Gustavo trabaja ocho horas diarias como guardia policial en un juzgado de la capital uruguaya y luego se dirige a un supermercado para completar su jornada laboral de 16 horas en un servicio de vigilancia, en ambos casos casi siempre de pie.
Tiene esposa y dos hijos, pero sólo puede verlos en su día libre, porque el resto de la semana sale de su casa a las seis de la mañana y vuelve a medianoche, exhausto. ”Mi vida familiar no existe”, dice con tristeza.
El sacrificio no le compensa económicamente, porque con los dos sueldos apenas supera los 9.000 pesos (unos 340 dólares), y esa cantidad no le basta para mantener a su familia, que vive con la suegra en el barrio obrero de La Teja.
El futuro no es nada promisorio, dado que el sistema de ascensos en la carrera de un policía subalterno es muy lento, y además el cambio de escalafón no implica ningún aumento significativo de salario. A los efectos de la jubilación, no se cuenta el ”servicio 222” o vigilancia contratada por privados, como la que Gustavo (nombre ficticio) realiza en el supermercado.
El guardia, de 31 años, buscó en la policía una solución laboral rápida y segura después de haber procurado en vano un empleo que le permitiera vivir en el septentrional departamento de Artigas, donde trabajó desde adolescente en la zafra azucarera y acarreando arena.
Con primer año de secundaria aprobado, entró en 1996 en la Escuela Departamental de Policía de Montevideo tras someterse a un examen médico y psicológico. Después de realizar un curso de tres meses, salió a la calle con su arma de reglamento y el grado de agente de segunda.
”Yo vengo de muy abajo, por eso tengo que aguantar”, dice. Además, prefiere su tarea actual al servicio de patrulla de emergencia, que es más riesgoso y en la práctica implica más horas de trabajo, según Gustavo.
Las condiciones de empleo y los mecanismos de selección y control de los policías pasaron al primer plano el 22 de noviembre, cuando un agente que custodiaba unos comercios de un conjunto de viviendas del barrio Malvín Norte, en Montevideo, disparó contra un grupo de adolescentes desarmados que festejaban un cumpleaños, matando a uno de ellos.
Según relatos de testigos, las víctimas, de 15 a 19 años, cantaban en el espacio común del complejo en el que vivían, cuando el agente se les acercó y les ordenó que se fueran a sus casas. Los jóvenes lo desafiaron, y el policía comenzó a disparar contra ellos. Santiago Yerle, de 18 años, murió, y los otros resultaron heridos.
El juez que actuó en el caso procesó al agente por seis delitos de homicidio, cinco de ellos en grado de tentativa.
El ministro del Interior, Daniel Borrelli, pidió perdón a la sociedad por lo ocurrido y afirmó que el policía actuó en un estado de ”enajenación mental”, aunque la pericia judicial posterior determinó que el agente no padecía ningún tipo de patología psiquiátrica.
En rueda de prensa un día después de los incidentes, el ministro señaló que nada en la foja de servicios del policía homicida hacía sospechar ”una conducta así”, y que ”sólo se realizan tests psicológicos cuando los legajos justifican hacerlo”.
Sin embargo, la evaluación psicológica rutinaria de los agentes sería una buena medida preventiva, opinó Susana Escames, directora del Departamento de Psiquiatría del Hospital Policial.
Escames indicó que el Ministerio del Interior tiene a estudio una propuesta para realizar ”controles psicológicos periódicos a los funcionarios policiales” que permitan ”una detección precoz de problemas psicológicos o trastornos psiquiátricos”, informó el diario El País el 24 de noviembre.
En cuanto al servicio 222, que miles de policías cumplen para complementar sus magros salarios, Borrelli y otras autoridades reconocen que es nefasto para la eficacia policial, pero señalan que es difícil eliminarlo porque forma parte esencial de los ingresos de los funcionarios.
Para el abogado Juan Faroppa, profesor de derechos humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República y ex director del Programa de Seguridad Ciudadana del Ministerio del Interior, la falta de recursos de la policía no es excusa para su falta de profesionalismo.
”Hay otras profesiones con salarios igualmente sumergidos, como en las áreas de la salud y la educación, donde no falta el profesionalismo”, dijo a IPS. A diferencia de éstas, los policías tienen un rezago muy grande en su formación, lo que no les impide portar y utilizar armas de fuego, observó.
Faroppa no cree que la policía uruguaya haga un uso indiscriminado y sistemático de la fuerza, como ocurría durante la dictadura militar (1973-1984), ni que sea ”de gatillo fácil, como en otros países de la región”, pero sí que muchas veces recurre a ”atajos” ilegales para resolver determinados problemas, en prácticas operativas que se transmiten de generación en generación.
Además, considera que la policía tiene por lo general una muy mala relación con los jóvenes, lo que llegó a un extremo en el caso del asesinato de Santiago Yerle.
Faroppa también criticó la forma de selección de las policías y afirmó que el servicio 222 atenta contra los derechos humanos de los agentes, además de representar un riesgo para la sociedad.
En Uruguay hay casi 27.000 policías, y 80 por ciento de ellos proceden de fuera de Montevideo. Unos 9.000 viven en situación de precariedad, según una encuesta realizada entre funcionarios del Ministerio del Interior.
El Frente Amplio, partido opositor de izquierda que ganó las elecciones de octubre y asumirá el gobierno el 1 de marzo, propuso crear un centro único de capacitación policial y aprobar una nueva ley orgánica para establecer con claridad la forma de ingreso, los ascensos, la distribución del personal y las condiciones de trabajo.
”Veremos qué pasa. Es la última esperanza que tenemos”, dijo Gustavo. (