Son como el demonio, vienen a alterar la paz y a quebrar nuestras raíces, pero nosotros vamos a ser escudos humanos en defensa de nuestra tierra, dice Ramón Ferreira, un campesino de Argentina que resiste el avance de los cultivos de soja, considerada enemiga de los descendientes de los pueblos originarios.
La historia se repite. Nuestros derechos vuelven a ser violentados, se queja Ferreira ante IPS, a modo de portavoz de miles de familias del departamento de Figueroa, en la septentrional provincia argentina de Santiago del Estero.
Ellos son como un bloque de poder que entra a nuestros campos, rompe puertas a golpes, suelta a los animales, roban herramientas y cosechas y nos pone presos, afirmó este agricultor en directa acusación a quienes se presentan como propietarios de tierras que él habita en busca de más espacio para expandir la leguminosa, hoy el principal producto de exportación del país.
Es que el conflicto por la tenencia de la tierra fue uno de los detonantes de la intervención en abril del gobierno central en Santiago del Estero, donde 40 por ciento de sus 840.000 habitantes viven en zonas rurales.
Esta provincia fue de las varias de Argentina marcadas a fuego por el poder cuasi señorial de familias poderosas durante buena parte del siglo pasado, tanto en tiempos de democracia como de dictadura. En este caso fue gobernada por más de 50 años por Carlos Juárez y su esposa Mercedes Aragonés, quienes se alternaban en el sillón de la gobernación.
La decisión del gobierno de Néstor Kirchner de intervenir los tres poderes de Santiago del Estero se tomó luego de que el ministerio de Justicia de la Nación confirmara algunas de las tantas denuncias acumuladas contra los Juárez, entre ellas el manejo de las propiedades agropecuarias.
El problema de la tenencia de la tierra es una de las principales cuestiones de la agenda de derechos humanos en Santiago (del Estero), ya que el proceso de avance indiscriminado de la frontera agrícola, con eje en la soja, atenta contra los derechos de posesión y contra el patrimonio cultural de las comunidades campesinas, reza el informe ministerial.
El documento reseña el modo en que bandas de peones armados financiados por empresarios de provincias vecinas (Córdoba y Santa Fe), que aducen derechos sobre tierras de las comunidades, amenazan con desalojos judiciales o extrajudiciales, presionan a los campesinos, queman ilegalmente los montes (bosques), sueltan a los animales sobre los cultivos y envenenan al ganado.
La Constitución vigente desde 1994 reconoce la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupen pueblos indígenas y descendientes, las que no pueden ser enajenadas y se debe garantizar que las comunidades participen en la gestión referida a sus recursos naturales y demás intereses que los afecten.
Según un informe del Defensor del Pueblo de la Nación, citado en el documento de la cartera de Justicia, en Santiago del Estero existen 24.000 campesinos con derechos legítimos de tierras, pero no todos tienen la posesión legal de esos dominios debido al alto costo de los trámites.
Esa precariedad legal se agudizó en vísperas de la intervención del gobierno federal a la provincia, cuando el régimen de los Juárez flexibilizó las normas para desalojar a ocupantes indígenas o descendientes ante el sólo pedido de un supuesto dueño.
La producción de soja, una leguminosa marginal hace poco más de 20 años, creció de 11 a 36 millones de toneladas en los últimos cinco años en Argentina y Santiago del Estero no fue la excepción.
El poroto de soja, que se exporta casi en su totalidad, representa hoy más de la mitad de la cosecha argentina, desplazó a decenas de otros cultivos, y en pocos años convirtió a este país en el tercer productor mundial de esta oleaginosa, después de Estados Unidos y Brasil.
El área sembrada de soja, que se expandió inicialmente en la llanura central del país, comenzó a avanzar en forma acelerada y ahora no sólo reemplaza cultivos sino que arrasa con bosques, reservas naturales y hasta con viviendas de comunidades campesinas, muchas de ellas descendientes de los pueblos originarios de esta parte de América.
En Santiago del Estero la tierra nunca fue apta para la agricultura intensiva, pero se valorizó con el boom de la soja y actualmente se cotiza como en la región pampeana, la zona más fértil del país. De ahí la puja por los derechos de propiedad de los campos en los que viven miles de agricultores pobres.
El problema se repite con matices en otras provincias del norte y centro del país, según señalan organizaciones comunitarias, religiosas y ecologistas. Ante este escenario, Greenpeace creó un mapa interactivo con el nombre Paren los desmontes, a fin de concentrar la información respecto del avance de la soja sobre bosques y comunidades.
La Secretaría de Ambiente conoce también las denuncias, pero aún no ha tomado ninguna medida.
En este mismo momento cientos de topadoras están talando el último tercio de bosque nativo para cultivar soja, dijo a IPS Emiliano Ezcurra, coordinador de la campaña de Biodiversidad de la organización ambientalista internacional Greenpeace, en referencia a la porción que queda del bosque que cubría la superficie de Argentina hace poco más de un siglo.
En la noroccidental provincia de Salta, Greenpeace denunció tres casos de deforestación. Uno de 1.000 hectáreas en la localidad de Urundel, en la selva de Yungas, otro de 500 hectáreas en El Talar, y el más grave es una reserva de 25.000 hectáreas, donde miles de indígenas wichís obtienen sus recursos para vivir.
