Crecimiento demográfico de las regiones menos fértiles, motor de la desertificación

Foto: Emre topdemir / Shutterstock
Foto: Emre topdemir / Shutterstock

Según las previsiones demográficas mundiales de 2019 de las Naciones Unidas, la población mundial aumentará de 7700 millones de personas en 2020 a 9700 millones en 2050.

La superpoblación, unida a la sobreexplotación de los recursos naturales y a la contaminación y los residuos generados en la producción de bienes de consumo, está causando importantes externalidades ambientales negativas. Además, amenaza gravemente la sostenibilidad de dichos recursos.

Es tanto el impacto de la humanidad sobre el planeta que los científicos han acuñado el término Antropoceno para describir este periodo en el que el hombre es la nueva fuerza que impulsa el cambio global.

La población no solo está experimentando un gran crecimiento, sino que también están variando significativamente sus características. Se trata de una población cada vez más urbana, con una desigual distribución de la riqueza, pero a la vez con un creciente y exacerbado consumismo propiciado por el sistema económico, que da lugar a patrones de consumo y producción insostenibles.

Javier Lillo Ramos

Los países más desarrollados son capaces, mediante la tecnología y manteniendo o reduciendo la producción, de disminuir –o al menos, no incrementar– el impacto ambiental en su territorio. Sin embargo, los países en desarrollo, ante la elevada demanda mundial de recursos e impulsados por el crecimiento económico en que se ven inmersos, están ejerciendo una extraordinaria presión sobre los recursos naturales.

La (insostenible) pérdida del recurso edáfico

Uno de las consecuencias del crecimiento exponencial de la población mundial es la correspondiente demanda de alimento. Se estima que aumente 50 % hasta 2050, lo que se traduce en la expansión del área cultivada y la intensificación del uso del territorio para la obtención de alimento.

La Comisión Europea considera que, en la actualidad, la agricultura utiliza el 11 % de la superficie terrestre del mundo para la producción de cultivos y el 70 % de toda el agua extraída de los acuíferos, arroyos y lagos. Estas cifras pueden dar idea de la dimensión futura de la explotación de estos recursos.

Además, a medida que la población humana aumenta, una gran parte del planeta es vulnerable a la desertificación, entendida como la degradación permanente de la tierra en zonas áridas. Según Naciones Unidas, en torno a 12 millones de hectáreas de tierra se pierden al año a causa de la sequía y la desertificación.

Para la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación, esta degradación es una acción combinada de las condiciones y variaciones climáticas y las actividades humanas responsables de la sobreexplotación de la tierra, como la deforestación, la intensificación agrícola y el sobrepastoreo.

Todo ello da lugar a una serie de procesos –erosión, deterioro de las propiedades físicas, químicas y biológicas del suelo y pérdida duradera de la cubierta vegetal– que inducen a la pérdida de productividad de las tierras.

Actualmente, las tierras áridas son el hogar de 38 % de la población mundial. Ocupan en torno a 40 % de la superficie terrestre y cuentan con las tasas de crecimiento de población humana más altas del planeta.

Nos encontramos, por tanto, ante el paradigma de la desertificación: el mayor crecimiento demográfico se producirá en los países con las tierras menos productivas y fértiles –como África Occidental–, lo que conducirá a un aumento de la desertificación y con ello, de la pobreza y la falta de alimentos.

El suelo también es un recurso

El Centro Internacional de Referencia e Información en Suelos (ISRIC) estima que, en la actualidad, el suelo es un recurso natural gravemente amenazado. Alrededor de 17 % de la superficie terrestre está fuertemente degradada.

Sus principales amenazas mundiales son la erosión, la pérdida de materia orgánica y el desequilibrio de nutrientes. Son consecuencia no solo del cambio climático como se podría imaginar en primera instancia, sino también de la creciente presión demográfica y económica.

de Paula Lillo Aparici
de Paula Lillo Aparici

La Organización para de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en su Informe sobre el Estado Mundial de los Recursos del Suelo, también ha identificado la contaminación del suelo como la principal amenaza mundial para el recurso edáfico.

La considera un “peligro oculto”. Un suelo está contaminado cuando la presencia de ciertos componentes químicos procedentes de la actividad humana altera sus características, pudiendo presentar un riesgo para salud humana y el medio ambiente. 

Por una gestión sostenible de los recursos

Con el fin de proteger el suelo como recurso necesario para el mantenimiento de los ecosistemas terrestres y la biodiversidad, una de las metas del 15 de los 17 Objetivos  Desarrollo Sostenible (ODS) es impulsar, para 2030, la lucha contra la desertificación y degradación del suelo.

Indefectiblemente, el uso del territorio va ligado a la sostenibilidad del recurso edáfico. Así, la conversión permanente de bosques a un uso de la tierra diferente al forestal (la deforestación) es una de las principales causas de la desertificación.

Según las últimas estimaciones, 27 % de la pérdida de bosques a nivel global se atribuye al cambio permanente de uso del territorio para la producción de productos básicos, como la agricultura o la minería.

Pero la pérdida de bosques no se está dando de manera homogénea por todo el planeta. Las regiones tropicales (en especial, América Latina y el Sudeste Asiático) son las más afectadas, mientras que los bosques templados y boreales del hemisferio norte cuentan con una tasa casi nula.

El Objetivo 15 de los ODS incluye la necesidad de poner fin a la deforestación, haciendo una gestión sostenible de los bosques y recuperando aquellos que han sido degradados.

Sumado a la pérdida del recurso edáfico, y también como resultado del desarrollo insostenible y factores como la intensificación agrícola y la desertificación, cada vez más personas sufren escasez de agua, vista como la falta de acceso de la población a la cantidad necesaria de agua de calidad aceptable.

Para el año 2050 se espera que  25 % de la población mundial viva bajo sus efectos de forma crónica.

Una de las metas del Objetivo 6 de los ODS es aumentar el uso eficiente de los recursos hídricos –a la vez que disminuye la huella hídrica– para poder hacer frente a los problemas futuros causados por la falta de agua.

Aunque aquí nos hemos centrado, fundamentalmente, en los suelos, el escenario es más complejo y preocupante. Hay otros recursos gravemente amenazados por la degradación y contaminación, además del cambio climático: están los océanos y la atmósfera. Estos, como ocurre con los suelos y el agua continental, son igualmente necesarios para el mantenimiento de la vida.

Hemos superado la capacidad autorregeneradora del planeta. En este escenario de agotamiento progresivo de los recursos naturales, que –si se consideran las amenazas sobre ellos– se agravará en las próximas décadas, se hace apremiante la necesidad de usar y gestionar nuestros recursos naturales de una manera sostenible.

De esa manera podremos conseguir el equilibrio ineludible entre el crecimiento económico y demográfico, por un lado, y el bienestar social de la población y el mantenimiento de los ecosistemas, por el otro.

Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation.

RV: EG

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