Una cosa es leer sobre el éxodo de Eritrea y otra muy distinta es mirar los ojos sucios, cansados y llenos de polvo de una niña de 14 años que acaba de cruzar la frontera para refugiarse en Etiopía.
La adolescente lleva una bolsa de plástico rotosa con algo de ropa, un vaso anaranjado y una pequeña linterna que está casi sin batería. La acompañan cuatro hombres, dos mujeres y cinco niños pequeños. Todos cruzaron la frontera la noche anterior y fueron encontrados por soldados etíopes, quienes los trasladaron a la ciudad de Adinbried.
El complejo de sencillos edificios estatales, a donde los llevan, conforman el llamado punto de entrada, uno de 12 que hay a lo largo de la frontera. Allí comienza el periplo burocrático y logístico para otorgar asilo a las personas recién llegadas, para luego trasladarlas a uno de los cuatro campamentos creados para los eritreos en la norteña región de Tigré.[pullquote]3[/pullquote]
“Nos llevó cuatro días llegar desde Asmara”, relató un hombre de 31 años al describir la travesía desde la capital de Eritrea, unos 80 kilómetros al norte de la frontera con Etiopía. “Viajamos 10 horas de noche, durmiendo de día en el desierto”, añadió.
En febrero de este año, llegaron 3.367 eritreos a este país, según la Administración para Asuntos de Refugiados y Retornados (ARRA, en inglés). Hay unos 165.000 refugiados eritreos y solicitantes de asilo en Etiopía, registrados por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
La política de puertas abiertas contrasta notoriamente con las estrategias de reducción de migrantes implementadas en muchos países occidentales. En especial teniendo en cuenta que los gobiernos de ambos países se acusan mutuamente de complotar el uno contra el otro en un clima de mutua aversión.
Pero “diferenciamos entre el gobierno y su pueblo”, indicó Estifanos Gebremedhin, de ARRA. “Somos el mismo pueblo, compartimos la misma sangre e incluso tenemos los mismos abuelos”, explicó.
Antes de su independencia, Eritrea era la región más al norte de Etiopía. En ambos lados de la frontera actual, mucha gente habla la misma lengua, tigriña, y comparten las tradiciones culturales y la religión ortodoxa.
Shimelba fue el primer campamento de refugiados eritreos, abierto en 2004. En la actualidad alberga a más de 6.000 personas y alrededor de 60 por ciento de su población pertenece al grupo étnico kunama, uno de los nueve de Eritrea e históricamente el más marginado.
“No me interesa ir a otros países”, aseguró Nagazeuelle, una kunama que hace 17 años vive en Etiopía.
“Necesito a mi país. Tenemos tierras ricas y fértiles, pero el gobierno se las quedó. No éramos un pueblo educado y se la agarraron con nosotros. Soy un ejemplo de los primeros refugiados de Eritrea, pero ahora llegan personas de las nueve etnias”, relató.
Las conversaciones entre los refugiados del campamento de Shimelba sobre las atrocidades del gobierno de Eritrea van desde acusaciones de genocidio contra los kunamas, pasando por envenenamientos masivos, hasta relatos de funcionarios gubernamentales comprando en los mercados y luego disparándole al dueño del puesto por discrepancias de precios.
“El mundo se olvidó de nosotros, aparte de Estados Unidos, Canadá y Etiopía”, indicó Haile, un hombre de unos 50 años y refugiado desde hace cinco, quien acotó que su padre y su hermano murieron en prisión.
“Lo que ocurre es indescriptible, es una crisis profunda, entonces ¿por qué la comunidad internacional permanece en silencio?”, preguntó.
Sin embargo, hay quienes sostienen que la situación no es tan grave en ese país.
De hecho, un informe de la Organización de las Naciones Unidas, publicado en 2016, que acusa a las autoridades de Eritrea de crímenes contra la humanidad, recibió críticas por ser parcial y no reconocer los avances del país, por ejemplo en materia de salud y educación, afianzando así la imagen negativa y sesgada que predomina en la prensa occidental y en círculos políticos.
A 50 kilómetros al sur de Shimelba está Hitsats, el más nuevo y grande de los cuatro campamentos, con 11.000 refugiados, 80 por ciento de los cuales son menores de 35 años.
“En Sudán, hay más problemas, dormimos más tranquilos aquí”, aseguró Ariam, de 32 años, quien se instaló con sus dos hijos en Hitsat hace cuatro años tras vivir otro tanto en un campamento de refugiados de ese país vecino.
Muchas personas denuncian que el ejército eritreo realiza incursiones en Sudán para atrapar refugiados.
Etiopía también recibe personas de otras nacionalidades que huyen de distintos países convulsionados, lo que eleva la población de refugiados a más de 800.000 personas, el mayor número en África y el sexto en el mundo.
“Etiopía también considera que la generosa acogida de refugiados le hará bien a las relaciones regionales ”, explicó Jennifer Riggan, profesora adjunta de estudios internacionales en la estadounidense Universidad de Arcadia, e investigadora de la situación de los refugiados eritreos en este país.
Otros analistas también destacan que aumentan los fondos vinculados a los refugiados. Países como Gran Bretaña y Europa otorgan a Etiopía incentivos económicos para mantener a los refugiados en su territorio, en un enfoque similar al adoptado con Turquía, para que no salgan de África.[related_articles]
Pero a pesar de la bienvenida que reciben los refugiados eritreos en Etiopía, la situación no está libre de fricciones.
“Todavía hay desconfianza por los 30 años de guerra (de independencia)”, explicó la antropóloga Milena Belloni, quien actualmente escribe un libro sobre los refugiados eritreos. “Hay un doble discurso”, precisó.
Ambas partes se refieren a la otra como hermanos, pero históricamente los eritreos menosprecian a los residentes de Tigré porque eran trabajadores migrantes cuando Eritrea era una esplendorosa e industrializada colonia italiana, y estos últimos consideran a los eritreos como arrogantes y fríos, explicó.
Más allá de las dificultades prácticas, Etiopía busca mejorar la integración de los refugiados ateniéndose a la Cumbre de Líderes sobre Refugiados, organizada en 2016 a instancias del entonces presidente estadounidense Barack Obama, que exhortó a una mejor integración y educación y a mejores oportunidades de empleo y de alojamiento de refugiados en todas partes del mundo.
“La respuesta de Etiopía es controlar el portón y se las ingenió para sacar provecho del inevitable flujo de personas”, explicó Riggan. “El enfoque de este país es el más inteligente y realista”, opinó.
En 1998, Eritrea invadió la pequeña ciudad fronteriza de Badme, que aunque no tiene consecuencias, le permitió avanzar hacia el sur y ocupar el resto del llamado Triángulo de Yirga, de Etiopía, arguyendo que históricamente formaba parte de Eritrea.
Etiopía terminó por recuperar el control, pero los combates se cobraron miles de vidas en ambos países y miles de millones de dólares que urgían en otros sectores de estos países extremadamente pobres, y sembraron rencor y desacuerdos que perduran hasta ahora.
A pesar del acuerdo de paz mediado por la comunidad internacional, que siguió al cese del fuego declarado en 2000 y que estableció que Badme perteneciera a Eritrea, Etiopía la ocupa, por considerar que su población no toleraría ceder una ciudad donde se perdieron tantas vidas etíopes, al igual que el resto del Triángulo de Yirga.
Traducido por Verónica Firme