Los pueblos indígenas, agentes en la lucha contra la crisis climática

Indígenas de la aldea Kapoto, en la Tierra Indígena Xingú, en el estado de Mato Grosso, en Brasil, exhiben una pancarta con el lema "No al marco temporal" en defensa de su territorio, en mayo de 2022. Imagen: Francesc Badia i Dalmases

QUITO – La crisis climática es una realidad que ya nadie puede desconocer. Tampoco existe duda alguna acerca de la seriedad del fenómeno para la vida de los pueblos indígenas, explica José Proaño, director de Programas de Land is Life para América Latina.

“Todos seremos afectados de manera dramática y aquí, en América Latina, encontrarnos en la región del planeta que genera menos emisiones de CO2, tampoco impide que las consecuencias del cambio climático sean cada vez más visibles y dramáticas. Más grave aún, es que la crisis impactará con mayor severidad a los pueblos indígenas, con especial énfasis en las mujeres de esas comunidades”, asegura.

La respuesta, según Proaño, radica en tomar decisiones difíciles, como cuando la población ecuatoriana optó por dejar el petróleo bajo tierra, en la Consulta Popular sobre la explotación hidrocarburífera en el Parque Nacional Yasuní.

Es indudable que el mundo tiene que superar la era de los combustibles fósiles, y para los Pueblos Indígenas de todo el mundo, incluyendo los Pueblos en Aislamiento Voluntario, mientras más rápido suceda eso, será mejor. Su supervivencia puede depender de ello.

La crisis climática: impacto global, daños particulares

A comienzos de septiembre de 2023, la Organización Meteorológica Mundial (OMM) presentó un informe sobre las temperaturas récord del verano boreal precedente. Según este organismo, el trimestre junio-julio-agosto fue el más caluroso en la historia del planeta tierra: en conjunto, este período resultó 1,5°C más cálido que el promedio preindustrial de 1850-1900.

Este dato llevó al secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, a concluir que “el colapso climático” mundial ha comenzado. “Los científicos han advertido hace mucho tiempo sobre lo que desencadenará nuestra adicción a los combustibles fósiles.”

Al ritmo en que aumentan los desastres de origen meteorológico – las inundaciones por esta causa se incrementaron un 134% entre 2000 y 2023 –, también se hacen más evidentes sus consecuencias negativas para poblaciones rurales e indígenas en regiones como el continente asiático, los pequeños estados insulares y el África subsahariana.

De hecho, la Cumbre Climática de África, reunida en Kenia en septiembre de 2023, determinó en su Declaración Final que ese continente “se está calentando más rápido que el resto del mundo”. Las autoridades gubernamentales participantes del encuentro, manifestaron asimismo su preocupación porque “muchos países africanos enfrentan cargas desproporcionadas y riesgos crecientes relacionados con el cambio climático”.

Por lo general, los países con menor responsabilidad en la aceleración de este proceso padecen sus consecuencias con mayor crudeza, pero a la vez albergan gran parte de los activos naturales y culturales que podrían contribuir a atenuarlas. Características que desvelan, simultáneamente, otras inequidades históricas: las naciones africanas, por ejemplo, concentran en conjunto cerca de 40 % de los recursos de energías renovables del mundo, pero solo recibieron 2 % de la inversión total en ese ámbito, durante la última década.

Algo similar sucede con los pueblos indígenas, a los que un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) consideró “fundamentales para el éxito de las medidas y las políticas dirigidas a mitigar el cambio climático”.

En principio, porque son alrededor de 370 millones de personas en todo el planeta, situadas “a la vanguardia de un modelo económico moderno basado en los principios de una economía verde sostenible”, las que pueden impulsar un cambio de matriz productiva a partir de sus conocimientos tradicionales.

Sin embargo, la OIT indicó también que estas poblaciones concentran otras seis características que las vuelven especialmente frágiles ante un eventual colapso del clima.

La primera y más dañina de esa es la pobreza, que acosa a 15% de sus integrantes; al igual que la dependencia de los recursos naturales; la vulnerabilidad de las regiones geográficas y ecosistemas en que viven; la potencial obligación de migrar por la destrucción de esos hábitats; las desigualdades de género y la falta de reconocimiento como personas indígenas, de sus derechos e instituciones.

