BOA VISTA, Brasil – Algunas familias waraos están, por su propio esfuerzo, abriendo paso a la integración de los indígenas venezolanos en Brasil, cinco años después del comienzo de la oleada de su migración al fronterizo estado de Roraima.
“Es un modelo a seguir”, evaluó Gilmara Ribeiro, antropóloga del Consejo Indigenista Misionero (Cimi), vinculado a la Iglesia católica y que desde 2017 acompaña y apoya los inmigrantes indígenas de Venezuela, la mayoría con estatus de refugiados.
Quince familias adquirieron un terreno de 1340 metros cuadrados en el municipio de Cantá, de 20 000 habitantes, y sumaron a otras siete familias para constituir la comunidad Warao a Janoko, inaugurada en mayo de 2021. Janoko significa casa en warao, nombre del pueblo originario que en su lengua significa gente de agua o de canoa.
Viviendas improvisadas de madera o aún en construcción componen la aldea en que los indígenas venezolanos buscan restablecer un poco de la vida comunitaria que tenían en el delta de Orinoco, su hábitat ancestral en la desembocadura fluvial al Atlántico, en el noreste venezolano, en el paupérrimo estado de Delta Amacuro.
Ahora la reconstruyen en un área boscosa a 30 kilómetros de Boa Vista, capital de Roraima, de 436 000 habitantes.
La gran mayoría es de waraos, pero también hay algunas familias del pueblo kariña, que vive en varios estados del norte de Venezuela. Muchos de ellos recorrieron los 825 kilómetros que separan el delta del Orinoco de la frontera brasileña de Roraima, en una línea casi recta al sur, parte a pie y otra en buses o haciendo auto stop.
El camino de Janoko es el sueño que quieren imitar Euligio Baez y Jeremias Fuentes, aidamos (líderes, en warao) de Pintolandia, donde fueron alojados por la Operación Acogida del Ejército brasileño con apoyo de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Campamento precario e insalubre
Pintolandia, en un barrio del oeste de Boa Vista, convertido ahora en un campamento precario e insalubre en que viven 312 indígenas venezolanos. Era un albergue oficial en condiciones algo mejores hasta marzo, cuando la Operación Acogida decidió transferir a los indígenas venezolanos a otro campamento, el Tuaranoko.
Su población sigue en aumento ante el arribo de nuevos migrantes y se ha convertido en una “ocupación irregular”, porque casi mitad de sus cerca de 600 refugiados rechazaron el traslado y permanecen en la instalación, un estadio polideportivo, en cuyo patio los indígenas instalaron sus tiendas y chinchorros (hamacas) tejidos, propios de su cultura.
“El nuevo albergue está muy lejos de las escuelas, los niños allá dejaron de estudiar. Los de acá, 46 niños, siguen estudiando. Esa fue la primera razón del rechazo”, explicó Baez a IPS en una construcción con solo un techo y un piso en Pintolandia, donde profesionales de Médicos sin Fronteras atienden a la población acampada.
Además, la Operación Acogida “no respeta nuestras costumbres, no nos consulta para la toma de decisiones”, no permite a nadie entrar al campamento, explicó.
Ello sucede aunque sean parientes o gente de las organizaciones que apoyan los refugiados, como el Cimi y el Consejo Indígena de Roraima, una organización en que se asocian 261 comunidades de 10 pueblos indígenas del estado.
Roraima es el estado brasileño con mayor proporción de población indígena, 11 % del total, que ocupa 46 % de su superficie en tierras reservadas para sus comunidades.
Los indígenas venezolanos se quejan de amenazas y presiones para forzarlos a aceptar el nuevo albergue. Desde septiembre se les suspendió la entrega de alimentación, que sigue suministrada en Tuaranoko.
La recolección de latas de aluminio, cartones y otros materiales reciclables, además de ayudas eventuales de organizaciones sociales y personas, les aseguran el ingreso para seguirse alimentando y sobreviviendo, según Baez.
Sin inclusión laboral o económica
“Llevo seis años acá, sin que nada se haga para ofrecernos una alternativa de futuro mejor, de apoyo a nuestros proyectos. Los responsables saben que queremos un terreno, conocen nuestras ideas y el diagnóstico de los antropólogos”, se quejó Fuentes, de 32 años y tres hijos, a IPS.
