COLOMBIA: Memoria de un regreso

¡Padre Antún! ¡Volvió el padre Antún! Esa exclamación, entre incrédula y dichosa, escuchó el equipo periodístico de IPS que acompañó el retorno del sacerdote Antún Ramos, 34 años, a lo que fue su parroquia en Bellavista, capital municipal de Bojayá, Colombia.

Sacerdote orando en iglesia de Bellavista. Crédito: Jesús Abad Colorado
Sacerdote orando en iglesia de Bellavista. Crédito: Jesús Abad Colorado
La gente lo abraza con emoción, o lo saluda con respeto. Antún es visto como un héroe en el Atrato, el río que recorre el selvático departamento del Chocó hasta el mar Caribe, en el noroeste.

"Un héroe de papel", matiza él. Aún llora al recordar a los 119 muertos y 98 heridos en su pequeña iglesia. "Esta historia uno se sienta un mes y no la cuenta", dicen los que vivieron la matanza del 2 de mayo de 2002, que puso a Bojayá en el mapa mundial de los crímenes de guerra.

Aquel día, Antún lideró el traslado en lanchas de unos 650 sobrevivientes a través del fuego cruzado entre las izquierdistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y paramilitares ultraderechistas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con banderas blancas y gritando: "¿Quiénes somos? La población civil. ¿Qué exigimos? Que nos respeten la vida".

Poco antes, las FARC habían lanzado una pipeta de gas rellena de explosivos contra los paramilitares parapetados tras la iglesia. Cayó en el templo, donde se refugiaban 300 personas. De los muertos, 44 eran niños.
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A fines de abril de 2002, se iba preparando el escenario de la tragedia. El día 23, Freddy Rendón, alias "El Alemán", comandante del bloque paramilitar "Elmer Cárdenas", se presentó en la casa cural de Bellavista. El encuentro con Antún fue tenso y cada uno dejó sentada su posición.

"Había escuchado mucho hablar de él, por todas las atrocidades que hacía", recuerda el sacerdote. La Diócesis de Quibdó ha documentado 700 personas muertas en su territorio entre 1996 y 2000 por acciones de las AUC.

Luego de navegar 228 kilómetros hacia al norte desde Quibdó, capital del Chocó, llegamos a Bellavista el 14 de septiembre, después de mediodía. Hemos avanzado por el camino de cemento de 90 metros de largo, que comienza en el andén del puerto vacío, hacia la capilla donde se cometió la masacre, como quien cumple una cita imperiosa con un dolor que sigue abierto.

Tan pronto el sacerdote entra en la iglesia se arrodilla a orar, con las manos agarradas atrás.

Aquél 2002 le dejó muchas marcas. Dos meses antes de la tragedia, su madre murió de un infarto en la calle, en Quibdó, en medio de un enfrentamiento entre la guerrilla y el ejército. Más tarde, uno de sus hermanos fue secuestrado por el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Le tocó a él regatear la suma de su rescate, que la familia no podía reunir.

En la mañana del 15 de septiembre de 2007, Antún está sentado en el escalón de lo que fue el altar, ahora desmantelado, junto al torso amputado de un Cristo de yeso, también testigo de lo ocurrido.

Reconstruye la historia para IPS, mientras un niño de cuatro años juega con un carrito en el templo vacío, sin bancas, imitando el ruido de un motor: "Brrrruuuuummmm! Brrrrruuuuuumm!"

El chiquillo es viajado, o ha visto automóviles por televisión. No existen vías en el Medio Atrato, sólo la gran autopista que es el río caudaloso y gris, en este territorio donde más de 80 por ciento de la población es afrodescendiente y 78,5 por ciento, pobre.

Cuando el río crece e inunda hasta la sala de las casas palafíticas se puede ver a una familia sitiada por el agua mirando televisión, a mitad de la tarde.

El ruido del niño se oye más fuerte porque, al describir el instante de la explosión, Antún guarda un silencio largo.

¿De qué se acordó, padre? "De la cantidad de mujeres en embarazo, creo que murieron como nueve o 10. Y de los bebecitos que aún no habían nacido. Los encontraron pegados en las paredes" por la onda explosiva.

