Hay dos palabras que, sin lugar a dudas, pueden resumir con dolorosa precisión el último año: personas refugiadas.
Todos hemos visto escenas desgarradoras de hombres, mujeres, niños y niñas que saltaban desesperados a embarcaciones improvisadas en el Mediterráneo o en el mar de Andamán, escapando por los pelos de la muerte en busca de un futuro más seguro.
Los cuerpos de bebés sin vida arrastrados a la costa. Los espeluznantes gritos de madres y padres que lo han perdido todo para intentar salvar a su familia, sólo para ver cómo se les niega un refugio seguro en otros países.
En un rincón del mundo, a menudo ignorado, abundan imágenes igual de trágicas, que muestran una crisis de refugiados terrible y en rápido deterioro de la que mucha gente no sabe nada.
El Salvador, Guatemala y Honduras no son Siria. Allí no hay una guerra oficial. Sin embargo, aunque no la haya, a juzgar por la alarmante cifra de muertes en cada uno de estos países podría haberla.
En el Triángulo Norte de América Central –nombre colectivo que se da a estos tres países– mueren más personas asesinadas que en la mayoría de las zonas de conflicto. El Salvador, por ejemplo, con un índice de homicidio de 108 personas por cada 100.000 habitantes, es en estos momentos más mortal de que Iraq, con 48,1 homicidios por cada 100.000 habitantes.
Los índices de homicidio de Honduras y Guatemala no se quedan muy atrás, con 63,75 y 34,99 personas por cada 100.000 habitantes, respectivamente.
Y no son solo los asesinatos los que hacen que la vida en estos pequeños países sea casi imposible.
La mayoría de la población lucha por sobrevivir bajo la vigilancia implacable de las bandas delictivas (llamadas maras) que controlan lo que la gente hace o no hace, de qué habla e incluso por dónde puede caminar. Las maras (pandillas) obligan a chóferes de autobús, propietarios de comercios, trabajadores y trabajadoras sexuales y cualquier otra persona a pagar grandes sumas por el “privilegio” de dejarlas con vida.
Y las autoridades apenas hacen nada para proteger a la población: la policía incluso somete a jóvenes adolescentes y otras personas a abusos para obligarlos a “confesar” que han ayudado a las maras, en un intento desesperado por mostrar que están actuando contra esta insoportable violencia.
No debería sorprender que la gente sienta que no tiene más opción que huir de sus casas, a menudo con poco más que lo que puede cargar consigo.
Cada año, cientos de miles de personas del Triángulo Norte emprenden uno de los viajes más peligrosos del mundo, atravesando México con la intención de buscar seguridad en Estados Unidos.
Algunas lo consiguen. Pero el viaje está plagado de peligros, que van desde el secuestro hasta la violación, pasando por otras formas de tortura. Muchas personas mueren por el camino o son obligadas a retornar a las mismas situaciones que amenazan su vida y de las que huyeron desesperadas, para empezar.
Una vez de de vuelta en “casa”, sus gobiernos las reciben con los brazos abiertos pero con la mente cerrada: o bien no les importa lo que las obligó a huir, o bien no son conscientes de ello. Las autoridades de El Salvador, Guatemala y Honduras nos han hablado, con gran orgullo, de la rapidez con la que pueden “procesar” a cientos de personas deportadas cada día.
El problema es que nadie se toma el tiempo necesario para averiguar exactamente por qué esas personas estaban tan desesperadas por marcharse de sus hogares, en primer lugar, y por qué la mayoría prefieren hacer el peligroso viaje una y otra vez en lugar de quedarse en casa.
José, de 16 años, es uno de ellos. Cuando lo conocimos estaba sentado, visiblemente agotado, y parecía perdido, con la mirada en la distancia. Había salido de El Salvador una semana antes, sin más pertenencias que la ropa que vestía. Lo que lo impulsó a huir fueron las amenazas de la mara que controla su barrio, que se volvieron peligrosamente reales.
Sin embargo, en México fue atrapado por funcionarios de migración y deportado.
A su retorno a El Salvador, un trabajador social se limitó a intentar disuadirlo de volver a México, pero José se queja de que nadie escucha cuando enumera la larga lista de motivos por los que regresar a casa no es una opción.
Como la mayoría de las personas en su misma situación, tras tomar las pupusas (pastas rellenas tradicionales salvadoreñas hechas con harina) que le dan, no ve más opción que emprender de nuevo el peligroso viaje al norte.
Aunque los gobiernos centroamericanos se esfuerzan mucho por centrar la atención en los graves abusos que sufre la gente cuando viaja a través de México hacia Estados Unidos, miran convenientemente hacia otro lado cuando se trata de reconocer su propio papel en la peor crisis de refugiados de América.
Alegan cínicamente que la mayoría de la gente huye de El Salvador, Guatemala y Honduras por necesidades económicas, no porque los altísimos índices de homicidio conviertan sus países en zonas prácticamente vedadas para millones de personas. Dicen que la crisis no tiene nada que ver con ellos. Este argumento no sólo es cínico, sino además erróneo.
Aunque Estados Unidos y México están incumpliendo por completo su obligación de proporcionar un refugio seguro a las personas que se ven obligadas a huir de la violencia y no devolverlas al peligro, las autoridades de El Salvador, Honduras y Guatemala no se pueden permitir quedarse de brazos cruzados.
Ellas son las que llevan a los corderos al matadero, al no abordar las causas fundamentales de la violencia endémica que se está apoderando de sus países y al hacer caso omiso de los desesperados gritos de ayuda de sus ciudadanos y ciudadanas.
No importa lo dañados que estén estos países: pueden y deben hacer más.
Es posible que los recursos disponibles localmente para poner en marcha programas de protección sean escasos, pero los 750 millones de dólares puestos recientemente a disposición por Estados Unidos para detener la migración deberían ayudar a empezar a abordar las causas fundamentales de la violencia que obliga a tanta gente a partir. Pero para algunas personas, marcharse será siempre la única opción.
No hay soluciones fáciles, y no cabe duda de que llevará mucho tiempo que los programas de protección y contra la violencia den sus frutos.
Sin embargo, centrarse tozudamente en dar una comida caliente y un abrazo de bienvenida mientras se descuida la protección a los ciudadanos y ciudadanas y se los obliga a cruzar de nuevo las puertas del infierno es una manera segura de condenar a las generaciones futuras a no tener más opción que marcharse de su hogar.
Las opiniones expresadas en este artículo represetan a la autora y no necesariamente a IPS-Inter Press Service ni pueden atribuírsele.