BOGOTÁ – El 15 de diciembre de 2020, a las 10 de la mañana, el gobierno de Colombia subastó cerca de 200 000 gramos de oro que la antigua guerrilla de las FARC entregó a la Misión Especial de Naciones Unidas para reparar a las víctimas de la guerra.
Sin embargo, más allá de los 11,9 millones de dólares que la firma inglesa Condor Partners pagó por los lingotes y las joyas, detrás hay un tema más profundo: el rol de los recursos naturales en el surgimiento, la duración y la intensidad de los conflictos armados.
Varios investigadores colombianos decidieron abordar esas dinámicas desde otra orilla: no desde el habitual énfasis en el narcotráfico —un recurso ilícito— como combustible de la guerra, sino desde las actividades económicas lícitas. ¿El objetivo? Hacer un esfuerzo por ‘desnarcotizar’ la agenda nacional y explicar por qué Colombia es un “país de regiones” no solo desde el punto de vista cultural y natural, sino por las diversas formas que el conflicto armado y la criminalidad han adoptado a lo largo de la historia.
Los resultados fueron detallados en el libro titulado ¿Diferentes recursos, conflictos distintos?, publicado por la Universidad de los Andes en 2018.
¿Por qué algunas regiones —y algunos recursos— parecen haber desarrollado capacidades para “blindarse” frente a las dinámicas de la guerra? ¿Qué mecanismos median las relaciones entre los recursos elegidos y las dinámicas de los grupos armados? ¿Cuáles son las formas de victimización que surgen (asesinatos, desplazamientos forzados, secuestros, extorsión)? Para responder estas y otras preguntas, los investigadores se enfocaron en ocho casos: el banano, el café, el carbón, las esmeraldas, el ferroníquel, las flores, el oro y el petróleo.
Esa metodología, explica Angelika Rettberg, PhD en Ciencia Política y coautora del libro, permite entender cómo los recursos naturales interactúan y pueden ser interdependientes.
“Esto nos obliga a mirar el nivel micro de las dinámicas y nos salva del pesimismo permanente. Pues, contrario a lo que dice cierta literatura sobre ‘los recursos malditos’ (aquellos que se convierten en un dolor de cabeza para los países pobres porque están relacionados con inestabilidad política, saqueo y corrupción), los verdaderos malditos son los contextos particulares en los que se extraen”, explica.
Añade que “cuando hay instituciones que funcionan razonablemente bien y comunidades que no tienen una visión depredadora, estos recursos pueden funcionar de manera virtuosa”.
Enramado de los conflictos
Para ahondar más en ese enramado que se teje, los autores hallaron que la relación entre estos ocho recursos analizados y el conflicto armado puede darse de tres maneras:
Motivante (cuando la presencia de los actores armados se explica en función de la posibilidad de saquear el recurso), de complementariedad (cuando el saqueo de los recursos complementa los ingresos, pero no es la principal motivación; puede haber intereses de controlar corredores estratégicos para movilizar armas o víveres, por ejemplo) y de aislamiento (cuando los recursos se mantienen aislados o “blindados” de las dinámicas de guerra).
El oro, por ejemplo, que fue analizado en los departamentos de Antioquia, Caldas, Chocó, Santander, Tolima y Nariño, se vincula con el conflicto armado y la criminalidad de las tres maneras mencionadas.
Se identificaron casos en los que los actores armados ilegales extorsionan o secuestran a operadores mineros o comerciantes con el fin de obtener alguna tajada de los ingresos, actores que participan en la comercialización del oro como intermediarios o socios de casas de compra e, incluso, que presionan a los gobiernos locales para que asignen recursos derivados de las regalías.
En 2019, de acuerdo con el informe de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD o UNODC), 98 028 hectáreas presentaban explotación de oro de aluvión (evoa) en 12 de los 32 departamentos de Colombia. Al cruzar datos geográficos con permisos y licencias, el panorama se volcó crítico: 66 % de la explotación es ilegal en el país.
Aunque por su carácter legal, comercializar oro en lugar de cocaína puede ser más fácil, los autores concluyen que no hay una dinámica única de interacción.
En cambio, variables como la geología, la tecnología, la ubicación geográfica, la cultura y la migración inciden en las distintas formas en que los grupos armados al margen de la ley logran permear la actividad.
