Ante los atolladeros militares de Iraq y Afganistán, Estados Unidos eligió un sorprendente atajo político: aliarse con integrantes de los regímenes que derrocó por la fuerza en esos dos países.
La retirada política responde a la incompetencia o imposibilidad de los iraquíes y afganos pro-estadounidenses que Washington puso en el poder para conducir la transición hacia regímenes supuestamente democráticos..
Para pacificar y controlar Iraq, el administrador civil estadounidense Paul Bremer comenzó a incorporar al gobierno provisional a antiguos funcionarios del Partido Baas, del derrocado y demonizado Saddam Hussein.
Un general de la disuelta Guardia Republicana de Saddam Hussein está ahora al mando del Nuevo Ejército Iraquí en la ciudad de Faluya, bastión de la resistencia iraquí, donde debe mantener el control. Washington ofreció la ridícula excusa de que el general en cuestión, Jasim Mohamed Saleh, no había sido investigado adecuadamente antes de ser designado.
Pero lo importante es la política general: confiar en miembros del Baas para hacerse cargo de la nueva administración.
Los promotores del presidente Hamed Karzai en Afganistán han tenido una experiencia similar. La incapacidad del mandatario impuesto por Estados Unidos para actuar o aun aparecer como un jefe de gobierno se volvió obvia demasiado pronto.
Karzai, promovido al poder por Washington tras el derrocamiento del grupo extremista islámico Talibán, a fines de 2001, procura ahora la cooperación de talibanes moderados para conducir el país, en especial para contener la influencia de señores de la guerra de la antigua Alianza del Norte.
Parece haber quedado en el olvido que Estados Unidos se alió con la opositora Alianza del Norte para derrocar en noviembre de 2001 al gobierno Talibán, al que acusaba de proteger al saudí Osama bin Laden, presunto autor intelectual de los atentados del 11 de septiembre de ese año en Nueva York y Washington.
El propósito declarado de la guerra contra Afganistán era derrocar al oscurantismo para permitir la modernización de ese país y sustituir la teocracia de Talibán por un sistema libre y abierto.
Ahora, la alianza del gobierno provisional con talibanes ha dejado perplejos a observadores y a la opinión pública.
Tratar con Talibán involucra necesariamente a Pakistán, cuyo gobierno fue aliado de ese grupo hasta que el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, declaró la guerra contra el terrorismo.
Los talibanes surgieron de madrasas o seminarios islámicos de Balochistán y la Provincia de la Frontera Noroccidental, provincias pakistaníes fronterizas con Afganistán. Ambas tienen en común con el movimiento talibán el predominio de la etnia pashtun (patán).
Los pashtunes que viven a ambos lados de la frontera afgano-pakistaní ignoran la llamada Línea Durand que divide a los dos países, hablan el mismo idioma y comparten el islamismo wahabi, salvo una minoría de chiitas.
Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Pakistán se vio obligado a aliarse con la guerra de Bush contra el terrorismo y ayudarlo a derrocar al régimen Talibán, al que Islamabad había promovido y protegido y consideraba una extensión de su gobierno.
Sin embargo, la comunidad social, religiosa y política que unía a Islamabad con el antiguo régimen afgano persiste en el cinturón pashtun afgano-pakistaní.
Tras obtener información de que líderes de la organización terrorista islámica Al Qaeda, de Bin Laden, se ocultaban en el área tribal de Waziristán del Sur, Washington pidió al gobierno pakistaní de Pervez Musharraf que los capturara.
Aunque esos pashtunes son ciudadanos pakistaníes, el gobierno montó en marzo una gran operación para capturar a Ayman al Zawahiri, lugarteniente de Bin Laden, y sus seguidores.
La operación duró 15 días y luego se supendió, tras dejar 60 muertos en el ejército pakistaní y 40 del lado de los combatientes tribales, famosos por su buena puntería.
Posteriormente, Islamabad adoptó el método tradicional de conversaciones con la mediación de las jirgas o asambleas tribales. Los combatientes pashtunes reclamaron amnistía para sí mismos y sus partidarios extranjeros de Talibán y Al Qaeda.
Aunque las negociaciones continúan, todos los extranjeros y combatientes nacionales detenidos han sido liberados. Pakistán acordó no entregar ningún sospechoso extranjero al gobierno de Estados Unidos, y darles amnistía si se registran y prometen no romper las confusas leyes del área en que residen. En otras palabras, pueden seguir viviendo legalmente en Pakistán.
Así, el operativo en Waziristán del Sur fue un revés para Pakistán. Islamabad, con Washington detrás, no obtuvo nada, y en cambio los privilegios tradicionales de los miembros de las tribus se reafirmaron.
No está claro si la aceptación de casi todas las demandas de la resistencia tribal forma parte de un acuerdo entre Islamabad y Washington.
Quizá la posibilidad de un levantamiento generalizado de los pashtunes dentro y fuera de Pakistán horrorizó a los funcionarios estadounidenses.
Pero luego, el máximo general estadounidense en Afganistán volvió a recomendar a Islamabad que usara la fuerza en las áreas tribales de Pakistán. Sería extraño que Washington se mantuviera en esa posición, después de la experiencia de Paul Bremer en Iraq y Hamed Karzai en Afganistán.
Al parecer, lograr la victoria militar y destruir los regímenes de Talibán y Saddam Hussein fue la parte fácil para Estados Unidos y sus aliados, que ahora enfrentan el caos en ambos países y no pueden imponer la libertad y democracia que prometieron.
Previsiblemente, abundan las recriminaciones internas en Estados Unidos y Gran Bretaña acerca de los motivos y objetivos de ambas guerras. Las decisiones finales, con seguridad, se adoptarán en Washington, y quizá en Londres. (