MONTEVIDEO – A finales de junio, miles de personas inundaron las calles de Lomé, la capital de Togo, planteando al gobierno dinástico su mayor desafío en décadas.
El catalizador fue la maniobra constitucional del presidente Faure Gnassingbé para mantener su control sobre el poder. En marzo de 2024, su Gobierno impulsó enmiendas constitucionales que transformaron Togo de un sistema presidencial a uno parlamentario.
Esto creó un nuevo cargo, el de presidente del Consejo de Ministros —en la práctica, el jefe del Ejecutivo de Togo—, elegido por el parlamento en lugar de por voto popular y sin límite de mandato. Gnassingbé asumió este nuevo cargo en mayo, dejando muy claro que los cambios solo tenían como objetivo mantenerlo en el poder de forma indefinida.
Esta maniobra constitucional fue el último episodio de una saga familiar de 58 años que comenzó cuando el padre de Faure, Gnassingbé Eyadéma, tomó el poder en un golpe de Estado en 1967.
Durante 25 años, el anciano Gnassingbé gobernó un Estado unipartidista, organizando elecciones rituales que alcanzaron cotas absurdas en 1986, cuando se proclamó reelegido con cerca de 100 % de los votos y una participación inverosímil de 99 %.
Incluso después de la llegada de la democracia multipartidista nominal en 1992, las elecciones siguieron siendo una farsa con resultados predeterminados, ya que los partidos de la oposición se enfrentaban a obstáculos sistemáticos que hacían imposible una competencia leal.

Cuando Eyadéma murió en 2005, los militares simplemente nombraron a su hijo Faure como sucesor, a pesar de que la Constitución exigía la celebración de elecciones inmediatas. La presión internacional obligó a organizar unas elecciones apresuradas, pero estas siguieron el guion habitual de violencia, fraude y represión.
El patrón se repitió en 2010, 2015 y 2020, y cada elección ofreció una apariencia de legitimidad para continuar con el régimen autoritario, lo que provocó sucesivas oleadas de protestas que fueron reprimidas violentamente o suprimidas de forma preventiva.
Ahora, dos décadas después de que Faure asumiera el poder, esta última maniobra constitucional ha desencadenado el desafío más importante a su régimen. Los cambios constitucionales diseñados para mantenerlo en el poder han galvanizado a la oposición, creando un punto focal para décadas de agravios acumulados.
Las protestas actuales se diferencian de las anteriores en que están lideradas de forma abrumadora por jóvenes que nunca han conocido a otros líderes que no sean los Gnassingbé.
Criados con promesas de democracia multipartidista, han sido testigos de un fraude electoral sistemático para perpetuar un gobierno que no responde en absoluto a sus necesidades. Relacionan sus dificultades cotidianas con el desempleo, los cortes de electricidad y las infraestructuras en ruinas con la negación prolongada de sus libertades democráticas.
La detención en mayo de Aamron, un popular rapero y tiktoker, por publicar un vídeo en el que llamaba a protestas callejeras coincidiendo con el cumpleaños de Gnassingbé el 6 de junio, avivó el descontento y convirtió la frustración latente en resistencia organizada.
La detención de Aamron provocó la formación del Movimiento 6 de Junio (M66), liderado por jóvenes artistas, blogueros, activistas de la diáspora y figuras de la sociedad civil que dependen en gran medida de las redes sociales para coordinar las protestas, eludiendo los canales controlados por el Estado.
Sin embargo, la respuesta del Gobierno ha seguido la conocida vía de la represión autoritaria. A finales de junio, las fuerzas de seguridad mataron al menos a siete personas, entre ellas Jacques Koami Koutoglo, de 15 años, y también han utilizado gases lacrimógenos, palizas y detenciones masivas contra los manifestantes.
El régimen ha detenido a periodistas, ha obligado a borrar las imágenes de las protestas y ha impuesto cortes de Internet durante las mismas. Ha suspendido los medios de comunicación internacionales, incluidos France 24 y RFI, por su cobertura de las protestas.
Incluso ha emitido órdenes de detención internacionales contra los líderes del M66 que residen en el extranjero, acusándolos de terrorismo y subversión.
Puede leer aquí la versión en inglés de este artículo.
Las protestas han continuado a pesar de la represión. El liderazgo de los jóvenes, menos intimidados por el aparato de seguridad y mejor conectados a través de las redes sociales, ha permitido la diversificación de las tácticas de la oposición, y los activistas alternan entre protestas callejeras, impugnaciones legales y defensa internacional según lo dicten las circunstancias.
La diáspora también está desempeñando un papel importante, ya que las comunidades togolesas en el extranjero organizan protestas solidarias y abogan ante las organizaciones internacionales por la imposición de sanciones contra el régimen de Gnassingbé.
Sin embargo, siguen existiendo obstáculos importantes. Gnassingbé controla todas las palancas del poder, incluidas las fuerzas de seguridad, la comisión electoral y el Tribunal Constitucional.
Para que se produzca una transición democrática, sería necesario intensificar la presión internacional, incluida la imposición de sanciones selectivas a los funcionarios del régimen y a sus intereses económicos. Los organismos regionales, en particular la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental, tendrían que actuar, incluso amenazando con suspender a Togo hasta que se apliquen las reformas democráticas.
Que estas protestas desencadenen un cambio democrático o se conviertan en un capítulo más de la historia de la represión de la disidencia dependerá, en última instancia, de la capacidad de las fuerzas prodemocráticas para mantener la presión y de si la comunidad internacional decide finalmente actuar.
La maniobra constitucional de Gnassingbé puede resultar ser su último acto, no porque haya logrado mantenerlo en el poder, sino porque ha despertado a una nueva generación. Los jóvenes de Togo han descubierto el poder de la acción colectiva, y eso podría resultar decisivo.