En el mismo instante en que los expertos del mundo reflexionan sobre los accidentes de tránsito y publican cifras sobre la magnitud del problema que mata a millones de personas, muchas familias libran una crucial batalla para sobrevivir a los recuerdos de la fatalidad. Es una pelea interna, casi desconocida para el resto.
Algunos, como la familia de los uruguayos Eduardo Montes, Mirta Gómez y la hija de ambos, Virginia, parecen haber vencido.
Preguntar para qué y no por qué, se repite hoy Mirta, cuando, en el fragor diario, concede a sus ojos otra pausa para acariciar las imágenes de la rubia Analía y de Fernando, sus hijos muertos. Y lo hace muchas veces, aunque ahora con la serenidad de quien se ha despedido.
No están allí, se dice su esposo, Eduardo, cuando se enfrenta a las mismas fotografías, pero domina las emociones con tal habilidad que sucumben ante su sonrisa tierna, sus bromas y su mano firme, que consuela a las de su esposa, una y otra vez.
Seguir adelante, insiste Virginia, al recordar a sus dos hermanos y criar a sus hijos, cuyas risas y jugueteos la entusiasman a pensar en el futuro.
Fernando y Analía Montes Gómez también estuvieron allí, mezclados en la tinta de las estadísticas y titulares de periódicos. Accidente de tránsito, otro más, y con cuatro muertos. Y ya casi que no importan los nombres, van varios, suman tantos, número de placa tal, a la altura de la calle equis, esquina negra, hora funesta.
Y así Fernando y Analía pasaron a engrosar la lista. Son 500 muertos al año en las calles de Uruguay, en 50.000 accidentes, y con 8.000 heridos, lo que suma un total de muchas vidas truncadas y familias deshechas. Luces, alcohol, ruedas, lluvia, exceso de velocidad, suerte adversa, policía, destino: son todos culpables. Ya está.
Es una realidad trágica para Uruguay, con apenas 3,3 millones de habitantes, como para el resto del planeta. Sobre ella alerta la Organización Mundial de la Salud (OMS), en especial por el aumento de casos en el Sur en desarrollo, que en 2002 aportó 90 por ciento del total de víctimas pese a contar con muchos menos automotores que el Norte.
Con el objetivo de poner a reflexionar a la población y gobiernos sobre los accidentes que dejaron, sólo el año pasado, 1,2 millones de muertos y 50 millones de personas con distintas secuelas, la OMS dedica a este problema el Día Mundial de la Salud 2004, que se celebra este miércoles.
Pero Eduardo y Mirta hacen otro cálculo. Ellos perdieron dos vidas, Fernando y Analía. El con 23 años, y ella con 16. Una casa se agrandó, una cena nunca fue, y vivir cada día pasó a ser luchar cada segundo.
Fernando era amante de los deportes, de la aventura, pero mantenía una fidelidad absoluta a la vida familiar, al orden. No tomaba alcohol. Le gustaban los autos, y luego se enamoró de su kayak. Pelo castaño, ojos penetrantes, gran amigo de todos.
Analía tenía una cabellera rubia que no había perdido ni un hilo de luz desde la niñez. Fiel a sus compañeras de escuela, las defendía siempre. Se casaría en la iglesia con la que su madre soñaba. Al menos eso quería.
SEGUNDOS
Ocurrió el 30 de mayo de 1990. Eran las 16.30 y Montevideo estaba bañada en humedad. Fernando salió en la camioneta a buscar a Analía, que lo esperaba en el colegio. La encontró y pasó unos minutos por su trabajo para retirar unas cosas. Pronto estarían ambos de regreso en casa.
Sonó el teléfono en la oficina. Era Mirta. ¿Está Fernando?, preguntó. Está saliendo en este momento. Va para la casa. ¿Quieres que lo llame?, contestó la secretaria. Pero no parecía necesario. Al fin de cuentas, qué más da. Unos segundos más o menos en toda una vida.
Otros dos jóvenes, que se trasladaban a toda velocidad por la avenida de la costanera, perdieron el dominio de su automóvil y éste comenzó a dar vueltas sobre sí mismo hasta estrellarse contra una camioneta que venía en sentido contrario y no pudo esquivarlo. Milésimas de segundos, sucesión de imágenes: en la camioneta viajaban Fernando y Analía.
