BOA VISTA, Brasil – “La energía que tenemos no tiene calidad, quema los aparatos eléctricos”, se quejó Jesus Mota, de 63 años. “En otros lugares marcha bien, aquí no. Solo porque somos indígenas”, protestó su mujer, Adélia Augusto da Silva, de la misma edad.
La Comunidad Darora, del pueblo indígena macuxi, ejemplifica la batalla de poblados, caseríos y aldeas aisladas en la Amazonia por la electricidad. La mayoría la obtiene de generadores a diésel, un combustible contaminante y caro, ya que es transportado desde lejos, por embarcaciones que llevan días cruzando los ríos.
Ubicada a 88 kilómetros de la ciudad de Boa Vista, capital del estado de Roraima, en el extremo norte de Brasil, Darora celebró en marzo de 2017 la inauguración de su planta de energía solar, instalada por la alcaldía capitalina. Era la modernidad llegando con una fuente limpia y estable.
Una red de postes y cables de 600 metros permitió la iluminación del “centro” de la comunidad y la distribución de electricidad a sus 48 familias.
“Los paneles solares quedaron acá, inútiles. Queremos reactivarlas, seria muy bueno. Necesitamos baterías más potentes, como las que pusieron en el terminal de autobuses en Boa Vista”: Lindomar da Silva Homero.
“Duró solo un mes, las baterías se rompieron”, recordó a IPS durante una visita a la comunidad el tuxaua (cacique) Lindomar da Silva Homero, de 43 años y conductor del autobús escolar. La aldea tuvo que volver al ruidoso e incierto generador a diésel, con un suministro limitado a algunas horas.
Por suerte, cerca de cuatro meses después la empresa distribuidora de electricidad de Boa Vista tendió sus cables hasta Darora, integrándola en su red.
“Los paneles solares quedaron acá, inútiles. Queremos reactivarlas, seria muy bueno. Necesitamos baterías más potentes, como las que pusieron en el terminal de autobuses en Boa Vista”, dijo Homero, refiriéndose a una de las muchas plantas fotovoltaicas que instaló la alcaldía en la capital.
Energía demasiado cara
La electricidad de la distribuidora Roraima Energía cuesta demasiado caro para el nivel de ingresos de los indígenas, señaló. En promedio cada familia paga de cien a 150 reales mensuales (20 a 30 dólares), estimó.
Además hay sorpresas desagradables. “Mi cuenta de noviembre alcanzó 649 reales” (130 dólares), sin explicación”, lamentó. La luz solar era gratis.
“Si uno no paga, le cortan la luz. Además la electricidad de la red falla mucho”, y por eso se dañan los equipos, acotó Mota, quien fue el tuxaua de 1990 a 2020.
Además de la inestabilidad y los frecuentes apagones, esa energía no es suficiente para irrigar la agricultura, principal fuente de ingresos de la comunidad. “Podemos hacerlo con bombas a diésel, pero sale caro, la venta de sandías al precio actual no cubre los costos”, señaló.
“Este año, 2022, llovió mucho, pero hay veranos secos que exigen irrigación para nuestras siembras de maíz, frijoles, calabaza, papa y mandioca (yuca). La energía que recibimos no alcanza para la bomba”, realzó.
El talón de Aquiles
Las baterías aún limitan, al parecer, la eficacia de la energía solar en los sistemas aislados o autónomos, denominados con el termino inglés “off grid”, con que el gobierno y varias iniciativas particulares tratan de universalizar el suministro de electricidad y sustituir los generadores a diésel.
También tuvieron problemas con las baterías algunas de las familias de Darora que viven fuera del “centro” de la aldea y disponen de paneles fotovoltaicos, detalló Homero.
La comunidad comprende 18 familias aisladas, además de las 48 en el “centro”. En total suman 265 habitantes.
Otra comunidad constituida por 22 familias indígenas del pueblo warao, emigradas de Venezuela, denominada Warao a Janoko, a 30 kilómetros de Boa Vista, también obtuvo una planta fotovoltaica. Pero de las ocho baterías que la componen, dos ya se echaron a perder tras pocos meses de uso. El suministro solo se garantiza hasta las 20:00 horas.