Pueblos indígenas africanos como los Maasai de Tanzania, por ejemplo, ya han sido desplazados de sus territorios y confinados al borde del hambre a partir de políticas que restringen sus actividades de pastoreo en “áreas de conservación”.

Advertidos de esta circunstancia, los gobernantes reunidos en la cumbre africana instaron a “apoyar a los pequeños agricultores, pueblos indígenas y comunidades locales en la transición a economías sustentables dado su papel clave en la gestión de los ecosistemas”. Pero aun así, múltiples culturas ancestrales, en todo el mundo, pueden afrontar idéntico destino a corto o mediano plazo.

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Los Maasai de Tanzania han sido desplazados de sus territorios y confinados al borde del hambre.  Imagen: Land is Life

América Latina

Los pueblos indígenas de América Latina tampoco escapan de los impactos de la marginación y el cambio climático. “Mientras en el mundo se discuten las formas de parar el cambio climático, las empresas transnacionales no han hecho ningún esfuerzo por bajar las presiones sobre nuestros territorios”, sostuvo Leonidas Iza, presidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) en la Cumbre Climática COP27 de Egipto, a fines de 2022.

Por su parte, para Germán Freire, autor de la investigación “Latinoamérica Indígena en el Siglo XXI”, publicada por el Banco Mundial (BM), no siempre el porvenir es sinónimo de aprendizaje: “Cuando escribimos el informe en 2015, nos impactó que, a pesar de los avances de las décadas pasadas en términos de marcos legales y representación, los pueblos indígenas seguían rezagados detrás de todos los demás en casi todos los aspectos».

«Desde entonces, las cosas han empeorado aún más, debido a los efectos acumulativos de la pandemia, el cambio climático y el crecimiento de la desigualdad. Los pueblos indígenas necesitan estar al volante de su propio desarrollo para que este sea sostenible y resiliente”, añade.

En sintonía con otros análisis globales, el documento del BM puso el foco en la notoria marginación económica que castiga a este sector de la población: sobre un estimado de 42 millones de personas indígenas en la región, un 43 % es pobre, mientras que 24 % sufre pobreza extrema.

Una cifra a la que podrían añadirse otros 5.8 millones de habitantes indígenas para 2030, de acuerdo a estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), si no se contiene la crisis ambiental en curso; proyección triste pero nada descabellada, ya que “América Latina y el Caribe es la segunda región del mundo más propensa a sufrir desastres de origen climático”.

De allí la importancia de garantizar el pleno acceso a derechos, tierra y recursos para las culturas originarias latinoamericanas, como parte de “una estrategia eficaz para combatir el cambio climático” apoyada en sus saberes y su conducta responsable con el entorno.

Como ejemplo, los investigadores del BM puntualizaron que entre “2000 y 2012, la deforestación en la Amazonía brasileña fue de 0,6% dentro de los territorios indígenas protegidos legalmente, mientras que fuera de estos llegó a 7 %, lo que produjo 27 veces más emisiones de dióxido de carbono”.

No se trata de un dato menor tomando en cuenta que, desde 1990 hasta 2015, la superficie forestal de la región disminuyó en 14 puntos porcentuales.

Tendencia que puede volverse terminal en Brasil: durante la presidencia de Jair Bolsonaro, este país limitó las agencias ambientales y redujo las normas de protección forestal; mientras que en mayo de 2023, la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de ley que busca limitar los reclamos territoriales indígenas a las poblaciones que habitaran regiones en litigio antes de 1988.

Y aunque el pasado 21 de septiembre la Corte Suprema de Brasil bloqueó los esfuerzos para restringir los derechos territoriales de los indígenas y, en una decisión histórica 9 de los 11 miembros del tribunal votaron en contra de lo que grupos de derechos humanos habían denominado el “truco del marco temporal”, la aplicación de la sentencia sobre el terrero será muy complicada dado el enorme poder de los terratenientes que ocupan muchas de esas tierras indígenas.