Tras el silencio, los gritos. ¡Nadie toque nada!. Tras los gritos, el aullido de las sirenas, la conmoción, el traslado de los heridos y, minutos después, el auto donde llegaban Mirta y Eduardo en busca de sus hijos.
La madre corrió hacia a la camioneta hecha añicos, donde sus dos hijos ya no estaban. Habían sido llevados a un hospital. La escena de horror le arrancó un sentimiento de culpa. Si hubiera hecho que atendiera mi llamada, por sólo unos segundos, se repite desde entonces, sin sentido ni respuesta.
El padre se dirigió al otro automóvil, incontenible de ira, a golpear a los culpables, pero era imposible: habían muerto. Otra familia se había deshecho a pocos metros.
La desesperación, la incertidumbre, el peregrinar por los hospitales hasta confirmar la noticia: Fernando había muerto y Analía agonizaba.
HORAS
Mientras Mirta acompañaba a Analía en sus últimas horas, Eduardo fue a la morgue del hospital a identificar el cadáver de su hijo. Y fue allí, en una sala al final de un pasillo, que tuvo su primer encuentro con Dios.
Cuando lo vi, tuve paz, porque me di cuenta de que ese no era Fernando. Todo lo que él era, esa vitalidad y alegría que lo caracterizó, no estaba ahí en el cuerpo, él estaba con Dios, recuerda ahora, con una sonrisa.
Identificar el cuerpo, hablar con la funeraria, encargarse de lo que quedó de la camioneta, tareas que nadie pero alguien debe hacer, y ese alguien fue Eduardo, y eso lo salvó. Lloró, pero se determinó a no dar tiempo al dolor para que trabajara. Eso habría acabado con él, con su esposa y con la hija que aún tenían con vida.
En cambio, Mirta se fue consumiendo después de que Analía también murió. Ya no pronunciaría más sus nombres. Luchaba en vano por desterrarlos de su memoria. Pero ellos volvían.
Virginia perdió a sus hermanos y también a sus padres. Ellos se volcaron por entero a su propio pesar y la olvidaron. Virginia tenía vida, y con eso debía bastarle, porque Fernando y Analía ya no están, se decían.
Se agolparon los remordimientos. Si se hubiera hecho esto, si se hubiera dicho aquello. Tan sólo si les hubiera dado más tiempo, aquel día, aquel segundo que hoy valdría una vida entera. Pero hay que rechazar todo reproche, porque eso matará a la familia. Así lo entendieron y sobrevivieron.
AÑOS
El camino de los médicos, como le llaman ellos, no fue el mejor, porque las pastillas para dormir no llegan al alma. En la casa reinó el silencio, la indiferencia de Mirta hacia Virginia y sus nietos, y el llanto.
Los primeros cinco años fueron tortuosos. Mirta sentía el llamado de sus dos hijos muertos e intentó tres veces ir hacia ellos. La vigilancia y fortaleza de su marido la libraron de una muerte segura.
Pero un día, Virginia se cansó. Me tendría que haber muerto yo también para que me atiendas, le dijo a una madre absorta, y sonó como un cachetazo que aviva al espíritu agonizante. Mirta entendió que estaba a punto de hundirse, y comenzó una nueva etapa.
Eduardo y Mirta encontraron un grupo de padres que también perdieron a sus hijos en accidentes, y descubrieron que no eran los únicos. Y se llevaron una sorpresa. Vieron que ayudándolos se ayudaban a sí mismos.
También los inspiró la fe de Virginia en Dios. Las fotos de Fernando y Analía ahora pasarían a estar para siempre en la tapa de la Biblia.
Mirta contaría lo que pasó, volvería a nombrarlos, comenzaría a buscar un propósito en la tragedia. Intentaría buscar una forma de ayudar a otros. Y es que, como ella dice, seguirá habiendo padres que pierden a sus hijos en accidentes.
Ahora habla con seguridad. Sólo alguien que vive esto puede comprenderlo, y es por eso que entiendo que tenemos que ayudar a otros, dice a los padres que la visitan, y enseña otra vez las fotos, y toma la mano de su marido, y ambos muestran sus ojos húmedos, pero calmos.
No dejarán jamás el recuerdo. Pero están armados con la confianza inconmovible en que pueden y deben ayudar a otros, tienen el sosiego de quien, sin olvidar, ha dicho adiós y sigue caminando. (