Una imagen muestra a un joven que mira adelante, en la misma dirección de una niña que está junto a él. Tienen los mismos ojos, la misma nariz alargada, las mismas cejas oscuras: son padre e hija, pero en realidad nunca se conocieron.
Lucila Quieto, una fotógrafa argentina de 24 años, no tuvo la oportunidad de fotografiarse con su padre, Carlos Quieto, secuestrado y asesinado por la dictadura militar que soportó su país entre 1976 y 1983.
«No tener una foto con mi padre me ha obsesionado y angustiado siempre», dijo a IPS Quieto, cuyo trabajo forma parte de la exposición «Arqueología de la ausencia», que se presenta este mes en Roma.
«Mi papá militaba en Montoneros (organización armada vinculada en principio al Partido Justicialista, peronismo) y fue secuestrado el 20 de agosto de 1976, cuando yo todavía no había nacido», narró.
Quieto, tras terminar sus estudios de fotografía, comenzó a hacer montaje con retratos de sus padres y de ella, con resultados que impresionaron a sus amigos.
«Creía que era la única que no tenía fotos con su padre, pero no era así, pues muchos otros jóvenes habían vivido la misma historia», comentó.
De esa experiencia nació la exposición «Arqueología de la ausencia», que permite con imágenes dar a conocer el drama de los hijos de los desaparecidos.
La muestra es organizada por la asociación Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio (HIJOS), fundada en 1995 por descendientes directos de personas desaparecidas, asesinadas o exiliados durante la última dictadura militar argentina.
HIJOS está relacionada con organizaciones similares de otros países, como Uruguay, Chile, Venezuela y México, y cuenta con una red de asociaciones en España, Francia, Suiza, Suecia, Holanda.
Unos de los objetivos del grupo argentino es el «justo castigo de todos los militares culpables de atropellos de los derechos humanos», explicó Quieto.
Pero la tarea más importante y también la más difícil es la de restituir la verdadera identidad a más de 500 niños secuestrados en el marco de la represión ilegal de la dictadura.
«Era una costumbre en ese tiempo que las familias de los militares se apropiaran de los niños recién nacidos» de madres en cautiverio y que luego fueron desaparecidas, manifestó.
Quieto comentó que el trabajo ha sido facilitado por jóvenes que «llegan a la asociación por sí solos y a veces a través de un llamado telefónico de alguien que sospecha sobre la apropiación de un menor».
Una vez que se ha completado la investigación y se cuenta con una pista firme sobre la verdadera identidad de los jóvenes, las reacciones de éstos son muy variadas.
Algunos se niegan a realizarse el análisis genético, para confirmar su origen, y a encontrarse con sus familiares biológicos, mientras otros abandonan sus familias adoptivas y se van a vivir con los verdaderos parientes, comentó Quieto.
«Muchos, muchísimos de estos jóvenes, odian al padre secuestrador, pero no a la madre pese a que a menudo ha sido cómplice. Sin embargo, ha habido casos de niños adoptados por familias que en buena fe creían eran huérfanos», añadió.
«En estos últimos casos, son los mismos padres adoptivos quines les ayudan en el difícil camino de recuperación de su historia y de su identidad. La mayor parte, al final, acepta a su propia familia biológica e instaura con ella una relación», señaló.
La joven fotógrafa argentina resaltó el drama de esta reconstrucción de la identidad, pues «hay que pensar lo que significa para un joven de 20 o 24 años saber que quien considera es su padre verdadero en realidad ha sido el asesino y el torturador de sus verdaderos progenitores».
«Saben que sus madres, embarazadas, daban a luz vendadas, después de las torturas, amarradas a la cama, de la cual se alzaban sólo para ser asesinadas», agregó.
«Algunas de las personas desaparecidas eran arrojadas al mar desde los helicópteros militares. Es difícil imaginar los sentimientos que deben sentir estos jóvenes y, por ello, nuestra organización tiene un equipo de psicólogos que los ayudan a superar el trauma», informó.
Incluso para los que siempre supieron su situación tampoco ha sido fácil. Quieto indica que desde que era niña su madre siempre le dijo la verdad: «mi papá quería cambiar las cosas en nuestro país y había desaparecido por sus ideas», recuerda.
«Yo participaba en las manifestaciones de las madres y de las abuelas y creía que era la única en el mundo que vivía en esa condición», comentó Quieto en referencia a su adhesión a las organizaciones humanitarias argentinas Madres de Plaza de Mayo y Abuelas de Plaza de Mayo.
«Pero después, encontré en HIJOS que éramos unos 300 y que cada uno había crecido de manera distinta, en situaciones económicas y convicciones religiosas a menudo muy diferentes, aunque luego nos dimos cuenta que habíamos vivido la misma historia», añadió.
Continúa narrando que «algunos contaban que cuando eran pequeños imaginaban que su papá había perdido la memoria y que estaría en alguna otra parte en el mundo, mientras otros llevaban consigo su foto y cuando caminaban, miraban hacia las casas para ver si lo encontraba».
«Cuando HIJOS descubre un militar en libertad que ha torturado y asesinado, van a su barrio, colocan carteles con su cara y su historia, hablan con los vecinos y cuentan que ahí vive un asesino y un torturador, con el objeto de provocar una condena social», modalidad que se ha denominado «escrache».
«Si la justicia no puede hacer nada, por falta de coraje o voluntad, entonces sufre la condena de los vecinos, del panadero que se niega a venderle el pan, del diariero o del taxista que no quiere llevarlo en su automóvil y, de esa manera, su barrio se transforma en su prisión», concluyó. (FIN/IPS/jp/dm/cr/01