Una gitana fue de puerta en puerta pidiendo agua y se la negaron. A partir de entonces, esta ciudad de la oriental provincia cubana de Holguín vivió bajo una maldición: cada vez que algo bueno fuera a ocurrir, sería destruido por la lluvia.
La historia cambió de repente la penúltima semana de este mes. Tras más de un año de intensa sequía, con los campos quemados y los pozos casi secos, Gibara recibió feliz la lluvia que pretendía aguar la apertura del III Festival Internacional del Cine Pobre.
Los fuegos de artificio, quizás los más bellos que se hayan visto en Cuba, alumbraron la noche a pesar del agua que caía del cielo. Realizadores, actores, artistas varios y los habitantes de llamada villa blanca contemplaban el espectáculo como si fuera un acto de magia
La maldición se convirtió en la bendición de la gitana. Cambió todo a partir de ese momento, dijo el cineasta cubano Humberto Solás, principal promotor de la cita que ha cambiado la vida de la ciudad situada a unos 750 kilómetros de La Habana.
Solás, Solás, de Gibara no te vas, coreó la población del lugar que acudió en masa al desfile inaugural del festival la noche del lunes 18. Algunas personas alumbraban la caravana con antorchas y otras se iban sumando a su paso.
El cambio en el destino de la leyenda confirmó lo que Solás, Premio Nacional de Cine 2004 y director de películas como Lucía y Un hombre de éxito, descubrió hace unos años cuando filmó en esta localidad Miel para Ochún: en Gibara lo imposible se vuelve posible.
Así surgió en 2003 el Festival Internacional de Cine Pobre, que tiene como objetivo promover el uso de las nuevas tecnologías digitales en la realización cinematográfica de bajo presupuesto, pero no por ello de baja calidad artística.
Según Solás, la fiesta del cine alternativo, que se extenderá hasta el próximo domingo 24, se ha consolidado como una ventana abierta a la democratización de la cinematografía de los humildes, al desafío de libertad y de justa transgresión.
Este podría ser el camino del retorno del cine arte o el cine de autor que se vio aplastado en las últimas décadas bajo el avance de las cinco o seis grandes productoras que monopolizan estudios, laboratorios y distribuidoras en el mundo.
El apego de los realizadores al 35 milímetros que garantiza una imagen de calidad y a la magia comunicativa de las grandes salas de cine parece ceder ante la realidad de que es mejor hacer cine digital a no hacer cine.
La diferencia está entre presupuestos millonarios, altamente dependientes, a costos que pueden oscilar alrededor de los 5.000 dólares estadounidenses. La cámara es la misma que se inventó para que los aficionados filmaran bodas y cumpleaños.
El concepto de cine pobre va acompañado de la libertad creadora. Permite liberarte de todas las ataduras que significa para cualquier cineasta sentarse a conversar con las grandes empresas productoras, es un acto de emancipación, dijo Solás.
En tanto, el fotógrafo español Porfirio Enríquez reconoció que no ama apasionadamente el digital pero que este formato ha significado la posibilidad de sobrevivencia de una cinematografía en un contexto de extrema pobreza.
Gibara es la única vía posible, pero yo sigo defendiendo la gran sala, dijo por su parte Jacques Louseleux, miembro fundador de la Cooperativa de Cine Independiente de Francia, que pretende llevar el Festival de Cine Pobre a Europa.
Mientras la polémica sigue entre defensores y detractores, la vida está demostrando la posibilidad del uso de las nuevas tecnologías en el cine. Unos 500 materiales de alta calidad artística se incluyen en la programación del actual festival.
El pasado año, creció la producción cinematográfica en Argentina, Bolivia, Cuba, Guatemala y Ecuador, países que no podrían haber enfrentado ese reto de haberse propuesto hacerlo en celuloide, según los participantes en el encuentro.
La principal polémica se centra entre la opción de grabar en digital para después pasar a 35 milímetros o, sencillamente, mantener la obra en formato digital para facilitar su distribución a través de redes alternativas.
Una enriquecedora experiencia fue presentada por Stefan Kaspar sobre el trabajo en Perú del grupo Chasqui que pretende aplicar el sistema digital al punto más débil del cine latinoamericano: la distribución y la exhibición.
La propuesta consiste en la creación de una red de microcines, de construcción y manejo propio. Si el costo de una pantalla de cine se estima en 400.000 dólares en el mundo de hoy, una sala para la reproducción digital se instala con apenas 2.500.
Para demostrarlo, el grupo Chasqui realizó en 2004 una muestra itinerante por 25 comunidades de la costa y la selva de Perú y este año tiene una programación en microcines que alterna la producción nacional de ese país con la de otros de la región.
Tras casi 20 años de búsqueda y sobre todo de aprender cómo no se puede entrar al mercado con un cine latinoamericano sobre la diversa realidad latinoamericana, Kaspar estima que la irrupción de la era digital ha cambiado todo el panorama.