KABUL – Rukhsar, de 27 años, es viuda y la única sostén de una familia de cinco miembros. Relata su historia bajo el régimen talibán, una realidad a la que se enfrentan miles de mujeres en Afganistán.
«Cada vez que cogía un bolígrafo, escribía sobre cómo convertir el fracaso en éxito, levantarse después de caer y los momentos buenos que siguen a los malos en la vida. Cada vez que escribía, mi estado de ánimo, mi alma y mi mente cobraban vida, alimentados por las palabras de mis logros», dice esta mujer que habla con un nombre supuesto.
«Con cada victoria conseguida y cada hito alcanzado, redoblaba mis esfuerzos», sigue narrando Rukshar, que vive en una ciudad media, en un testimonio que IPS trascribe usando su primera persona sobre una realidad que se repite entre las mujeres a lo largo de este país enclavado en el sur de Asia.
«Como un alpinista que sueña con llegar a la cima, mi esperanza de hacer realidad mis sueños crecía con cada día que pasaba.
Pero esta vez, mis sueños se han desmoronado y me siento derrotada.
Yo también tuve una vida estable, pero los vientos del destino la destrozaron. Rompiendo mis sueños.
Hace exactamente siete años, comencé una relación con una persona amable y valiente, Yusuf, que era mi fuente de seguridad mientras yo cuidaba de los pacientes en un hospital. Como enfermeras, pasábamos nuestros días cuidando a la gente de nuestro país. Nos dedicábamos a nuestro sagrado deber con pasión y entusiasmo.
En medio de las alegrías de la vida, Yusuf y yo tuvimos la bendición de tener dos hijos, Iman y Ayat. Ellos hicieron que nuestra vida brillara con más intensidad.
Sin embargo, justo cuando todo parecía ir bien, empezamos a oír rumores en la distancia. Los talibanes habían iniciado una lucha para recuperar Afganistán (que ya habían gobernado entre 1996 y 2001). Oímos hablar de la caída de distritos en provincias vecinas, como Balkh, y de la muerte y desaparición de nuestros seres queridos.
A medida que pasaban los días, la intensidad de la guerra entre el gobierno y las milicias talibanes aumentaba. Todos estábamos en estado de pánico, temiendo convertirnos en víctimas del conflicto. La guerra se acercaba cada vez más a la ciudad.
Un día, Yusuf me instó a que no fuera a trabajar. Él fue en mi lugar. Besó a nuestros hijos y se despidió con lágrimas en los ojos. Esa fue la última vez que lo vimos con vida.
Después de que se marchara, no dejé de llamarlo a intervalos cortos para preguntarle si todo iba bien, y cada vez me respondía sin demora. Sin embargo, mi llamada de la tarde no obtuvo respuesta; tampoco me devolvió la llamada. Eso desencadenó una inquietud en mi mente. Pronto se apoderó de mí por completo y ya no pude controlarla.
En el momento abrasador de mi desesperación y agotamiento, el padre de Yusuf me dijo que había recibido una llamada de un número desconocido. Me anunció que Yusuf ya no estaba con nosotros. Había sido brutalmente asesinado por un grupo tiránico, despiadado, sanguinario y opresivo.
Esa fecha quedará grabada para siempre en mi memoria. Era el 16 de junio de 2021 (antes de que los talibanes entrasen en Kabul y recuperaran el poder el 15 de agosto de ese mismo año).
El dolor por la pérdida de Yusuf me provocó noches de insomnio, recuerdos que me atormentaban a cada momento y una profunda soledad que nada podía llenar. Estaba atrapada en una lucha emocional y mental de la que no podía escapar.
Pasaron los días y los meses, y los problemas se acumulaban uno tras otro sin tregua. No tenía apoyo psicológico, estaba atrapada en crecientes dificultades económicas y me preocupaba constantemente cómo mantener a nuestros hijos, que ahora estaban completamente a mi cargo. Tenía que encontrar una salida.
Volví a mi antiguo lugar de trabajo en el hospital de Mazar-i-Sharif, pero alguien nuevo había ocupado mi puesto. Regresé a casa con las manos vacías. A mi alrededor solo había desesperación y miedo.
Mientras tanto, mi familia me presionaba cada vez más para que me casara de nuevo. Nadie podía entender realmente el dolor que estaba sufriendo. Mi marido Yusuf había fallecido, pero su amor seguía vivo.
