Por esa puerta pasaron más de 4.500 argentinos que no aparecieron nunca más, dijo el ex preso político Enrique Fukman. Muchos fueron llevados en aviones y lanchas para ser arrojados al mar, otros fueron dinamitados en un campo cercano de la Armada, o quemados en el horno de la panadería.
Así relató Fukman lo vivido en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Fue el momento más dramático del recorrido por sus instalaciones, el lunes, junto a un grupo de periodistas, incluida esta corresponsal de IPS.
Yo era el preso 252 y estuve seis meses y medio sin poder sacarme la capucha, dijo Fukman.
Ubicada en un barrio muy poblado de la capital argentina, la ESMA funcionó como el mayor centro clandestino de detención del último régimen militar argentino (1976-1983), al cual activistas atribuyen el asesinato o desaparición de 30.000 personas. Este jueves se cumplirán 29 años del golpe de Estado que le dio inicio.
Se calcula que en la ESMA estuvieron cautivos unos 5.000 secuestrados, de los cuales sobrevivieron alrededor de 300. Fukman es uno de ellos.
Capturado en noviembre de 1978, cuando tenía 21 años, fue liberado en febrero de 1980. Volvió a la ESMA 24 años después, en marzo de 2004, cuando el presidente Néstor Kirchner resolvió desalojar a la Armada de ese predio de 17 hectáreas en el que se yerguen una veintena de edificios.
El gobierno y organizaciones de derechos humanos propiciaron la apertura en ese lugar de un Espacio para la Memoria, que contendrá un museo en el edificio emblemático del casino de oficiales, donde se concentraban las actividades de represión. Pero aún no está resuelto el destino que se dará al resto de las instalaciones.
Los militares despejaron por ahora siete edificios de la línea frontal del conjunto, incluyendo el casino. Se trata de 25 por ciento de la totalidad del terreno, dividido ahora por un muro metálico: delante el área ya desocupada, y detrás el resto, donde todavía funcionan escuelas dependientes de la marina de guerra.
La zona recuperada es administrada por una comisión bipartita con representantes del gobierno nacional y de la ciudad de Buenos Aires, en consulta permanente con organizaciones de sobrevivientes de la represión y familiares de las víctimas, entre otras.
Daniel Schiavi, coordinador del Espacio para la Memoria, dijo a IPS que al recibir el primer conjunto de edificios, los escribanos detectaron que faltaban artefactos de luz, sanitarios, picaportes, cerraduras, equipos de aire acondicionado, calefones, estufas y otros bienes que estaban en el lugar apenas meses antes.
Para nosotros es fundamental recuperar todo el predio, porque el conjunto de la ESMA era un campo de concentración, aseguró Fukman.
Por ahora y hasta 2006, siguen ocupados la enfermería a la que eventualmente eran llevados los detenidos con grilletes, el taller donde se preparaban los vehículos utilizados en los secuestros, la imprenta en la que se falsificaban documentos y la temible panadería.
En cambio, quedó liberado el simbólico edificio de cuatro columnas con el nombre de la institución, y el casino de oficiales, donde estaban el sótano, la capucha, capuchita y la pecera, sitios clave del campo de concentración bautizados así por los propios militares que los utilizaban.
Una vez se atraviesa la puerta por la que pasaban los sometidos a traslados -entonces y allí eufemismo de asesinatos—, se ingresa a un sótano en el mismo gran edificio del casino en el que estaban los dormitorios con baños privados de los oficiales en actividad.
Allí funcionaba una sala de torturas por la que pasaban los recién llegados. A mí me detuvieron en la calle, me pusieron una capucha y me quemaron los brazos en el auto para que dijera quién vivía en la casa de la que acababa de salir, contó Fukman, secuestrado en un barrio de Buenos Aires.
Apenas llegó a la ESMA —encapuchado, desnudo y esposado—, fue atado a una cama metálica y torturado con picana eléctrica.
En los días siguientes se agregaron golpes, simulacros de fusilamiento y de ahorcamiento, y submarino, o introducción de la cabeza de la víctima en un tanque de agua mientras se la sujeta por los pies.
Luego Fukman pasó a la capucha, el último piso del edificio del casino en el que estaban confinados unos 200 prisioneros en cubículos en los que apenas cabía una colchoneta. Se les obligaba a mantener siempre el rostro cubierto, y un guardia impedía que hablaran entre ellos.
Después de cuatro meses, pasó a la sección capuchita, en la que permaneció 70 días. El lugar es muy similar al anterior pero más chico, y se accede a él por una escalera estrecha.
Allí funcionaba otra sala de torturas junto a una decena de celdillas desde las cuales prisioneros como Fukman, siempre encapuchados, oían los gritos desesperados de otros que pasaban por sesiones de tormentos.
En algún momento del día, se oían botas en las escaleras y enseguida las órdenes al primero. Ni siquiera preguntaban nada. Decían: 'parate', 'date vuelta' y ahí nomás empezaban los golpes, recordó Fukman. Yo deseaba que terminaran de una vez, pero cuando lo hacían me invadía la angustia de saber que empezaban conmigo.
Cada vez que los detenidos bajaban al baño, recibían una golpiza antes de subir a sus celdas. Aguantábamos para ir solo una vez por día, afirmó. A las mujeres no les pegaban, pero las violaban. Cada día, cuando bajaba al baño, Teresa era violada, precisa el hombre refiriéndose a otra detenida que no sobrevivió.
Guía improvisado del infierno, Fukman señaló cada lugar vacío, llenándolo con sus memorias.
Aquí llevaban a las mujeres que estaban por dar a luz, e indicaba dos cuartos vacíos con las paredes descascaradas. Esta era la sala de máquinas del ascensor que sacaron. Esta puerta no estaba, afirmó, cerrándola.
Con sus brazos, dibujó en el espacio los vidrios que alguna vez separaban a los prisioneros de la pecera, otro sector del campo, destinado a oficinas y un archivo periodístico con diarios y revistas de Argentina y del mundo. Algunos prisioneros eran obligados a trabajar en esa sección haciendo análisis.
Fukman cree imposible que algún miembro de la Armada ignorase lo que allí sucedía. Los prisioneros caminaban encapuchados y con grilletes por el casino, subían y bajaban las escaleras a pocos metros de las habitaciones de los oficiales y, a veces, eran sacados así a la intemperie rumbo a otro pabellón.
Fukman y otros centenares de detenidos fueron trasladados en 1979 a una isla del Delta del Tigre, en la desembocadura del río Paraná al norte de la capital, durante las semanas en que el régimen militar tuvo la visita de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos, que buscaba verificar las denuncias internacionales sobre violaciones de derechos humanos que perpetraba la dictadura.
La misión resultó en gran medida infructuosa, pues los militares se dedicaron mayormente a ocultar mejor sus crímenes.
El lugar de esa isla era un predio de la curia católica, dijo Fukman. Allí trabajamos como esclavos desmalezando el terreno, mientras los militares nos vigilaban con fusiles automáticos, recuerda.
Al volver a la ESMA, los prisioneros observaron cambios efectuados en las instalaciones para desorientar a la delegación procedente de Washington. Pero ninguna transformación pudo contrariar los recuerdos de Fukman y de otros involuntarios habitantes que sobrevivieron para contarlo.