Existe un camino hecho de palabras, de frases, para alejar la mirada del público de las horrorosas consecuencias de una guerra en el mundo real. El ataque de Estados Unidos y sus aliados contra Iraq no es la excepción.
La Operación Libertad para Iraq, denominación acuñada por el gobierno de Estados Unidos para denominar a la segunda guerra del Golfo, ha hecho su aporte a la renovación de la fraseología bélica, como lo hizo hace 12 años su antecesora, la Operación Tormenta del Desierto.
Véase, por ejemplo, la frase Conmoción y pavor, forjada por el Departamento (ministerio) de Defensa estadounidense para aludir a los bombardeos sobre Bagdad. Muchos preferirían compasión y terror, los elementos que, para el filósofo griego Aristóteles, deben caracterizar la tragedia.
Hoy, son abundantes las referencias a los blancos de precisión y a las bombas inteligentes cuya función es acabar algún día con las armas de destrucción masiva o, al menos, impulsar un cambio de régimen.
La muerte de civiles inocentes a causa de los bombardeos es un daño colateral. Los objetivos militares que estallan en pedazos son eliminados. Al cabo de esta guerra, la luchar será contra los restos del eje del mal que, según el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, integran Corea del Norte, Irán e Iraq.
Para eso, Bush deberá negociar la constitución, otra vez, de una coalición de los dispuestos, la mayoría de cuyos integrantes serán, por decir lo menos, los países menos indispuestos.
La historia está salpicada de frases que marcan una época. El emperador romano Julio César (100-44 antes de Cristo) dijo, al morir asesinado: ¿Et tu Brutus? (¿Tú también, Bruto?). El jefe del gobierno de Alemania Otto von Bismarck (1815-1898) sentenció que la política no es una ciencia exacta.
El presidente de Estados Unidos Theodore Roosevelt (1858-1919) delineó la política del big stick cuando recomendó, en sus días de guerrero: Habla con suavidad y lleva un gran garrote. Ese es el estilo de la Operación Libertad para Iraq.
Otro fallecido presidente estadounidense, Woodrow Wilson (1836- 1924), se pronunció por hacer del mundo un lugar más seguro para la democracia, y por eso sumergió a su país en la primera guerra mundial (1914-1918). La frase bien pudo ser pronunciada por Bush ahora.
El presidente de Francia Charles de Gaulle (1890-1970) advirtó: Respeto a quienes se me resisten, pero no puedo tolerarlos. El líder de la hoy disuelta Unión Soviética Nikita Jrushev (1894- 1971) dijo que los políticos son lo mismo en todas partes: prometen construir un puente aun donde no hay un río.
Las palabras que alcanzan la fama suelen ser, también, infames.
Entre las dos guerras mundiales, el primer ministro británico Neville Chamberlain (1869-1940) creyó que había asegurado la paz para nuestra época tras pactar la no agresión con la Alemania nazi en 1938. Pocos meses después, quedaba demostrado que estaba equivocado.
Ubíquese, también, en la galería de frases infames la calificación de madre de todas las batallas dada por el presidente iraquí Saddam Hussein a la guerra del Golfo de 1991. El aún hoy se proclama como el vencedor de esa contienda, que abrió un periodo de miseria para su país.
En propaganda, nada funciona tan bien como una frase pegadiza. No tengo nada que ofrecer más que sangre, sudor y lágrimas, dijo en 1940 el primer ministro británico Winston Churchill (1874- 1965), sucesor de Chamberlain, al prever el costo de la lucha con Alemania.
Nunca en la historia de la humanidad tantos le debieron tanto a tan pocos, dijo ese mismo año para describir el valor de los pilotos de la Real Fuerza Aérea británica en la Batalla de Inglaterra. En esa ocasión, Churchill multiplicó por dos o tres los aviones alemanes derribados.
No en vano el líder británico obtuvo en 1953 el premio Nobel de Literatura: dejó, además de voluminosos ensayos, una pléyade de joyas de una línea y aun de menor porte, como cuando bautizó el límite entre Occidente y el bloque soviético como la cortina de hierro.
Y qué decir del periodista estadounidense Walter Lippmann, cuando comparó en 1947 el conflicto entre Washington y Moscú con una guerra fría.
Algunas frases son consideradas faustas por algunos y nefastas por otros.
Pocos sembraron tanta discordia con sus palabras como el presidente estadounidense Ronald Reagan (1981-1989). Si llegamos, o cuando llegemos, al paraíso, lo encontraremos custodiado por los Infantes de Marina de Estados Unidos, dijo en 1985 al recibir los cuerpos de marines muertos en El Salvador.
Reagan calificó a la Unión Soviética de imperio del mal y aseguró que, cuando cayera, el mundo gozaría del dividendo de la paz. La Unión Soviética se disolvió, y el mundo no vio ni paz ni sus supuestos dividendos; en cambio, se vieron más guerras y limpieza étnica.
En algunos casos, las promesas se cumplen. Volveré, dijo en 1942 el general estadounidense Douglas MacArthur (1880-1964), cuando debió abandonar Filipinas en medio de la segunda guerra mundial. Treinta y dos meses después, volvió. En menos de un año liberó a los filipinos del yugo japonés.
Otras promesas son vacuas. El presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy (1917-1963) ofreció a América Latina una Alianza para el Progreso, que se convirtió, en realidad, en una alianza de Washington con los dictadores del hemisferio occidental.
El líder supremo de la Revolución China, Mao Zedong (1893-1976) lanzó una Revolución Cultural detrás de lo que Occidente percibía como la cortina de bambú.
Mientras, el bloque neutral entre Oriente y Occidente, constituido por los países no alineados en el pico de la guerra fría, nunca tuvo realmente asidero. Tampoco el Grupo de los 77 países en desarrollo – – que tiene 133 integrantes – – , ni la Pax estadounidense. Conceptos como el Tío Sam se pasaron de moda.
La frase Ich bin ein Berliner (en alemán, soy un berlinés), pronunciada por Kennedy para desafiar a la comunista Alemania Oriental, no tuvo trascendencia fuera de las fronteras alemanas. Tal vez el timbre germano le restaba la musicalidad de un ¿Et tu Brutus?.
Y la lista sigue. Todavía no se integraron a ella frases como derechos humanos universales o resolución de conflictos, entre otras parecidas. Muchos se preguntan cuál será la fraseología imperante el día en que las guerras finalicen. (