“Las baterías mejoraron mucho en la última década, pero siguen siendo el eslabón débil de la energía solar. Un mal dimensionamiento y la baja calidad de equipos electrónicos de control de carga agravan esa situación y reducen la vida útil de las baterías”, evaluó para IPS desde la ciudad de São Paulo el consultor Aurelio Souza, que se especializó en ese tema.
En la Amazonia brasileña viven cerca de un millón de personas sin energía eléctrica, según el Instituto de Energía y Medio Ambiente, organización no gubernamental de São Paulo. Más precisamente, su estudio de 2019 identificó 990 103 personas en esa situación.
Otros tres millones de habitantes de la región, incluyendo los 650 000 de Roraima, están fuera del Sistema Interconectado Nacional de electricidad. Así su energía depende en la mayor parte del diésel trasladado desde otras regiones, con un costo que afecta a todos los brasileños.
El gobierno decidió subsidiar ese combustible fósil para que la electricidad no tenga un precio prohibitivo en la Amazonia.
Ese subsidio es pagado por los demás consumidores, lo que contribuye para que la electricidad brasileña sea una de las más caras del mundo, pese al bajo costo de su fuente mayoritaria, la hidráulica que responde por cerca de 60 % de la generación.
La energía solar fotovoltaica se transformó en una alternativa viable, al abaratarse los componentes de su planta. Se multiplicaron las iniciativas para “llevar luz” a las comunidades remotas y reducir el consumo de diésel.
Pero en las plantas aisladas, donde no llegan los cables, se necesitan buenas baterías para almacenar energía para las horas nocturnas.
Un caso singular
Darora no es un caso típico. Es parte del municipio de Boa Vista, de 437 000 habitantes y buenos recursos, está cerca de una carretera asfaltada y dentro de un ecosistema de sabana, llamado de “lavrado” por la población local.
Está en el extremo sur de la tierra indígena São Marcos, donde viven muchos macuxis pero menos que en Raposa Serra do Sol, el otro gran territorio indígena de Roraima. La Secretaría Especial de Salud Indígena (Sesai) estimaba en 33 603 los macuxis en Roraima en 2014.
Pero ese pueblo se extiende al fronterizo país de Guyana, donde vive una cantidad similar a la de Roraima, según indigenistas. Su lengua es parte de la familia karib.
No hay grandes bosques en los alrededores, pero Darora toma el nombre de un árbol, que ofrece “una madera muy resistente, buena para construir viviendas”, explicó Homero.
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La comunidad surgió en 1944, fundada por un “patriarca” que vivió 93 años y que atrajo otros macuxis.
Su progreso se nota especialmente en la escuela de Enseñanza Media (secundaria), instalada en el “centro”, que tiene actualmente 89 alumnos, y 32 funcionarios, “todos de Darora, a excepción de tres profesoras de fuera”, dijo con orgullo Homero.
Una nueva escuela, más grande y destinada a la Enseñanza Fundamental (primaria, de nueve años), se construyó hace pocos años a unos 500 metros de la comunidad.
El agua era un grave problema. “Bebíamos un agua sucia, roja, niños morían de diarrea, pero ahora tenemos agua tratada, buena”, según Adélia da Silva.
“Excavamos tres pozos artesianos, pero el agua no sirvió, era salada. La solución la trajo un técnico de la Sesai, que con una sustancia química hizo potable el agua de la laguna”, contó Homero.
La comunidad dispone de tres depósitos elevados de agua, dos para agua de baño y limpieza y solo una con el agua potable. No hubo más problemas de salud a causa del agua, aseguró el tuxaua.
Su preocupación actual es buscar nuevas fuentes de ingreso para la comunidad. Turismo es una alternativa. “Tenemos playa del río Tacutu a 300 metros, gran producción de frutas, artesanía y una gastronomía típica, de maíz y el casabe de mandioca”, apuntó como posible atracción de visitantes.
ED: EG