Era lo único, aparte de mis hijos, que me daba esperanza. Empecé a buscar trabajo y finalmente conseguí uno como comadrona en la Asociación de Orientación Familiar de Afganistán (Afga), una de las organizaciones no gubernamentales más antiguas de Afganistán.
Era el año 2023. Tenía un trabajo de ocho horas y ganaba un sueldo mensual de más de 9500 afganis, lo que me permitía mantener a mis hijos y ayudar económicamente a los padres de mi difunto marido. Estaba emocionada y nerviosa por la nueva etapa de mi vida.
Prestábamos servicios a los clientes más vulnerables que sufrían las consecuencias de los terremotos, las inundaciones y la sequía.
Sin embargo, todos los días escuchaba noticias sobre cómo el régimen talibán planeaba cerrar varias organizaciones que apoyaban a las mujeres y las familias, así como prohibir a las mujeres asistir a las escuelas y universidades. En mi lugar de trabajo, podíamos prever que miles de familias pronto se quedarían sin ayuda.
Cada día nos inundaban malas noticias sobre medidas que afectaban negativamente a la situación de las mujeres. Parecía que ser mujer en Afganistán era un delito.
No podíamos estudiar ni ir a los parques. Las mujeres eran azotadas por la mera sospecha de acostarse con alguien que no fuera su marido. Las niñas eran obligadas a casarse y las mujeres se suicidaban. Probablemente somos el pueblo más oprimido de la historia de Afganistán.
Sin embargo, mis colegas y yo nos consolábamos con el hecho de que, al trabajar en el ámbito médico como miembros esenciales de la sociedad, suponíamos que éramos indispensables.
Aún manteníamos grandes esperanzas de que nuestro trabajo en el ámbito médico continuara, a pesar de que los funcionarios de la brutal y opresiva unidad de Promoción de la Virtud y Prevención del Vicio nos vigilaban constantemente. Todos los jueves, durante una hora, estos agentes nos daban clases de religión como si no fuéramos musulmanes.
Trabajábamos principalmente con pacientes mujeres, pero nos obligaban a cubrirnos el rostro con mascarillas y a llevar el hiyab. Se nos prohibía hablar en voz alta y entablar conversación con los acompañantes masculinos de las pacientes. Las restricciones eran cada vez mayores, pero yo tenía que mantenerme fuerte por mi familia.
A pesar de todo el acoso y la opresión, seguimos trabajando porque atender a nuestros pacientes nos daba paz mental, por no hablar de la profunda satisfacción y el alivio de poder mantener económicamente a nuestras familias.
La mañana del 3 de diciembre de 2024, me enteré de la noticia del cierre de las instituciones médicas. Fue increíblemente doloroso, como una puñalada en el corazón. Pasé todo el día llorando y sumida en la tristeza. En el pequeño refugio donde trabajaba, todas estábamos abatidas por el dolor.
El día pasó y no sabíamos cómo habíamos conseguido superarlo. Al final del día, llegamos a la conclusión de que «quizás seamos la última generación de médicas profesionales».
El 3 de enero, a las 9:08 de la mañana, recibí una llamada de una compañera de la oficina central de Kabul. Me informó de que el mulá (líder religioso) Hibatullah Akhundzada, el líder talibán misógino, había emitido un decreto para cerrar los centros de salud financiados por donantes extranjeros. Según él, el objetivo era frenar el aumento de la población musulmana.
Se me heló la sangre. No obstante, mis colegas y yo albergábamos la esperanza de que el decreto fuera revocado. No fue así.
Apenas una semana después, se nos notificó por correo electrónico que Afga tenía que cerrar debido a las nuevas restricciones impuestas por los talibanes.
En ese momento, mientras leía el correo electrónico, sentí como si me hubieran cortado las piernas. Mi mente se llenó de pensamientos sobre Ayat e Iman, preguntándome qué hacer a continuación y a qué puerta llamar.
No estaba sola. Pensamientos similares debían de estar pasando por la mente de 270 mujeres afganas que trabajaban en 23 provincias (del total de 34 del país). También perdí toda esperanza en el futuro. No tenía ni idea de qué podía hacer a continuación».
T: MF / ED: EG