Colombia reproduce, como un filme ya conocido, episodios de movilización y masacre de campesinos productores de coca que años atrás sólo ocurrían en Perú y Bolivia.
Los choques entre cocaleros y militares en Colombia se producen en el marco de las nuevas condiciones generadas por la crisis de los carteles de Cali y Medellín.
Los incidentes llaman la atención sobre la expansión social y geográfica de la producción de coca en Colombia, país que parecía limitarse a la transformación industrial de la pasta básica en clorohidrato de cocaína y su distribución internacional, las fases más rentables del negocio criminal de la droga.
Raúl Serrano, sociologo de la asociación Cedro, que trabaja en prevención del consumo de drogas, señaló que a partir del relativo ocaso de los carteles colombiano han sido parcialmente desplazados en el control del mercado estadounidense por bandas mexicanas asociadas con organizaciones peruanas y bolivianas.
"Desestabilizado el imperio de los carteles colombianos, el mapa de la producción de droga en América Latina y los circuitos de comercialización internacional han variado. Antes, los carteles no permitían a los narcos peruanos transformar la pasta básica de cocaína en clorohidrato, tenían que vendersela", dijo.
"Los peruanos dejaron el mercado de la compra de la hoja de coca a los campesinos y la producción de pasta básica, que era transportada en avionetas a Colombia, pero los intentos de algunas bandas locales de montar laboratorios fueron aplastados a sangre y fuego", añadió.
"Han disminuido los vuelos clandestinos a Colombia, pero no solamente por la eficacia de los sistemas de detección aérea de la policía peruana y la agencia estadounidense antidrogas DEA sino sobre todo porque los colombianos han incrementado su producción propia de coca en la parte sur de su país", expresó.
Como consecuencia, el precio de la hoja y la pasta básica bajaron en Perú y las bandas de ese país comenzaron a elaborar el producto final, clorohidrato de cocaína, y a buscar sus propios circuitos de exportación.
Fruto de esa reciente presión exportadora del narcotráfico local, la Marina y la Fuerza Aérea fueron envueltas este año por el escándalo cuando se descubrieron cargamentos escondidos en sus naves.
Los gobiernos de Perú y Bolivia desarrollan sin mucho éxito programas de sustitución de cultivos, que, pese a las exoneraciones arancelarias concedidas por la Unión Europea para los productos de la zona cocalera, no pueden competir con la rentabilidad de la coca.
Para evitar enfrentamientos con los campesinos, al mismo tiempo que destruye plantaciones ilegales, el gobierno boliviano paga 2.500 dólares a los colonos por cada hectárea sembrada de coca que abandonen.
Ese procedimiento le permitirá alcanzar con menor costo social y político la meta de 5.000 hectáreas erradicadas de coca este año, exigida por Estados Unidos bajo amenaza de sanciones financieras.
Pero para lograrlo deberá pagar a los campesinos entre 12 y 15 millones de dólares, cantidad que se suma a otros gastos administrativos y policiales para controlar la sustitución de plantaciones, sin contar las inversiones viales y sociales que reclaman los campesinos de la región del Chapare.
En Perú, la tranquilidad actual de las zonas productoras de coca es fruto de la baja de los precios de la hoja y de la crisis de la guerrilla de Sendero Luminoso, pero los problemas y enfrentamientos podrían retornar si, como parece, resurge la agitación armada guerrillera.
En Colombia, como ocurrió antes en Perú y Bolivia, la represión a los campesinos productores de coca (que ha provocado una muerte y más de 30 heridos) qmoviliza a organizaciones defensoras de los derechos humanos y a un sector de la oposición política.
"Bogotá tendrá que aprender a manejar esta situación tal como lo aprendieron años atras los gobiernos de Lima y La Paz: erradicar las plantaciones ilegales de coca evitando el choque con los campesinos y reprimir la producción y comercio de cocaína", opina Pedro Morales, del Ministerio de Agricultura.
"La discusión sobre si los campesinos son o no parte de la cadena delictiva del narcotráfico se convierte en un tema teórico cuando decenas de miles de personas se dedican a esa actividad. No es posible, ni conveniente, apresarlas. De modo que hay que encarar el problema con criterio social y político", destacó.
Pero no todos los analistas consideran que los enfrentamientos entre cocaleros y Fuerzas Armadas en Colombia corresponden únicamente a los esfuerzos oficiales por la erradicación del narcotráfico.
La socióloga Imelda Vega Centeno, de la Universidad Católica, cree percibir en la espectacularidad de los choques y la represión un interés político compartido entre el gobierno de colombiano de Ernesto Samper, las guerrillas y lo que queda de los carteles de la droga.
"Por parte del gobierno colombiano, hay algo de show para mostrar a Washington energía en la represión del narcotráfico, en tanto que los carteles promovieron los enfrentamientos para desestabilizar al gobierno y las guerrillas buscan ganar un nuevo escenario social", expresa Vega.
"Detras de todo ello está la intrusion imperialista del gobierno de los Estados Unidos, con su DEA y su presión financiera contra los países en donde se produce coca, haciéndoles perder soberanía y reclamándoles resultados", comenta.
"Sin embargo, el gobierno de Washington no tiene resultados que exhibir contra el narcotráfico, salvo la captura de pequeños vendedores de esquina. Cientos de toneladas de droga siguen vendiéndose en las calles y colegios estadounidenses, generando la demanda que corrompe a los campesinos sudamericanos", concluó. (FIN/IPS/al/dg/ip/96