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Vista aérea de la selva tropical ecuatoriana. Imagen: Land is Life

“Si esto continúa, se alcanzará un irreversible punto de inflexión que no permitirá recuperar los ecosistemas, sumideros de carbono y conocimientos de los pueblos indígenas”, enfatizó el Grupo de Trabajo Internacional para Asuntos Indígenas (Iwigia,  en inglés). Y a pesar de las reducciones logradas durante el primer año del nuevo gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, se trata solo de avances porcentuales: mientras tanto, el proceso sigue.

Combinados, estos hechos implican una disminución de la biodiversidad y los servicios ecosistémicos, así como alteraciones en el régimen de lluvias y un aumento acelerado de la temperatura promedio.

El caso Ecuador: ¿Cuestión de Estado?

La organización Global Forest Watch identificó un proceso similar al de Brasil en Ecuador, que en los últimos veinte años (2000-2022) ha perdido casi 230 mil hectáreas de bosque primario húmedo. En realidad, en su mayor parte, esa superficie boscosa fue destruida por la deforestación vinculada con actividades agrícolas (monocultivos de palma aceitera, cacao, café y ganadería extensiva, entre otras) y extractivas, la imprevisión y la falta de control estatal.

En gran medida, la pérdida de bosque se debe a que el Estado ecuatoriano no ha mantenido una política ambiental clara, coherente y comprometida con la defensa de los derechos humanos, comunitarios y de la naturaleza. De hecho, en su informe 2022-2023, Amnistía Internacional cuestionó la “actuación deficiente” de la gestión presidencial de Guillermo Lasso, en relación con la actual “crisis climática”.

Falencia que también evidenciaron sus predecesores en el cargo, Lenín Moreno y Rafael Correa, a pesar de que, en lo formal, la Constitución de 2008 convirtió a Ecuador – firmante asimismo de convenios ambientales internacionales como el Acuerdo de París y el Protocolo de Kioto – en el primer país que considera a la naturaleza como sujeto de derechos.

Además, la Constitución establece (Art. 74) que los servicios ambientales “no serán susceptibles de apropiación; su producción, prestación, uso y aprovechamiento serán regulados por el Estado”, al tiempo que reconoce la condición pluricultural y multiétnica de su población, junto con mecanismos de protección de sus derechos territoriales y comunitarios.

Aunque dos de los últimos tres gobiernos ecuatorianos presentaron sendos planes integrales de manejo del cambio climático (en julio de 2012 y febrero de 2023), esto no significa que su desempeño sea siempre congruente con esas políticas o con la Carta Magna.

“Según las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC, en inglés) presentadas en 2019, las metas son bastante bajas: el gobierno solamente se plantea reducir las emisiones de carbono 9 % en los sectores de energía, agricultura, procesos industriales y residuos, si no cuenta con apoyo externo, o 20,9 % si lo consigue; y en cuestión de Uso de Suelos, Cambios en el Uso de Suelos y Silvicultura (Uscuss),  4 o 6 % respectivamente”, resumió Natalia Greene, vicepresidenta de la Coordinadora Ecuatoriana de Organizaciones para la Defensa de la Naturaleza y el Medio Ambiente (Cedenma).

La activista señaló además las contradicciones del Ministerio del Ambiente que, en su opinión, muestra menos agilidad para enfrentar las problemáticas derivadas de la emisión de gases de efecto invernadero o los riesgos de la deforestación impulsada por los cambios en el uso de suelos, que para autorizar la operación de empresas extractivas.

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Pueblos Indígenas del Ecuador protestan contra las políticas del Estado.  Imagen: Land is LIfe

Opciones, contradicciones, y los fondos internacionales

La preocupación de los pueblos y nacionalidades indígenas ecuatorianos por el cambio climático es de larga data. Y también más consistente que las políticas oficiales en la materia, lo que les expone a la ironía de proteger aquello que el propio Estado descuida: en 2010, apenas dos años después de promulgada la actual Constitución Nacional, la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) organizó su “Primer Taller sobre Derechos, Cambio Climático y Bosques”.

