CUBA: La triste intolerancia

La muerte del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante removió polémicas sobre la política cultural del gobierno de Fidel Castro, la censura a la diferencia y los tristes caminos de la intolerancia.

La noticia del fallecimiento, el 21 de febrero en Londres, del autor de ”La Habana para un infante difunto” (1979), a los 75 años de edad, llegó acompañada de elogios y de críticas a su radical postura anticastrista durante 40 años de exilio.

”Cabrera Infante logró la concreción artística de un lenguaje propio, el 'habanero literario'”, que irradia hacia las generaciones posteriores como una ganancia y un precedente impostergable”, dijo a IPS el escritor cubano Leonardo Padura.

Pero la relación del Premio Cervantes 1997 con la cultura de la isla fue traumática, añadió Padura, autor de ”Máscaras” (1997) y ”La Novela de mi vida” (2001).

”Los escritores de mi generación, muchos de los cuales sentimos devoción por la obra de Cabrera Infante, éramos gente despreciada por él, al menos así lo expresaba públicamente, por el único hecho de vivir en la isla”, y ”con independencia de lo que escribiéramos y cómo lo escribiéramos”, aseguró el escritor, de 49 años.

Reporteros e intelectuales de diversos países afirmaron que la obra del difunto está prohibida en Cuba, que sus libros circulan clandestinamente y que leerlos puede llevar a la cárcel. El escritor sostenía lo mismo, pero Daniel García, director de la editorial estatal Letras Cubanas, asegura que ”Guillermo Cabrera Infante en realidad se autoprohibió para los lectores cubanos”, al negarse a ser publicado en la isla.

Cabrera Infante afirmó en 2003 que un ama de casa había sido detenida y multada por ”tener propaganda subversiva”: un ejemplar de ”La Habana para un infante difunto”.

”Eso le pasa ahora a mi lector natural, gente que debe leerme en el interior más oculto y cubrir mis libros con papel de periódico o portadas de revistas cubanas”, aseguró el autor de ”Tres tristes tigres” (1963) y ”Mea Cuba” (1992).

”Mis libros están prohibidos en la Cuba de Castro desde 1965, que fue cuando salí de Cuba. Se han cotizado en el mercado negro a los más diversos precios: diez latas de leche condensada, por dólares, y circulan en una suerte de samizdat cubano”, abundó.

Samizdat es una palabra rusa que designa a las ediciones clandestinas desde la época de los zares.

En la otra acera, fuentes oficiales cubanas e intelectuales radicados en la isla reconocieron los valores de la obra de Cabrera Infante y, al mismo tiempo, lamentaron los efectos de lo que él mismo llamó su ”castroenteritis aguda”.

El escritor no quiso aparecer en una antología de cuentos cubanos del siglo XX editada por Letras Cubanas en 1999. La negativa quedó explícitamente comentada en la introducción al volumen, del escritor Alberto Agrandes.

Ante la imposibilidad de reproducir ”Tres tristes tigres” y ”La Habana para un infante difunto”, por negativa del autor, se adquirieron ejemplares en el extranjero para bibliotecas públicas, según el ministro de Cultura, Abel Prieto.

La polémica, sin embargo, marca un antes y un después y va más allá del caso de Cabrera Infante.

Los cambios que se produjeron en la política cultural a finales de los años 80 e inicios de los 90 tendieron a reconocer a ”la cultura cubana como un todo”, pero no pudieron borrar el pasado.

Hasta ese momento, el distanciamiento de la revolución o el simple acto de emigrar había convertido en innombrables a personalidades como la cantante Celia Cruz, la antropóloga Lydia Cabrera o el escritor Severo Sarduy.

De acuerdo con Padura, desde el siglo XIX la cultura cubana vivió como un drama ”la dispersión de sus figuras creadoras por los más disímiles puntos del planeta”. Tal fue el caso de los poetas José María Heredia y José Martí, o del pintor Wifredo Lam.

Pero no fue hasta poco después del triunfo de la revolución encabezada pro Fidel Castro, en 1959, que la polarización radical de los intereses políticos, signada por el conflicto entre Cuba y Estados Unidos, enfrentó como enemigas a la cultura ”de adentro y de afuera”.

La ”prohibición” de la cultura cubana del exilio, que no quedó plasmada en ningún documento legal conocido, operó de hecho contra cualquier referencia a ella en medios de comunicación. Autores como Cabrera Infante fueron excluidos hasta de diccionarios especializados.

Aun hoy, más de diez años después del inicio de la llamada ”apertura cultural”, los medios de comunicación o las personas encargadas de redactar y hacer circular las noticias evitan mencionar algunos nombres.

Tal es el caso de los máximos exponentes de la generación de los 80 en la plástica cubana que viven fuera de la isla. Los cuadros de Tomás Sánchez, por ejemplo, siguen exponiéndose, pero su nombre no se menciona en la televisión ni en la prensa.

No pocas personalidades de la cultura que abandonaron el país por oponerse a la política de la revolución asumieron, una vez en el exilio, posiciones tan o más intolerantes que aquellas de las que fueron víctimas.

Si para los medios oficiales cubanos toda posición disidente es enemiga, para sectores de la comunidad cubana emigrada vivir en la isla es sinónimo de ser ”agente de Castro”, oficialista o, al menos, ”una oveja más del rebaño”.

Para los defensores de esta tendencia, en Cuba no hay literatura, música, artes plásticas ni ninguna otra creación con verdadero valor artístico o independiente. El valor lo otorga como por encanto la opción por el exilio.

En no pocos casos, el extremismo y el oportunismo se dan la mano. Intelectuales y artistas que estuvieron muy cerca del poder, y hasta ejercieron como censores en la isla, emigran para convertirse a las posiciones contrarias más radicales.

En el caso específico de Cabrera Infante, ”el rencor y la política, asumidos por ambas partes, nublaron la realidad y casi llegaron a ocultarla, deformaron una relación natural hasta convertirla en un esperpento”, según Padura.

A su juicio, el binomio ”política y literatura” sólo funciona en dosis muy precisas. ”Cualquier alteración en las proporciones conduce al panfleto, a la devaluación del otro por razones extraliterarias, al odio y al resentimiento”, aseveró.

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