RÍO DE JANEIRO – Los cien primeros días de su gobierno, cumplidos este lunes 10, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva los consumió en reanudar el llamado proceso civilizatorio en Brasil y restaurar varios programas sociales, además de frustrar un presunto golpe de Estado.
Parece mucho, pero es insuficiente para evitar crecientes críticas de la opinión pública, es decir las voces activas de la sociedad, que demandan especialmente encontradas medidas económicas que promuevan el progreso del país, estancado hace una década.
El gobierno empezó perturbado por la invasión vandálica de las sedes de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, por miles de adeptos radicales del expresidente de extrema derecha Jair Bolsonaro, el 8 de enero, una semana después de reasumir la presidencia, tras haber gobernado el país entre 2003 y 2010.
Un intento de golpe de Estado, según las autoridades y la prensa en general, aún bajo investigación judicial y de la Cámara Legislativa de Brasilia. El Ministerio Público (fiscalía) procesó al menos a 1390 participantes en la revuelta, entre ellos jefes de la Policía Militar por su rara omisión ante los actos de violencia anunciados.
Luego, el 21 de enero, Lula visitó Roraima, estado del extremo norte de Brasil, para conocer y ordenar la expulsión de los “garimpeiros (mineros informales)” cuya invasión masiva provocó el hambre y muchas muertes entre los indígenas yanomamis, un pueblo milenario.
Se estima que más de 20 000 mineros operaban ilegalmente en la tierra indígena donde viven 27 144 yanomamis, según datos preliminares del censo nacional iniciado en agosto de 2022, con dos años de atraso en relación al previsto a causa de la pandemia de covid-19 y falta de recursos presupuestarios.
Bolsonaro siempre estimuló la minería, incluso la ilegal dentro de los territorios indígenas, por eso fue denunciado ante el Tribunal Penal Internacional, con su sede en la ciudad neerlandesa de La Haya, como principal responsable de la tragedia.
Prioridad social
En medio a esas crisis el tercer gobierno de Lula priorizó la restauración de programas sociales desvirtuados por Bolsonaro, entre los cuales la Bolsa Familia, de transferencia de renta a los más pobres, iniciada en 2003.
El gobierno anterior había fijado una suma única (600 reales, equivalentes actualmente a 120 dólares), sin considerar el tamaño de la familia, y abolió condicionantes como la frecuencia escolar de los hijos y la vacunación de todos.
Eso aumentó los fraudes, muchos conyugues se presentaron como solteros para doblar el ingreso. Además familias de cinco miembros, por ejemplo, ganan lo mismo que un beneficiario individual.
En una corrección a medias, el nuevo gobierno agregó un pago adicional de 150 reales (30 dólares) por cada hijo hasta los seis años de edad y 50 reales (10 dólares) por los hijos de siete a 18 años en la escuela.
Además se trata de rehacer el catastro único, un registro de todos los pobres según su situación familiar y nivel de ingresos, que orienta todas las políticas sociales, pero fue abandonado por la gestión anterior.
También hubo que restablecer programas de adquisición de productos de la agricultura familiar, para la alimentación escolar y suministro a las instituciones asistenciales, afectados por la reducción de presupuestos.
Esa privación contribuyó al agravamiento del hambre, en este país con 208 millones de personas, según datos provisionales del censo de 2021.
En 2022 había 33,1 millones de brasileños en la inseguridad alimentaria grave, contra 19 millones dos años antes, según estudio de la Red de Investigación en Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional, compuesta de investigadores de varias universidades.
“Mi casa mi vida”, de vivienda popular, y “Más médicos”, que busca fijar esos profesionales en rincones desasistidos, están entre las políticas públicas reforzadas después de años a la mengua en un gobierno que menospreció la cuestión social.
Insatisfacción económica
Lula cumple así sus promesas de dar prioridad a lo social, una vocación de su izquierdista Partido de los Trabajadores (PT). Pero no logró definir una ruta convincente en la economía, sino que ya despertó una oleada de críticas, tanto de opositores, como de sus partidarios, por razones opuestas.