Allí ve él un origen del abatimiento que ha ganado a Bellavista. Es costumbre de los negros que "cuando un niño menor de 12 años muere, se hace una especie de fiesta, se danza con el niño, es como un juego" en el que el padrino es el primero en tomar al pequeño y bailar con él, al son de cantos y tambores.

Así celebraban los africanos esclavizados que la muerte librara a sus niños de la esclavitud.

"Velo qué bonito / lo vienen bajando/ con ramos de flores / lo van coronando…", dice la canción negra chocoana.

Nada de eso pudo hacerse con los nacidos o por nacer, muertos en la iglesia. "La gente tiene la idea de que su niño no ha descansado en paz. Tú los ves contentos, pero qué va", dice Antún.

Tampoco pudieron celebrarse los novenarios para los muertos adultos, en los que siempre hay una solista, una mujer mayor, y las demás le responden con un estribillo.

"En la cultura negra, los muertos tienen un peso tremendo. Terminan determinando la existencia de los vivos", explica en Bogotá el sociólogo Jimmy Viera.

Pero en Bellavista, Antún sólo pudo regresar dos días después, con otros cinco hombres, a recoger y "armar las personas que estaban incompletas", y cavar junto al río Bojayá "el hueco para tirarlas allí".

Un informe de la Organización de las Naciones Unidas del 20 de mayo de 2002 dio cuenta de varias alertas lanzadas por el peligro inminente que corría la población civil. También detalló el conocimiento que la fuerza pública tenía de la llegada de los paramilitares y su asentamiento en medio del caserío de Bellavista, en zona guerrillera.

"Padre, la comunidad quiere salir de esta duda, padre, qué pasó que se perdió tanto tiempo para que llegara la fuerza pública, y ahora cualquier cosita y ya aparecen…", le inquiere a Antún un bellavisteño.

La pregunta permanece sin respuesta.

A partir de septiembre de 2002, Antún acompañó el retorno de los desplazados a Bellavista. Pero un año después se vino abajo. Estuvo en tratamiento psicológico, y luego la curia lo envió a estudiar comunicación social en Italia.

"Para mí volver es una gran alegría". Ellos "me dan una fuerza que tal vez no tengo".

UN PUEBLO SIN MEMORIA

El Nuevo Bellavista fue construido por el gobierno un kilómetro al sur del original, como parte de la reparación a los sobrevivientes de la matanza. El presidente Álvaro Uribe lo inauguró el 13 de este mes.

Tras 30 días de inundaciones en el escenario de la masacre —donde todo se había levantado con el propio esfuerzo— unos 1.200 bellavisteños accedieron a mediados de septiembre a mudarse a 264 casas de ladrillo tendidas sobre un terraplén, en barrios sin historia cuyos nombres dependen del número de viviendas que cada contratista construyó: Las 80, Las 50.

Nuevo Bellavista será modelo para todo el Atrato porque el terraplén, para el cual se removieron 750.000 metros cúbicos de tierra, está por encima de la cota de inundaciones y alejado del río.

El último grupo de familias se mudó tres días antes de nuestra llegada. Algunos adolescentes aprovechan su flamante estadio polideportivo, una rareza en el Atrato, pero ya plagado de basura.

El agua viene y va de los grifos. Algunos tubos de acueducto ya se han roto. "Es normal", dicen los ingenieros. La electricidad proviene de una planta en las afueras y funciona de 6 de la tarde a 11 de la noche.

Pero "estamos 80 por ciento mejor que en Bellavista. Tenemos muchas comodidades que no teníamos", dice Ariel Correa, comerciante de 37 años y padre de cuatro hijos, recién establecido en su nueva casa.

En una vivienda en la parte alta de Nuevo Bellavista se lee en una cartulina contra la ventana: "Un pueblo que marcha unido es difícil de engañar".

De la aldea donde ocurrió la matanza no quedará nada, excepto los tres edificios de la Iglesia Católica, la capilla, la casa cural y la de las monjas.

Si los antiguos propietarios no desbaratan sus viviendas, las arrasará una aplanadora del gobierno. Por eso los bellavisteños se llevan tablas, tejas, inodoros que puedan reutilizar.

