La esperanza de forjarse un mejor futuro en los Estados Unidos, como indocumentados, se hace añicos para miles de salvadoreños una vez que son detenidos por oficiales de inmigración estadounidenses o mexicanos, y comienza el proceso de su deportación a San Salvador.
Regresan al país, por bus o por avión, cargando una bolsa con escasas pertenencias y el estigma del deportado: el que se piense que lo expulsaron del país de destino por haber cometido algún delito, cuando esos casos son muy minoritarios.
Todos pasan por el Centro de Atención y Resguardo al Migrante, una oficina donde realizan los trámites migratorios de ingreso al país, situada en el este de San Salvador.
Ahí pueden beber agua y café, hacer una llamada telefónica, o ver a un médico para que les revise su condición sanitaria. Luego tienen que ingeniárselas para llegar hasta sus lugares de origen, pues muchas veces no portan dinero ni para pagar el pasaje.
A muchos de ellos ni siquiera los esperan. En ese Centro se amontonan día tras día rostros fatigados que son retratos de la dignidad herida y las esperanzas rotas.
Edición: Estrella Gutiérrez