Sin embargo, de cara al posconflicto, el reto es doble: fortalecer la institucionalidad y hacer pedagogía con las comunidades locales.
Para el economista Juan Camilo Cárdenas, coautor de la investigación y profesor de la Universidad de los Andes, la receta está en “construir procesos de formalización minera y espacios de negociación para impedir minería en zonas estratégicas naturales como páramos y otras fuentes de agua”.
Y, además, dijo, desnarcotizar el tema en el debate público, “porque no toda la agenda ambiental se reduce a la guerra contra el narcotráfico y no toda la guerra contra el narcotráfico tiene consecuencias ambientales”.
El rol del Estado
El libro también aborda cómo el mismo Estado puede propiciar o mantener las condiciones que vinculan a los recursos naturales con el conflicto y lo difícil que es incorporar las dinámicas particulares de cada región en los códigos nacionales.
De acuerdo con Rettberg, esto se alcanza poco a poco, incluso en décadas. “Es posible cuando se hacen alianzas por el interés colectivo y se afianza la idea de que la protección del ambiente es por el bien de todos”, afirma.
El profesor lo aterriza con un ejemplo: “Los excombatientes de las FARC ahora deben hacerse parte del sistema de pensión. Eso implica una relación con el Estado y una planeación a largo plazo muy ajena al pensamiento de personas que han vivido en la incertidumbre de la guerra. Algo similar pasa con los recursos naturales: son un sistema de pensión, son el aire que vamos a respirar en 30 años, que respirarán los que aún no han nacido, y que tenemos que cuidar desde ya”.
De acuerdo con el director de ONU Medio Ambiente en Colombia, Juan Bello, cualquier proceso de paz en este país pasa por resolver, entre otras, la forma como se habitan y utilizan los territorios.
“Es muy difícil imaginar escenarios para Colombia donde, a pesar de la destrucción de la naturaleza y la degradación ambiental, se alcance la paz. Entre otras, porque los medios de vida de millones de colombianos dependen directamente de esa naturaleza y porque, en un sentido más amplio, el derecho a un ambiente sano es un derecho fundamental”, explica.
Por esta razón, propone que la reconciliación, luego de cinco décadas de confrontación armada, contemple las variables ambientales.
“El país tiene impactos acumulados de la degradación ambiental, los cuales generan riesgos y vulnerabilidades en los territorios, con tendencia a empeorar y a ser más difíciles de remediar con el paso del tiempo y sumando los efectos del cambio climático”, sostiene.
“Solucionar estos problemas implica llegar a acuerdos, tender esos puentes entre víctimas y victimarios, pensar la reparación del ambiente como una reparación colectiva que nos beneficia a todos, incluyendo a las generaciones futuras”, añade.
Naturaleza, neto activo
Daniel Osorio, investigador del Grupo Consultivo-Investigación Agrícola Internacional (CGIAR, en inglés) y experto en seguridad climática, precisamente estudia cómo el aumento de la temperatura del planeta puede incidir en el surgimiento de nuevos conflictos alrededor de la calidad y el acceso a los recursos, como el agua, la tierra y los alimentos.
Para él especialista, el error está en que “como humanidad, consideramos que la naturaleza es un neto pasivo que tenemos que agarrar y transformar para convertirlo en un producto y así añadirle valor, cuando, en realidad, es un neto mucho más activo de lo que creemos, pero que no sabemos medir correctamente”.
¿Cómo incluir, entonces, la variable de seguridad climática en un país que intenta consolidar la paz? Osorio cree que puede lograrse con una especie de “postre tiramisú” donde se puedan abordar distintas capas en las que se analicen los elementos de protección.
“Apelar a la noción de la dignidad humana, a los principios de precaución y de equidad intergeneracional, y tratar de darle valor a la biodiversidad para garantizar el bienestar de las futuras generaciones”, afirma.
“En resumen: no sé al 100 % qué es lo que estoy protegiendo hoy, pero sí sé que, si no lo protejo, nos costará mucho en el futuro. El dilema es: ¿cuáles son las ganancias que genera proteger los recursos naturales hoy?”, concluye.
Este artículo es parte de la Comunidad Planeta, un proyecto periodístico liderado por Periodistas por el Planeta (PxP) en América latina, del que IPS forma parte.
RV: EG