La colombiana Aleida Cuarán, de 36 años, fue condenada el 24 de enero de 2001 a ocho años de prisión. Recuerda la fecha con exactitud y mira directo a los ojos cuando dice: «por narcotráfico».
Cuarán es de Mocoa, capital del meridional departamento del Putumayo, zona petrolera pero de las más pobres del país, asolada por la guerra y el narcotráfico. Tiene cuatro hijas de 13, 15, 17 y 18 años y un hijo de 20, que nació casi ciego. Cuarán se separó del padre de sus hijos 12 años atrás, y desde entonces no volvió a saber de él.
Cuando cayó presa, dejó a su familia a cargo de una hermana que, debido a la pobreza, no puede tener a las adolescentes en su propio hogar. Sólo el joven permanece con ella. Las niñas pasan de una a otra casa de amigos.
Pese a todo, sólo la menor no estudia. Pero todas lavan ropa y se ocupan en otros oficios domésticos para sobrevivir
Cuarán también trabajaba lavando ropa. Tres años atrás ganaba 1,15 dólares por día. "Había gente que por ayudarme me pagaba más", dice. "Vivíamos en arriendo, y había mucha necesidad".
Lo que más la angustiaba era que sus hijas llegaran a preguntarle por qué no todas podían estudiar. La escuela representa gastos en útiles, uniformes, libros.
Un día alguien le propuso remontar la cordillera de Los Andes. Le ofrecían casi 106 dólares por llevar de una vez siete kilos de pasta de cocaína hasta Pasto, capital del vecino departamento de Nariño, con costa sobre el océano Pacífico.
Cuando Cuarán recibió la propuesta, el sudoeste del Putumayo era el lugar con mayor densidad mundial de cultivos de esta planta de cuyas hojas se macera la pasta base de la cocaína, adicionando ácidos sulfúrico y clohídrico, metanol, acetona y gasolina.
Colombia es el primer productor mundial de coca.
Hasta 1998, la guerrilla izquierdista de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) era el único actor armado ilegal que percibía ingresos por proteger las áreas de cultivo.
También cobraba impuestos a laboratorios de procesamiento del alcaloide, pistas de aterrizaje clandestinas, aeronaves, transporte de químicos y a la producción por kilogramo.
A partir de ese año, las paramilitares AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), de derecha, hicieron presencia en la región y ahora disputan a las FARC el territorio y las finanzas del patrullaje y la alcabala.
Mientras hacía su viaje, Cuarán fue interceptada por un retén antinarcóticos del gobierno en El Mirador, a dos horas de Mocoa por la carretera que une el occidente de la Amazonia colombiana con Pasto. Si hubiera llevado menos de 5 kilogramos, su pena habría sido de 4 años de prisión.
Ahora, mientras cumple su pena en la penitenciaría de Mocoa, está cursando séptimo grado de escuela.
En el Putumayo hay unas 450 mujeres cumpliendo penas de prisión como narcotraficantes. En Mocoa, 150 hijas e hijos de 80 mujeres presas están como los de Cuarán, deambulando y cambiando trabajo por techo y alimentación y, a veces, por educación.
"No podemos seguir llenando las cárceles con mujeres que lo que han buscado es alimentar a sus hijos", dice Cuarán a IPS.
Un kilogramo de pasta de cocaína en Mocoa se paga 1.000 dólares. Mientras, un racimo de plátano para cocinar, base de la alimentación colombiana, se paga 2,50 dólares, sin descontar el flete. El kilo de pasta se obtiene en 4 meses, y al plátano le lleva por lo menos un año dar cosecha.
Con todo, el costo de los insumos en la producción de pasta es notable, y al campesino que cultiva coca no le quedan más que 180 dólares por hectárea. Cuando los cobra ya los debe, sostiene Gustavo Burgos, personero de Mocoa, a cargo de recibir las quejas de los ciudadanos.
"El que verdaderamente saca provecho es el que la comercializa, o el comisionista, el intermediario entre ese campesino que la cultiva y los verdaderos narcotraficantes", explica Burgos a IPS.
Para el transporte, el comisionista contrata a personas como Cuarán.