“Una tierra seria fundamental. Somos agricultores”, acotó.
“Queremos tierra para tener nuestra casa, sembrar alimentos y plantas de nuestra medicina tradicional, criar gallinas y puercos. Un terreno es la mejor solución para nosotros”, corroboró Baez, de 38 años y siete hijos, después que otro murió en Boa Vista.
Las críticas de ambos se dirigen fuertemente a Acnur, que asumió más directamente la gestión de la acogida a los venezolanos, ante el relativo alejamiento del Ejército brasileño.
La Operación Acogida y Acnur justificaron el traslado por “los problemas irreparables de infraestructura” que afectan el agua y la higiene en los viejos albergues. Y consideran que hubo consultas suficientes con los mismos indígenas venezolanos, antes de la transferencia.
“La Operación Acogida fue positiva en su asistencia inicial, al ofrecer documentación y comida a los venezolanos que llegaban a Roraima, pero no socializa. Casi no hay políticas públicas para abrir alternativas de trabajo e ingresos” para los inmigrantes, señaló Gilmara Ribeiro en diálogo con IPS en la sede local de las católicas Pastorales Sociales.
Pero buena parte de la responsabilidad les toca a los gobiernos municipales y del estado, “totalmente omisos” en un tema que afecta directamente a sus territorios.
Superado el caos, pero no la exclusión
Aun así, la situación hoy es más tranquila y estable que hace cinco o seis años, cuando una oleada de migración enturbió Roraima, con muchos venezolanos sobreviviendo en las calles y el consecuente aumento de la violencia.
En ese primer momento, fueron las organizaciones de la sociedad civil, indigenistas, de derechos humanos y atención a los migrantes y refugiados que mitigaron los efectos de la oleada de venezolanos que huían del hambre y una supuesta persecución política.
Francisco Flores, un warao de 26 años, vivió en las calles de Paracaima, ciudad de 20 000 habitantes en la frontera con Venezuela, durante los primeros meses de su arribo a Brasil hace tres años, antes de ser acogido en un refugio.
En esa época un policía sospechó de sus intenciones y lo revisó. Luego le ordenó irse con la palabra portuguesa embora, pero con la pronunciación típica de comerse la sílaba inicial. Bora para el warao es una planta que provee una fibra usada en artesanía. Por eso Flores contestó “no tengo bora” y el policía lo atacó con un chorro de gas pimienta.
Solo en su segundo año de vivir en el albergue, Flores logró un trabajo en Boa Vista que le permite ahorrar algo para construir, en los días libres, su casa y la de su suegro en la comunidad Warao a Janoko, donde su mujer, Leany Torres, de 32 años, es aidamo y vive con su hija, sobrina, madre y padre.
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En Janoko viven 68 personas, distribuidas en 22 familias, de las cuales 15 tienen derecho al terreno que, dividido, corresponde a solo 89,3 metros cuadrados para cada familia. Sobra poco para el cultivo de mandioca (yuca), frutales y verduras, pero los indígenas se las arreglan para alimentarse y sobrevivir.
Su artesanía con cuentas, que hacen Torres y su madre, o de cestos de fibras vegetales, especialidad de William Centeno, de 48 años y tres hijos, es una fuente de ingresos.
Para la kariña Diolimar Tempo, de 38 años y tres hijos, que era maestra de la enseñanza primaria en Venezuela, la producción de casabe, fina y crujiente torta circular de pan de harina de yuca, le asegura alguna ganancia. Su padre, Diomar Tempo, de 58 años, es el inventor de la maquinita que permite moler la yuca para hacer la harina.
Las madres están satisfechas por el hecho de que las niñas y niños frecuentan las escuelas en la ciudad de Cantá, cuya alcaldía ofrece el autobús para el transporte de los alumnos.
Son pioneros en recuperar algunos rasgos de su modo de vida entre los 8200 indígenas venezolanos registrados como inmigrantes en Brasil , 10 % reconocidos como refugiados, según datos de Acnur.
ED: EG