ella poco después de la tragedia. De ellos sobreviven 450, que no parecen temer a la radiación. Pero otras personas les tienen miedo.
Esos residentes en zonas de alto riesgo mantienen escaso contacto con el resto de los ucranianos, salvo cuando viajan una vez por semana a Kiev u otras grandes ciudades, para vender hortalizas que muchos no compran por temor a que estén contaminadas.
Ese miedo se refuerza porque, pese a que el gobierno ha establecido varios controles para certificar la seguridad de los vegetales cultivados en Chernobyl, es frecuente que los residentes allí los burlen.
Hasta 1998, esos agricultores vivían sin servicios médicos, comercios ni energía eléctrica, sólo ayudados por algunos funcionarios caritativos de la zona.
Desde entonces, su situación ha mejorado, ya que el Estado les brinda energía eléctrica y chequeos de salud, y les ha ofrecido acceso a la compra de mercaderías. Pedro vivir en una zona de exclusión significa inevitablemente escaso contacto con el mundo exterior.
Paryshiv, una aldea a pocos kilómetros de la planta nuclear de Chernobyl, tenía antes del accidente unos 500 habitantes, y hoy quedan 14. Las ramas de los árboles han invadido las viviendas abandonadas a través de ventanas rotas, los viejos senderos fueron cubiertos por vegetación, y muchos patios se han hecho indistinguibles del bosque que rodea el lugar.
Allí vive Maria, llena de energía a sus 76 años, que abre su casa y ofrece vodka casero a cualquiera que esté dispuesto a hablar con ella. Su hijo fue uno de los liquidadores, y murió el año pasado debido a una enfermedad hepática.
No es fácil vivir sin vecinos, pero no estaría menos sola en Kiev, dijo a IPS. (