Sus opiniones declaradas, como los ataques al Banco Central por mantener elevada la tasa básica de interés, en 13,75 % desde agosto de 2022, y contra las privatizaciones generaron desconfianza entre los inversionistas y los economistas, además de devaluar la moneda nacional, el real, y las acciones en el mercado bursátil.
Provocan un efecto al revés, la persistencia de los altos intereses que frenan las inversiones y el crecimiento económico buscado por el gobierno, según la opinión dominante, la de los economistas ortodoxos.
El temor, agrandado por actitudes de Lula y dirigentes del PT, hegemónico en el gobierno, es de una violación de la austeridad fiscal que elevaría la inflación, que ya alcanza 5,6 % en su tasa acumulada de 12 meses.
El ministro de Hacienda, Fernando Haddad, propuso una nueva política fiscal, que reduce gradualmente el déficit limitando el aumento de gastos anuales en 70 % del incremento de los ingresos.
Pero su ejecución es incierta, porque depende de un aumento de la recaudación en un país con una carga impositiva que ya es una de las más altas de América Latina, de 33 % del producto interno bruto (PIB), casi al nivel de los países ricos. Es poco probable que el legislativo Congreso Nacional, de cuya aprobación depende la propuesta, la apruebe con ese sesgo.
Otro proyecto clave del gobierno es la reforma tributaria, que pretende simplificar el sistema juntando cinco impuestos en uno solo, sobre el valor agregado. Abriría puertas al crecimiento de las inversiones y por ende de la economía.
Pero hace tres décadas los sucesivos gobiernos fracasaron en el intento de promover una reforma que rescate alguna racionalidad en el régimen impositivo brasileño. En algunos casos se buscó también la justicia fiscal, ya que actualmente se grava proporcionalmente más a los pobres que a los ricos.
Despejar las incertidumbres económicas es el mayor desafío al gobierno de Lula, cuyo programa social requiere un crecimiento del PIB.
Vuelco internacional y ambiental
En la evaluación dominante, la economía supedita todo, incluso los avances en las políticas externa y ambiental, los éxitos más reconocidos de Lula, aunque sean, como los programas sociales, la reanudación de proyectos anteriores.
Rehabilitar Brasil como un actor internacional respetado constituye el vuelco más rápido del gobierno inaugurado hace solo cien días. Lo comprueba la invitación a Lula para que participe en la reunión del Grupo de los Siete (G7) países más poderosos en Tokio, del 19 al 21 de mayo.
Otro vuelco, en el área ambiental, contribuyó a esa recuperación de la diplomacia brasileña. “Brasil volvió” es el lema de la propaganda gubernamental, para referirse también a cuestiones internas, pero recuerda mejor la superación del estatus de paria internacional que marcó el país durante la presidencia de Bolsonaro (2019-2022).
Lula reanudó el combate a la deforestación amazónica y los compromisos climáticos, en su participación en la Cumbre del Clima, en noviembre en la ciudad egipcia de Sharm El Sheij, y al designar como ministra de Medio Ambiente y Cambio Climático a Marina Silva, que vuelve así a la función que ejerció de 2003 a 2008, cuando desató un plan exitoso contra la deforestación.
En su gobierno anterior, en muchos casos Lula priorizó proyectos económicos desarrollistas, por encima de las exigencias ambientales, como en la construcción de centrales hidroeléctricas en la Amazonia, ferrocarriles y puertos con fuertes impactos sociales y ambientales negativos.
Ahora se espera una inversión de prioridades.
Pero el protagonismo internacional que busca Lula en su nueva gestión, y que lo lleva a China del 11 al 15 de abril, tiene también sus pecados. Sus compromisos con la democracia y los derechos humanos sufren rasguños por su ambigüedad en relación a la invasión rusa de Ucrania y dictaduras latinoamericana como la de Nicaragua.
ED: EG