MONTEVIDEO – Hace tres años, el capitán Ibrahim Traoré tomó el poder en Burkina Faso con dos promesas que han resultado ser vacías: abordar la creciente crisis de seguridad del país y restaurar el régimen civil.
Ahora ha pospuesto las elecciones hasta 2029, disuelto la comisión electoral independiente y retirado al país de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao) y de la Corte Penal Internacional (CPI).
Burkina Faso se ha convertido en una dictadura militar.
El proceso en ese país de África occidental comenzó en enero de 2022, cuando las protestas por la incapacidad del gobierno civil para hacer frente a la violencia yihadista abrieron la puerta al teniente coronel Paul-Henri Sandaogo Damiba para tomar el poder.

Las autoridades de transición prometieron el retorno a la democracia en un plazo de dos años, acordando un calendario con la Cedeao. Pero ocho meses después, Traoré lideró un segundo golpe de Estado, acusando a Damiba de no haber derrotado a los insurgentes.
Cuando se acercaba la fecha límite prometida por Traoré, junio de 2024, el gobierno militar convocó un diálogo nacional que la mayoría de los partidos políticos boicotearon.
La carta resultante prorrogó la presidencia de Traoré hasta 2029 y le concedió permiso para presentarse a las próximas elecciones, transformando lo que se suponía que era un acuerdo de transición en un poder personal consolidado.
La destitución del primer ministro Apollinaire Joachim Kyelem de Tambela y la disolución de su gobierno en diciembre de 2024 eliminaron la pretensión de participación civil en el gobierno.
A medida que los militares han afianzado su dominio, las libertades civiles se han evaporado.
El Civicus Monitor rebajó la calificación del espacio cívico de Burkina Faso a «reprimido» en diciembre de 2024, lo que refleja el silenciamiento sistemático de la disidencia mediante detenciones arbitrarias y una táctica particularmente siniestra: el reclutamiento militar forzoso de los críticos.
Cuatro periodistas secuestrados en junio y julio de 2024 desaparecieron en el ejército, y las autoridades anunciaron que habían sido alistados.
En marzo de 2025, tres destacados periodistas que se pronunciaron en contra de las restricciones a la libertad de prensa fueron desaparecidos por la fuerza durante 10 días antes de reaparecer con uniformes militares, con su independencia profesional borrada a punta de pistola.
Los activistas de la sociedad civil han sufrido destinos similares. Cinco miembros del movimiento político Sens fueron secuestrados tras publicar un comunicado de prensa en el que denunciaban el asesinato de civiles.
El coordinador de la organización, el abogado de derechos humanos Guy Hervé Kam, ha sido detenido en repetidas ocasiones por criticar a las autoridades militares. En agosto de 2024, siete jueces y fiscales que investigaban a los partidarios de la junta fueron reclutados. Seis de ellos se presentaron en una base militar y desde entonces no se sabe nada de ellos.
Esta instrumentalización del reclutamiento convierte el compromiso cívico en motivo para el servicio militar obligatorio, criminalizando de hecho la disidencia mientras se alega la movilización de la defensa nacional.
Mientras tanto, la situación de seguridad que supuestamente justificó estos golpes de Estado ha empeorado drásticamente. Las muertes por violencia islamista militante se han triplicado bajo el mandato de Traoré, y ocho de los diez ataques más mortíferos contra el ejército se han producido bajo su gobierno.
Las fuerzas militares ahora operan libremente en tan solo 30 % del país. El ejército ha cometido atrocidades masivas: en la primera mitad de 2024, las fuerzas militares y las milicias aliadas mataron al menos a 1000 civiles.
En un incidente ocurrido en febrero de 2024, los soldados ejecutaron sumariamente al menos a 223 civiles, entre ellos 56 niños, en lo que parece ser una represalia por un ataque islamista.
El conflicto ha desplazado a millones de personas, y las estimaciones independientes sitúan el número de desplazados internos entre tres y cinco millones, lo que supera con creces el último recuento oficial del gobierno, de algo más de dos millones en marzo de 2023.
Algunos huyen cruzando la frontera. Entre abril y septiembre de 2025, llegaron alrededor de 51 000 refugiados al distrito de Koro Cercle, en el vecino Malí, lo que desbordó a las comunidades de acogida, que ya luchaban con unos servicios públicos frágiles.
Múltiples epidemias simultáneas, entre ellas la hepatitis E, el sarampión, la poliomielitis y la fiebre amarilla, agravan la crisis humanitaria en Burkina Faso.
Para eludir la responsabilidad por estos fracasos, la junta se está retirando de la supervisión internacional. En enero, tras su salida conjunta de la Cedeao, a la que calificaron de estar bajo influencia extranjera y de no apoyar su lucha contra el terrorismo, Burkina Faso, Malí y Níger, gobernados por militares, formaron la Alianza de Estados del Sahel.
En septiembre, las tres juntas anunciaron su retirada de la CPI, calificando erróneamente a este organismo, que exige responsabilidades a los violadores de los derechos humanos, como una herramienta de represión neocolonial.
Estas medidas dejan a las víctimas de ejecuciones extrajudiciales, torturas y crímenes de guerra sin perspectivas realistas de que se exijan responsabilidades.
La maquinaria de propaganda online del régimen ha demostrado ser muy eficaz a la hora de justificar su intensificación de la represión. Traoré ha cultivado una imagen de joven héroe panafricano que lucha contra el imperialismo occidental.
Para algunos jóvenes de toda África y la diáspora, representa el liderazgo carismático necesario para romper con la política desacreditada y las relaciones coloniales.
Esta reputación se basa en una amplia desinformación que exagera los progresos, minimiza las violaciones de los derechos humanos y presenta la retirada de las instituciones internacionales como una resistencia audaz en lugar de una evasión de la rendición de cuentas.
La retórica antiimperialista de la junta oculta una realidad sencilla: ha sustituido una relación problemática por otra.
Tras expulsar a las fuerzas francesas, Burkina Faso ha recurrido a Rusia en busca de apoyo militar.
Los mercenarios rusos operan ahora ampliamente junto a las fuerzas nacionales, sin ejercer ninguna presión para que se respeten los derechos humanos y ofreciendo a Vladimir Putin un escudo que le protege de la rendición de cuentas por su guerra en Ucrania.
La junta militar ha concedido recientemente a una empresa vinculada al Estado ruso una licencia para extraer oro.
Sin embargo, el ideal democrático sobrevive. Los líderes de la sociedad civil siguen alzando la voz, los periodistas siguen informando y las figuras de la oposición siguen organizándose, a pesar de los enormes riesgos personales que ello conlleva. Su valentía exige algo más que declaraciones de preocupación.
Ante la repentina suspensión de los programas de la Agencia de Estados Unidos para el Dearrollo Internacional (Usaid) por parte de la administración de Donald Trump, otros donantes internacionales deben dar un paso al frente y establecer mecanismos de financiación de emergencia para apoyar a las organizaciones de la sociedad civil y a los medios de comunicación independientes que operan bajo severas restricciones en Burkina Faso o en el exilio.
Las instituciones regionales deben imponer sanciones específicas a los funcionarios responsables de violaciones de los derechos humanos y mantener la presión para que se restablezca la democracia.
Sin una solidaridad internacional sostenida con las fuerzas democráticas de Burkina Faso, el país corre el riesgo de convertirse en otro ejemplo aleccionador de cómo el régimen militar, una vez consolidado, resulta extraordinariamente difícil de revertir.
Inés M. Pousadela es especialista sénior en Investigación de Civicus, codirectora y redactora de Civicus Lens y coautora del Informe sobre el Estado de la Sociedad Civil de la organización.
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