Nadie se hace cargo de la reubicación de unas 12 familias desplazadas del caserío de Carrillo, a un par de horas por río selva adentro, que aún ocupan varias viviendas que también serán derrumbadas en el pueblo fantasma, al que llegaron despavoridas en septiembre de 2003, huyendo de los combates.

"No tenemos nada, vea, estamos así. No nos dejan hacer casas allá (en Nuevo Bellavista). Hable eso, hable eso", dice a IPS con angustia un anciano.

Es como si se tratara de borrar a Bellavista, no sólo del mapa sino de la memoria, a pesar del cartel que colocó el ejército, y que le achaca el crimen sólo a las FARC: "¡Que no se nos olvide nunca!"

Tras la matanza, el ejército, que se demoró cinco días en llegar al lugar, fue investigado por "omisión" por la justicia militar y la Procuraduría General de la Nación. El Estado pagó a los sobrevivientes una reparación monetaria de hasta 40.000 dólares por persona.

"Con esa plata se volvieron locos comprando de todo. Y usted sabe que cosa de muerto, todo se va desapareciendo", dice el compositor bellavisteño Domingo Valencia, 60 años.

"Había gente que pasaba ocho días tomando trago con la plata de los muertos", agrega, "compraron equipos de sonido, ya esos equipos se dañaron. Ya los motores (fuera de borda) se les dañaron. Y están los muertos abandonados", dice.

"Cuando no hay acompañamiento, como no hay formación", comenta Antún, "difícilmente puede aspirarse a que la gente invierta bien su dinero".

LOS OTROS OLVIDADOS

En su cobertura del territorio de Colombia, IPS no ha visto un camposanto en tal abandono como el de Bellavista, a excepción de las fosas comunes en las que los paramilitares arrojaban los restos de sus víctimas.

Es difícil llegar al cementerio, en una colina entre el poblado desmantelado y el nuevo, adonde fueron trasladados los cuerpos tiempo después de la matanza.

Debajo de la vegetación que lo carcome todo asoman banderas blancas en hilachas, o palos de madera podrida con los números que se asignó a cada cuerpo, tras la identificación adelantada por la fiscalía. Sólo tres tienen algo similar a una lápida. Junto a los números, se conservan algunos nombres.

"Ese olvido es parte de la desgracia de esas comunidades, porque sus muertos sencillamente son abandonados, y los espíritus abandonan también la existencia de esos pueblos", estima Viera.

Valencia no sabe leer. Compone y guarda en su memoria. Dice que él sí vive en paz, porque respeta la tradición de los muertos.

No se mudará con su compañera a Nuevo Bellavista porque es al pie del río donde se inspira.

"Qué dolor me da/ Cuando llego al cementerio / De ver mis paisanos / Que murieron en la iglesia // Tan abandonados / Como muerto sin doliente // Cogieron su plata / Y nunca dellos se acordaron // Ya los palos se cayeron / La bandera se pudrió // Muchos me preguntan / Por qué yo sí doy razón".

IPS interroga al artista popular: ¿de estas cosas tan dolorosas es mejor olvidarse, o recordar? "Es mejor recordar", contesta.

Le piden otra canción, y Antún inquiere: ¿dónde hay tambor? "Aquí no hay tambor. Desde que usted se fue, padre, todo eso se acabó. Se los deben haber comido ya las cucarachas y las ratas", responde Valencia.

"La renuncia al tambor, herencia de África, es gravísima", interpreta el sociólogo Viera. En Bojayá "ha habido una ruptura cultural durísima. Ese pueblo quedó arrasado culturalmente. ¿Quién repara eso?", pregunta.

"Este artículo es parte de una serie de reportajes sobre Objetivos de Desarrollo del Milenio en el Chocó. El proyecto que dio origen a este trabajo fue el ganador de las Becas AVINA de Investigación Periodística. Los abonados que lo reproduzcan deben incluir el logo correspondiente. La Fundación AVINA no asume responsabilidad por los conceptos, opiniones y otros aspectos de su contenido".

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