Tras muchos avatares, la pasta será convertida en cocaína y llegará a las calles de Nueva York u otras ciudades estadounidenses al precio de 50 a 150 dólares por gramo, según su pureza.
Estados Unidos, interesado en bajar la oferta interna de cocaína, asiste financiera y militarmente a Bogotá a través del Plan Colombia, cuyo epicentro es Putumayo.
Desde hace cuatro años el gobierno estadounidense aporta 1,4 millones de dólares diarios en ayuda militar y policial, según el investigador Adam Isacson, del Center for International Policy, con sede en Washington.
Eso supone un respirador artificial para el gasto militar de Colombia, que tiene un déficit fiscal de 2,5 o 2,6 por ciento del producto interno bruto, según cifras oficiales o privadas.
Washington también espera destruir los cultivos mediante fumigaciones aéreas masivas, con una mezcla potenciada del herbicida glifosato.
Aunque la fumigación está disparando los índices de miseria en Putumayo, el gobierno cuenta con que una baja en la producción de coca redundaría en una disminución de los ingresos de la guerrilla.
Pero para Cuarán, la persecución se concentra en los débiles, mientras los comisionistas recorren sin cortapisas el territorio.
A fines de noviembre, la Ruta Pacífica de las Mujeres, una caravana de 3.000 feministas y dirigentes populares, viajó al epicentro de la guerra colombiana, pasando por Mocoa.
Cuarán y otras seis mujeres presas fueron autorizadas a salir de la cárcel y recibir la marcha en la plaza de la ciudad, acompañadas de dos guardia-cárceles.
Allí Cuarán habló en nombre de sus compañeras. Denunció que en su caso y en el de las otras no se cumple en Putumayo la ley 750 del año pasado, que establece casa por cárcel para las y los condenados jefes de hogar que no tengan pareja.
"Le pedimos a toda la sociedad que reconozca en nosotras a las víctimas del flagelo del narcotráfico, y no nos vea como eslabones en la cadena del delito", dijo Cuarán.
"En esta región olvidada por el estado, sin fuentes de empleo y acosada por los actores del conflicto, son muy pocas las oportunidades que se nos dan", agregó.
Marta Elisa Gómez, de 37 años y residente en Mocoa, lleva puestos unos delicados zapatos de mezclilla.
"Los hice yo", explica. "Yo sé hacer calzado. Tengo las hormas, pero no puedo trabajar porque aquí no existe una máquina para coser cuero. Sólo puedo hacer zapatos en tela, y con dificultad".
"No hay ninguna industria. No hay una lechería, no hay una empresa de procesamiento de nada. Aquí nadie genera empleo. Los jóvenes se meten a 'paracos' (paramilitares) porque no hay trabajo", dice Gómez a IPS.
Un mes y medio atrás, su marido salvó el pellejo perdiéndose tres días en el monte y amaneciendo encaramado en los árboles. "Con esta situación" económica, cuenta Gómez, "le dio por llevar una mercancía (coca). Los paramilitares se dieron cuenta y lo persiguieron para robársela", recuerda rompiendo a llorar.
Putumayo es lugar de grandes reservas petroleras. Sobre un mar subterráneo de oro negro, la pobreza afecta a 79 por ciento de la población, más del doble del promedio nacional.
Mientras IPS esperaba en Mocoa la llegada de la caravana de mujeres, un niño se acercó a esta corresponsal.
Durante toda esa semana hubo combates entre el ejército y la guerrilla 90 kilómetros al sur de la ciudad. Los guerrilleros habían cometido unos 30 sabotajes contra oleoductos, y el presidente Alvaro Uribe había anunciado redadas masivas.
"Necesito que me haga un favor", dijo Paulo César Rivera, de 10 años, grandes ojos negros, piel canela y pelo liso en ristre del color del carbón.
Se veía muy alterado cuando extrajo del bolsillo derecho del pantalón una bala de fusil y me la entregó.
"Me la encontré en la calle esta mañana. Si se la doy a un soldado, de seguro que esta bala va a matar a alguien. Llévesela de aquí", pidió.
Le pregunté qué debía hacer con la bala. "Que la hagan destruir, que la derritan", dijo y se marchó.