Artemio Zevallos está feliz: en sus campos crecen, desafiantes, plantones de pijuayo, una palmera originaria del bosque húmedo tropical americano, cuya mayor diversidad genética se encuentra en la Amazonia de Perú .
Su fruto es el palmito, un alimento de gran potencial agroindustrial, calificado internacionalmente dentro de los "delicatessen" y de mucha demanda en Europa y América del Norte.
La felicidad de Artemio es explicable: era un cultivador de coca en la zona más "caliente" del Alto Huallaga, donde se ubican más de 60 por ciento de los sembradíos totales del país, y estaba convencido de que no había nada más rentable que ese producto.
Pero después llegaron técnicos de Naciones Unidas y tras pacientes y no pocas veces tensas conversaciones, él, como muchos otros agricultores cocaleros, aceptaron el reto y entraron a trabajar en programas de desarrollo alternativo.
"No me puedo quejar, ya estoy asentado definitivamente, tengo asistencia técnica, respaldo y pienso qué sería de mí ahora que los precios (de la coca) se fueron al suelo", dice.
Artemio integra actualmente el comité de productores agropecuarios Santa Lucía y en los hasta hace poco productivos cocales emergen las primeras palmeras de pijuayo, al lado de otros frutales nativos como nueces y cacao.
"Existe una serie de empresas campesinas y privadas en el área de influencia de los proyectos", corrobora en Lima Jochen Wise, asesor técnico principal del Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas (PNUFID).
Desde hace diez años, ese organismo, a través de la Oficina de Proyectos de la ONU, trabaja en Perú en programas de desarrollo alternativo, en tres áreas cocaleras como Valle del Huallaga, La Convención, en el sureste, y Lares, en el valle del Apurimac-Ene, en las estribaciones andinas.
"Se han invertido 42 millones de dólares, pero más importante que eso es la metodología aplicada, que apunta al desarrollo local de los beneficiarios para que puedan superar su dependencia del cultivo de coca", anota.
Con el objetivo de transformar al cocalero en protagonista de su desarrollo se han beneficiado 25.000 familias y han creado 13 asociaciones de productores, nueve empresas privadas agroindustriales y comercializadoras y seis organizaciones de mujeres.
Los críticos de estos programas afirman que en realidad la población beneficiaria es exigua si se tiene en cuenta la envergadura de la producción de coca en Perú. Más de 100.000 familias dependen directa o indirectamente de la siembra y cosecha de esa hoja.
Para Wise, sin embargo, los resultados deben ser medidos de otro modo. "No preguntemos cuántos son los beneficiados, sino cuánta coca se ha dejado de sembrar gracias a ellos", propone.
En ese sentido, explica que en algunas zonas de influencia de los programas existía un altísimo nivel de productividad (hasta una tonelada por hectárea al ano). "Ahora ya no se produce, ?es o no un buen indicativo de éxito?", se preguntó.
Wise puso otro ejemplo: en Quillabamba, cuando comenzó el programa, en 1986, se producian 760 kilogramas de coca por hectárea al año y actualmente se pasó a 305.
La labor de persuasión fue la parte más difícil del trabajo, admite. Se trataba de agricultores convencidos de la alta rentabilidad de la coca. "En realidad no es asi, la atraccion está en la facilidad de su colocación en el mercado", reflexiona Wise.
Para hacer atractivos los productos que sustituirían a la coca se necesitaba precisamente de mercados y la infraestructura que ello conlleva, como carreteras, tecnología, asistencia técnica.
El desarrollo tecnológico fue parte medular del trabajo.
"Hubo que introducir variedades de semillas, tecnificar las labores culturales, controlar plagas y enfermedades que diezmaban las plantaciones, enseñar a administrar. El atraso era tremendo", dice Juan del Aguila, director técnico de uno de los proyectos.
Asimismo, se suscribieron convenios con tres universidades y se creó una empresa privada de control biológico, ECOBIO, administrada por los propios beneficiarios y al servicio de todos los campesinos.
"Pusimos al cocalero en el centro de la atención, lo integramos al proceso y lo modernizamos, comprometiéndolo en cada parte para que no vuelva a caer en la coca", subraya Wise.
"Ahora ellos están tan comprometidos que están consiguiendo por su cuenta otras fuentes de financiamiento y ayuda exterior", agrega.
Wise y otros especialistas de las Naciones Unidas afirman haber encontrado apoyo en las diversas dependencias estatales, aunque reconocen la falta de un plan general de desarrollo alternativo.
"Existe una 'buena disposición' de las autoridades", dijo por su parte Patrice Vanderbergue, director del PNUFID en Perú.
Ello se refleja, destaca, en el apoyo a los programas, titulación a los campesinos e incluso una represión mayor al narcotráfico, como también en el hecho de que el mapa de la pobreza extrema coincida con las zonas cocaleras, "lo que permite atraer proyectos de desarrolo y seguridad alimentaria", añadió.
Concluida exitosamente la intervencion de la ONU en esos programas, se han identificado tres nuevas zonas aptas para desarrollo alternativo.
Una de ellas es Tambopata-Inambari, área estratégica de unas 3.000 hectáreas en la que los productos cosechsados no han sufrido la caída estrepitosa de precios de otras regiones, por ser zona fronteriza. Las otras dos se ubican en la selva central y el bajo Huallaga.
"Existen condiciones mínimas para iniciar el proceso de desarrollo alternativo. Veremos en el terreno si es factible", comentó Vanderbergue. (FIN/IPS/zp/dg/pr-ip/96