El paramilitar derechista Carlos Castaño, líder de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), busca un acuerdo de paz a su medida con el gobierno, que incluya garantías internacionales contra pedidos de extradición.
Colombia acaba de firmar un acuerdo con Estados Unidos que protege a los ciudadanos estadounidenses de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional sobre delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, y ”algo del mismo estilo” podría pactar con los paramilitares el gobierno del presidente Alvaro Uribe, sostuvo Castaño en el sitio de Internet de las AUC.
Al comenzar octubre, Washington descongeló cinco millones de dólares en ayuda militar a Colombia, tras obtener de Bogotá el compromiso de pedir permiso a la Casa Blanca antes de poner a un nacional estadounidense bajo la jurisdicción de ese tribunal internacional.
Castaño pidió a mediados de este mes garantías judiciales ”nacionales e internacionales” para los paramilitares que se desmovilicen en el marco de una negociación en curso con el gobierno.
”No creemos que sea justo que se nos lleve a la cárcel”, y ”se requiere tener la certeza” de que los acuerdos tienen ”consentimiento nacional e internacional”, arguyó.
Las AUC figuran en las listas de grupos terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea, y la justicia estadounidense ha pedido la extradición de Castaño y de Salvatore Mancuso, otro líder paramilitar, por cargos de narcotráfico.
Castaño ha sido señalado como responsable de varios de los crímenes más estremecedores de la historia reciente de Colombia. En enero, estaban abiertas por lo menos 35 causas penales en su contra, y sobre él pesaban 27 órdenes de captura.
Entre esos crímenes está la matanza de la septentrional localidad de Chenge, en enero de 1997, cuando 27 personas fueron reunidas a la fuerza en la plaza y asesinadas una por una, aplastándoles las cabezas con grandes piedras.
El 19 de mayo de ese año, bajo las órdenes de Castaño, un grupo de personas vestidas de negro penetró violentamente en un apartamento de clase media en un barrio residencial de Bogotá para asesinar a los esposos Mario Calderón y Elsa Alvarado, defensores de los derechos humanos.
En ese ataque murió también Carlos Alvarado, el padre de Elsa. En los cadáveres fueron halladas 64 balas.
El hijo de la pareja salió ileso porque su madre alcanzó a esconderlo en un armario cuando se iniciaba el ataque.
En 1998, según investigaciones oficiales, Castaño ordenó a 200 de sus hombres la toma de la centrooriental ciudad de Puerto Alvira, donde asesinaron a más de 20 civiles que consideraban colaboradores de guerrilleros izquierdistas.
En 18 de febrero de 2000, unos 300 hombres bajo el mando de Castaño entraron al septentrional poblado de El Salado, montaron en la plaza lo que llamaron un ”tribunal” y durante dos días se dedicaron a apresar, torturar y matar a cuchilladas y balazos.
A una maestra le dieron el tiro de gracia cuando estaba tumbada boca abajo frente a sus dos hijos.
A una niña de seis años la ataron a un poste y la ahogaron con una bolsa de plástico.
”Para ellos era como una fiesta. Bebían, bailaban y celebraban mientras nos mataban como perros”, dijo meses después a periodistas un sobreviviente.
Los muertos en El Salado fueron 36.
El 21 de agosto, el gobierno presentó al Senado un proyecto de ley para dejar en suspenso las condenas por delitos atroces a los miembros de grupos armados que se desmovilicen, quienes sólo recibirían castigos menores.
Esas penas serían prohibiciones de ocupar cargos públicos, incluso electivos, portar armas, o radicarse en cercanías de quienes fueron sus víctimas o de sus familiares.
Los beneficios serían aplicados en lo inmediato a Castaño y otros miembros de grupos paramilitares, con el argumento de que es preciso aplicar ”fórmulas que permitan superar un concepto estrecho de justicia que se centra en el castigo al culpable”.
Pero ante la oleada de protestas nacionales e internacionales, el nuevo ministro del Interior, Sabas Pretelt, anunció esta semana que el gobierno se dará un margen para retomar una propuesta eventualmente modificada.
Para la Organización de las Naciones Unidas, las penas previstas ”no guardan proporción con la gravedad de los crímenes” cometidos, y su aplicación podría dar pie a que la justicia internacional se considere competente, según un funcionario del foro mundial que habló en condiciones de anonimato.
Por su parte, Estados Unidos advirtió que no sólo mantendrá sus pedidos de extradición contra Castaño y Mancuso, sino que añadirá otros contra comandantes paramilitares vinculados con el narcotráfico.
Tras siete meses de conversaciones exploratorias confidenciales entre el gobierno y las AUC, en el marco de una tregua primero y de una declaración de cese al fuego unilateral por parte de las AUC después, en julio se firmó el Acuerdo de Santafé de Ralito, que marcó el inicio del diálogo formal.
Si algo quedó claro durante tres años de intentos de diálogo de paz con las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, es que para esa guerrilla de origen comunista, en armas hace 40 años, la condición fundamental para seguir adelante en los acercamientos es la desmovilización de los grupos paramilitares, cuya creación impulsó el Estado para combatirla.
La organización humanitaria internacional Human Rights Watch, con sede en Nueva York, había advertido en septiembre que entre los beneficiados por el acuerdo ”hay hombres que han ordenado y llevado a cabo asesinatos de miles de civiles colombianos”.
Según el Banco de Datos de Derechos Humanos del jesuita Centro de Investigación y Educación Popular, los paramilitares ”sólo de enero de 1998 a junio de 2003 tuvieron 11.388 víctimas, de las cuales 7.096 fueron ejecutadas, 1.180 desaparecidas forzadas y 753 torturadas”.
El grupo humanitario Amnistía Internacional, con sede en Londres, señaló que incluso en los meses de tregua las AUC cometieron fueron responsables de más de 600 asesinatos y desapariciones forzadas.
Los paramilitares esperan negociar ”contratos de impunidad”, dijo la semana pasada Peter Drury, de esa organización.
Pero parece un hecho que el 25 de este mes se desmovilizarán en la centrooccidental ciudad de Medellín, que es la segunda del país, 800 integrantes del grupo paramilitar Cacique Nutibara.
Ese grupo o ”bloque”, según la jerga de los paramilitares, actúa bajo el mando de ”Adolfo Paz”, como se hace llamar hoy Diego Murillo, uno de los firmantes del Acuerdo de Santafé de Ralito, que hace unos 12 años era jefe de seguridad de una familia de capos del narcotráfico del Cartel de Medellín, que fue inicialmente socia y luego rival de Pablo Escobar.
Ese jefe paramilitar tuvo vínculos con la mayor banda de sicarios del país, conocida como La Terraza, y un informe confidencial citado por Human Rights Watch menciona que ”en 2003, los asesores del presidente Uribe identificaron a Murillo como un importante narcotraficante”.
”Yo sí soy capaz de perdonar. Pero no va a ser de un día para otro. El alma del país está desgarrada. Ese sufrimiento tiene que ser reparado y, para repararlo, tenemos que hablar de todo”, dijo a IPS Luz Helena Sánchez, médica y líder feminista.
”Que digan todas las verdades: quién los ha organizado y financiado. Que con pelos y señales reconozcan sus crímenes en los lugares donde los cometieron. El proceso no se debe seguir haciendo a puerta cerrada, entre patriarcas, a punta de finos comunicados”, enfatizó.