La legislatura de Salta autorizó este año al Poder Ejecutivo provincial para que desafecte la reserva de General Pizarro, protegida desde 1995, y la venda a una empresa que, se descuenta, va a plantar soja.
Desmontaron hasta los límites de la reserva para soja, y ahora las topadoras vienen por la reserva misma, dijo Ezcurra en una protesta realizada a fines de abril en esa provincial, junto a las comunidades.
En Santiago del Estero, Greenpeace señaló otros tres casos de deforestación indiscriminada. Uno de casi 19.000 hectáreas en Aguas Coloradas y que abarca un bosque virgen de más de 200 años, otro en Cazadores, y finalmente el de Figueroa, donde vivían 1.300 familias. En algunos casos los procedimientos son legales y otros existen dudas.
Las mismas denuncias llegan desde las nororientales provincias de Formosa y de Chaco. En esta última, la superficie sojera creció de 70.000 a 750.000 hectáreas en los últimos tres años, desplazando el tradicional cultivo de algodón.
Las autoridades de Chaco llegaron incluso a permitir este año la venta de un cementerio de la etnia toba con 380 tumbas. Familiares de los allí sepultados reclamaron sin éxito ante la empresa beneficiaria, el gobierno y la justicia.
La Fundación para la Defensa del Ambiente denunció que en estas dos provincias la soja avanza sobre territorios indígenas, pequeñas propiedades de campesinos y reservas naturales. Raúl Montenegro, dirigente de esa fundación, acusó a los gobiernos estaduales de flexibilizar leyes y procedimientos para facilitar desmontes y transferencia de tierras fiscales a grandes empresas privadas.
Los más afectados son allí los indígenas de las etnias wichís, quoms y mocovíes. El gobierno modificó la ley de bosques y vende tierras fiscales donde viven indígenas, violando sus derechos a la posesión y privándolos de los sitios donde obtienen alimentos y medicinas. La soja instaló una nueva forma de colonialismo y favorece el genocidio indígena, sostuvo Montenegro.
Historias similares se registran en Misión, también en el norte, en la central Córdoba y en la oriental provincial de Entre Ríos, donde el Foro Ecologista de Paraná presentó este mes un recurso de amparo para evitar que el gobierno derogue la ley de emergencia ambiental sobre el bosque nativo y las selvas ribereñas.
Jorge Daneri, coordinador del Foro, explicó a IPS que el nuevo gobierno de Entre Ríos, que necesita sumar tierras para este cultivo estrella de la economía, derogó la norma proteccionista anterior argumentando que la declaración de emergencia ambiental violaba la ley forestal de 1950, que permite la explotación de los bosques.
En Misiones se radicaron denuncias de comunidades campesinas en la justicia por la contaminación con pesticidas usados para proteger la soja por parte de productores brasileños que compraron allí miles de hectáreas en los últimos años.
Pero los peores atropellos se registran en campos de los descendientes de pueblos originarios sin título de propiedad. La abogada Silvia Borselino, de la organización Promoción de la Mujer Rural en Santiago del Estero, explicó a IPS que la principal vulnerabilidad en la zona es la forma de tenencia de la tierra, por ser muy precaria.
Los campesinos tienen de su lado el derecho civil y la Constitución, que les reconocen el derecho de posesión a quienes demuestran haber vivido allí durante un período prolongado, pero el costo de los trámites torna inaccesible ejercer el derecho de justicia.
Gisel Quiñones vivía en la localidad de Taboada, también en Santiago del Estero, junto a sus padres y familiares. Tras un juicio de casi 20 años, su padre consiguió en 1993 los papeles que le acreditaban la posesión de la tierra para sí y para otras 40 familias. Pero por concepto de honorarios, los abogados actuantes retuvieron 40 por ciento de su tierra, contó a IPS la mujer.
En esa misma tierra, que luego les fue quitada con malos artilugios, los nuevos dueños plantaron soja.
La historia de Quiñones es así. Tras la muerte de su padre, esta campesina se contactó nuevamente con los letrados para la sucesión. Un día vinieron a ver a mi madre que es analfabeta- y le hicieron firmar unos papeles. Meses después llegó una orden de desalojo por una deuda impaga de 200.000 dólares, contó. Sus antiguos abogados ahora asesoran a los presuntos acreedores de la familia campesina.
La familia Quiñones fue desalojada cinco veces de sus 480 hectáreas. La última vez vino un juez que se hizo cargo de la causa por sólo 48 horas y unos 80 policías con los supuestos dueños. A mi hermano lo llevaron preso, y con mi madre nos tuvimos que ir a vivir a Los Juríes (un pueblo cercano), relató la mujer.
Quiñones es maestra en una escuela de Los Juríes y participa de las reuniones del Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero, que la ayuda a hacer los trámites judiciales para recuperar sus tierras.
Por su parte, Ferrerira, quien participa de la organización Mesa de Tierras, explicó que su comunidad en Figueroa habla quechua y vive dentro de un cerco que data de hace 200 años, un elemento que sirve para probar sus derechos de posesión.
El agricultor santiagueño dice que los cultivadores de soja quieren acallarlos. No entienden que la soja no es apta para estas tierras. Ellos pasan sus topadoras sobre quebrachos y algarrobos y no queda nada, absolutamente nada, la tierra se transforma en un patio, pero nosotros vamos a resistir, no queremos perder másà, aseguró. (