LIMA, Perú – Son las nueve de la mañana y Mauricia Rodríguez ya está pelando los ajos para aderezar el almuerzo del día en la olla común “Red de Mujeres Organizadas de Villa Torreblanca”, una de las más de 2.400 experiencias solidarias de este tipo surgidas en los barrios de la capital peruana, frente a la agudización de la pobreza por el freno parcial o total de las actividades económicas en el país debido a la covid 19.
Hasta el 16 de marzo del 2020 –cuando el gobierno del entonces presidente Martín Vizcarra declaró el estado de emergencia nacional para contener la pandemia-, Mauricia se ganaba la vida vendiendo comida en un colegio, mientras su esposo lo hacía manejando una mototaxi alquilada, con la que prestaba servicio de transporte local. De un día para otro, se quedaron sin el sustento diario.
No fueron los únicos. En este país andino con más de 33 millones de habitantes y registros macroeconómicos positivos, la pandemia desnudó las falencias estructurales causantes de profundas brechas de desigualdad. Por ejemplo, 7 de cada 10 trabajadores laboraban al 2019 en empleos informales carentes de pensiones, seguros de salud y otros derechos laborales, y sin posibilidades de ahorro como Maura y su esposo.
Esta realidad estalló con las medidas por la emergencia sanitaria y más de seis millones de personas se quedaron sin empleo en 2020, la gran mayoría del sector informal en áreas de comercio y servicios, donde predominan las mujeres. En América Latina se perdieron ese año 34 millones de puestos laborales según la Organización Internacional del Trabajo.
Además, según reporte del oficial Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), la pobreza había escalado 10 puntos porcentuales hasta 30%, empujando a la precariedad a otras 3.330.000 personas que dejaron de poder costear una canasta básica familiar, estimada en 360 soles (92 dólares).
Las familias de los barrios empobrecidos de las zonas urbanas de la capital, fueron de las más impactadas.
“La pobreza que ya existía se agravó con la pandemia. Vimos a la gente desesperada, no tenían qué comer”, dice a IPS por teléfono Esther Álvarez, abogada responsable del área de incidencia política de la no gubernamental CENCA-Instituto de Desarrollo Urbano, con más de 40 años de trabajo en los barrios y asentamientos humanos de la periferia de Lima, como los ubicados en el distrito San Juan de Lurigancho.
A la vez que promovían desde un enfoque humanitario y de derechos donaciones de alimentos, articulando esfuerzos con la parroquia local, fueron surgiendo de forma espontánea las llamadas ollas comunes, experiencias de organización comunitaria basadas en la solidaridad y reciprocidad para responder al problema del hambre que se extendía por los territorios invisibles al Estado, en la propia capital del país.
En Lima, donde se concentra la tercera parte de la población nacional -casi 10 millones de habitantes-, la pobreza monetaria pasó del 14,2 por ciento a 27,5 y se estima que con la crisis generaliza otras 250.000 personas se encuentran en condición de pobreza extrema, sin posibilidades de cubrir una canasta de alimentos de 196 soles (49 dólares).
Álvarez explicó que en alianza con otras instituciones de la sociedad civil articularon las ollas comunes surgidas en diferentes distritos limeños. Así generaron un espacio de comunicación virtual permanente, que se sostiene hasta hoy, y promovieron la formación de la Red de Ollas Comunes de Lima Metropolitana.
Este espacio de confluencia permitió la interacción de quienes impulsaban estas experiencias, en su mayoría mujeres, las que se afirmaron como lideresas en la lucha contra el hambre y por el derecho a la alimentación, que debía ser atendido por el Estado.
Trabajo solidario para una vida mejor
La olla común “Red de Mujeres Organizadas de Villa Torreblanca” surgió en la parte alta del distrito de Carabayllo, ubicado en la zona norte de la capital. Allí, en las laderas de los cerros y a pocos días de decretada la emergencia nacional por la pandemia, empezó a funcionar en la casita de madera de Elizabeth Huachillo.
Oriunda de la sierra norte del Perú, Ayabaca, llegó a Lima a los 15 años para trabajar y hoy, con 40 y madre de Lizbeth de 17 y de Tracy de siete, es el motor de esta experiencia.
