ESTADOS UNIDOS: La mujer como mercancía política

En el cerco de faldas que rodea al presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, asoma ya una consecuencia con independencia de la evolución del escándalo: el uso de la mujer como mercancía política.

Hasta la semana pasada, en la aldea global planetaria de fin de siglo nadie sabía quién era Monica Lewinsky y no parece que ella tuviera algún interés en que tal situación cambiara y menos en la forma en que lo ha hecho.

Ahora, todos conocen su rostro, sus supuestas conversaciones íntimas con una engañosa amiga y los recodos más escabrosos de su vida privada, que registrados sin su permiso han pasado a ser la dosis de morbo diario que mueve el engranaje comunicacional.

Todos la juzgan y la joven que no aspiraba a ser una mujer pública, en su moderno y real significado equivalente al de hombre público, es ahora para muchos y muchas una mujer pública en el antiguo y despreciativo sentido del término.

"Ha quedado marcada para el resto de sus días", dijo uno de sus abogados.

Pero ni para los enemigos de Clinton ni para sus allegados parece que a estas alturas Lewinsky sea otra cosa que una pieza en la batalla por defenestrarlo del poder, unos, y mantenerlo en él, otros.

En esa batalla, sobre Lewinsky caen las apreciaciones más ingratas de uno y otro campo, en el juicio paralelo, sumario y anticipado que, cómo no, la prensa y la televisión están ya realizando sobre este episodio folletinesco y bufo, si no fuera por lo que está en juego.

"Monicagate", "Braguetagate" o "Cremalleragate" son algunos de los apodos que se han adjudicado al escándalo que amenaza la suerte presidencial del considerado hombre más poderoso del unipolar y globalizado escenario que es el mundo.

Lejos quedan los tiempos en que la vida privada de las personas, asi fueran personajes públicos, era eso: privada.

Se asiste a la combinación de dos fenómenos que ya han tenido previas expresiones en el mundo y en particular en Améica Latina, pero que en Washington alcanzan toda su carga explosiva: la judicialización de la política y el uso -y abuso- en ella de lo íntimo.

De ese husmear entre pantalones, faldas y ropa íntima, entre atesoradas manchas de semen y conteos de felaciones, nada bueno pareciera que pueda salir ni para la justicia ni para la política, ni para los valores individuales y colectivos.

Pero sí aparece cómo mujeres individuales y la mujer como colectivo están pasando a ser utilizadas, recurriendo al robo de sus intimidades incluso, en una forma de hacer política -y/o justicia- donde el fariseísmo se mezcla con la ropa sucia.

El caso de Paula Jones, el motor y antecedente del escándalo que pone a Clinton en la antesala del "impeachment" o destitución por el Congreso, es otro ingrediente no menor de ese nuevo uso de la mujer en la política.

Con independencia de si Jones fue realmente víctima o no de acoso sexual por parte del supuesto "Casanova" al que los estadounidenses encomendaron por dos veces el destino de su país – y determinaron así el de los demás-, su caso y la manera en que ha sido manejado es un mazazo para los intereses de la mujer.

Las cientos de miles de mujeres que son víctimas de acoso sexual y que batallan en diferentes países por lograr legislaciones para penalizar un delito basado en una relación de poder laboral ven ahora banalizado y tergiversado el problema.

Las víctimas actuales y futuras de la "operación colchón", como el acoso fue apodado hace tiempo por pagos latinoamericanos, van a tener que enfrentar la imagen y actos de Jones, poco infeliz aparentemente por lo que asegura le sucedió hace años en un hotel de Arkansas.

Jones, que al igual que el fiscal, la amiga roba-confesiones y otros protagonistas de esta página costumbrista de fin de siglo no esconde su fe partidista republicana -opositora a Clinton- no parece preocupada por lo que pueda pensarse de ella y menos de la banalización del acoso que ha provocado.

Pero dirigentes del movimiento de la mujer en diferentes partes del mundo notan ya cómo Jones se ha convertido en muchos países en el sarcástico argumento de quienes rechazan establecer al acoso sexual como un delito y aducen que el mismo puede ser utilizado para otros fines que la justicia ante una agresión.

En el campo de batalla de Washington donde ya no se juzga a quien graba subrepticiamente a adversarios, como sucedió con el ex mandstario Richard Nixon, sino que las grabaciones son el instrumento subrepticio contra el presidente, hay otras víctimas con nombre de mujer.

Los nombres de tres empleadas de la Casa Blanca aparecerían en las confesiones grabadas a Lewinsky, mientras otra ex empleada fue investigada por denuncias de la mujer que hizo el trabajo de grabación, Linda Tripp. Ninguna de las cuatro buscaron ser pasto del escándalo.

Tampoco lo quisieron algunas del "directorio telefónico" de nombres que desde Arkansas se propala como parte de la lista de amoriís de su figura más ilustre y ahora presidente, y a algunas de las cuales la negativa de tal relación les ha costado la cárcel.

Hillary Clinton, la esposa de Bill Clinton, debe soportar también cómo para unos es una ambiciosa e insensible mujer que por seguir viviendo en la Casa Blanca pasa por encima del indigno papel de esposa engañada.

Para otros es "la sufrida" que sigue creyendo en la fidelidad de su marido y es percibida como "la reina planetaria de los cuernos".

Malos días para tanta mujer que lucha, día tras día, por ganarse un lugar de igualdad y respeto en el espacio público, por lo que hace como persona y actora profesional, social o política, y no puede escapar al síndrome de cosificación que la persigue. (FIN/IPS/eg/98

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