Aquello impulsó una incesante serie de actividades similares, que llega hasta el curso “Cambio Climático, Financiamiento y Gestión de Proyectos”, convocado en agosto pasado por la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonia Ecuatoriana (Confeniae).

De estos espacios surgieron diversas alternativas de manejo de la crisis ambiental y también posibilidades de articulación con organizaciones nacionales e internacionales para concretarlas.

Desde el Estado, en cambio, las contradicciones son la regla. Poco después de firmar los Acuerdos de París, se aprobaron en Ecuador varias normas relacionadas con la conservación de la naturaleza, que los pueblos originarios consideran potencialmente lesivas de sus derechos.

Como el Código Orgánico de Ambiente (2018) y su Reglamento (2019), que establecen la obligatoriedad de asignar territorios indígenas al sistema nacional de áreas protegidas, gratuitamente, pero sin fijar “un procedimiento claro, expedito para garantizar la seguridad jurídica de la posesión ancestral”, indica el libro Vulneración de Derechos Colectivos de los Pueblos Indígenas en Ecuador.

Otro tanto sucede con el “mercado de carbono”, que por diferentes razones despierta casi tanto interés como escepticismo entre las poblaciones originarias. En particular porque, como se ha subrayado desde el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), si bien las políticas de descarbonización son necesarias, de no aplicarse “medidas de compensación adecuadas” algunas de ellas “pueden tener impactos sociales negativos”. Uno de los más evidentes es la destrucción de empleos en sectores con una alta informalidad laboral, como el agropecuario o el transportista.

“Para los pueblos indígenas, esto no puede reducirse a una transacción entre carbono y dinero: se trata de nuestra vida y del lugar donde habitan también los seres no humanos, espirituales, con los que nuestros abuelos tienen que hacer la interlocución para autorizar ese proceso”, observó Justino Piaguaje, dirigente de territorio de la nación siekopai, en la provincia de Sucumbíos.

En línea con los postulados de Confeniae, de “apoyar a la gobernanza colectiva de la biodiversidad”, Piaguaje opinó que la decisión sobre un acuerdo de reducción de emisiones de carbono en territorios ancestrales (o cualquier medida que implique restricciones en la movilidad o el uso que les den sus habitantes) no puede ser potestad exclusiva del Estado ecuatoriano.

“Los pueblos y nacionalidades tenemos que contar con autonomía para decidir”, remarcó. Y si bien rescató lo positivo del aporte de recursos económicos por servicios ambientales, “como el programa SocioBosque”, exigió reciprocidad en el intercambio. “Es importante analizar qué tipo de relación tendríamos, por cuánto tiempo sería, qué se protegerá y qué actividades estarán limitadas”, apuntó.

Acceder a fondos internacionales de apoyo a la conservación ambiental, o a las iniciativas productivas respetuosas de la naturaleza, es un objetivo central en muchas áreas rurales e indígenas del Ecuador, donde es limitado el acceso a empleo e ingresos regulares.

En especial, al cruzar la variable étnica con la de género, que desnuda las afectaciones específicas del cambio climático sobre las mujeres, en estas zonas del país, “61,3 % de mujeres” realizan actividades agropecuarias de alto valor cultural, mediante “la protección y conservación de semillas nativas” y “la producción ancestral libre de agroquímicos”. Pero al tratarse de cultivos de subsistencia, son también más vulnerables a eventos climáticos extremos o irregulares.

Pese a todo, en regiones como la Amazonía abundan los servicios ecosistémicos que el planeta necesita para sostener la vida, existen donantes a nivel internacional que pretenden enfocar su trabajo en los territorios y en relación directa con las comunidades.

Pero, opina José Proaño, muchas veces esa relación se limita a una consulta, sin ninguna participación o incidencia real de los Pueblos Indígenas: «Lo que pretendemos nosotros es que las comunidades incidan directamente en las decisiones y reciban los debidos beneficios. Es hora de reconocer la importancia de los Pueblos Indígenas y el papel crucial que juegan, en todo el planeta, en la lucha contra el Cambio Climático.”

Este artículo se publicó originalmente en democraciaAbierta.

RV: EG

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