Ella tenía una mototaxi con la que generaba ingresos para su hogar, pero con la pandemia y la inmovilización no podía salir y el hambre apretaba. “No teníamos qué comer y empecé a indagar cómo formar una olla común. Busqué a la señora Fortunata que es una lideresa conocida y respetada del distrito y con ella empezamos el 23 de marzo” (de 2020), recuerda mientras muestra los trozos de pescado que acompañarán el almuerzo del día.
Fortunata Palomino tiene 57 años. Desde su natal Ayacucho -región centroandina azotada por la violencia del conflicto armado interno entre 1980 y 2000- fue enviada a la capital por sus padres siendo niña. Pasó muchas situaciones difíciles para salir adelante y conseguir un techo propio. Tiene cuatro hijas que ya alcanzan la meta de profesionalizarse y se siente orgullosa de haberles dejado su educación como herencia.
A la vez que impulsaba el hogar junto con su esposo, se involucró en diferentes organizaciones para promover los derechos de la población, entre ellos la nutrición y una vida sin violencia para las mujeres, niños y niñas. Conoce el distrito y sus padecimientos, sobre todo en las zonas altas donde las viviendas son de madera, sin agua potable ni saneamiento y las pistas sin asfaltar. “Acá el Estado no está presente”, reprocha.
Ella se siente una sobreviviente cuando piensa en marzo de 2020 y todo era incertidumbre, angustia y miedo entre las familias más pobres de su localidad.
“Las primeras en empezar con la olla común en Carabayllo fuimos nosotras, con nuestro modelo surgieron muchas más hasta sumar 137”, precisa.
Para articular y fortalecer sus acciones formaron la Red de Ollas de Lima Metropolitana, de la que resultó electa coordinadora general. Allí están registradas a noviembre de 2021 un total de 2.468 ollas comunes que alimentan cada día a 257.000 personas.
“Aquí en nuestra olla común hemos preparado en el peor momento de la crisis 250 almuerzos diarios, actualmente son 120 porque algunas personas han conseguido volver a sus empleos de cobradores, choferes, vendedores ambulantes”, cuenta Elizabeth Huachillo.
El precio solidario es de dos soles (51 céntimos de dólar). Pero hay casos sociales en que no cobran como a las personas adultas mayores o con tuberculosis. Cuando conocen de personas contagiadas por el virus dejan los tapers de comida en la puerta de sus casas. Un caso especial son los niños y niñas en orfandad por la muerte de sus progenitores debido a la covid 19, a quienes también se dona el almuerzo.
Según el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, en 2021 se registraron en el país 98.000 menores en esa situación.
“Nosotras estamos haciendo lo que corresponde a las autoridades porque no podíamos quedarnos indiferentes ante tanta desesperación. Pese a nuestro aporte ha sido una lucha lograr el reconocimiento legal de las ollas comunes para que puedan acceder a presupuesto, ya se ha dado la ley el año pasado y ahora toca que se implemente”, demandó.
Con la inestabilidad política que atravesó el Perú en los últimos años, ya van cuatro gobiernos que han gestionado la pandemia, y a cada uno han ido arrancando algunos logros en articulación con organizaciones de sociedad civil y la Mesa de Seguridad Alimentaria del Municipio de Lima, instancia multisectorial que agrupa organizaciones sociales, instituciones no gubernamentales y del Estado.
Para Esther Álvarez de CENCA, parte de los desafíos que asumen para este año es lograr la aplicación de la ley de emergencia alimentaria y que se otorgue presupuesto para atender la emergencia alimentaria de las ollas comunes, así como que el gobierno apruebe un marco normativo que las incorpore a un Programa de Hambre Cero.
Por su parte Fortunata Palomino se proyecta a un escenario pospandemia y plantea al gobierno la necesidad de capacitar y certificar a las mujeres de las ollas comunes en actividades diversas a fin de que se incorporen al mercado laboral formal. “Necesitamos ingresos propios con un trabajo que respete nuestros derechos”, puntualizó.