La vida persiste en Siria

Un mural de mosaicos en Damasco “para decirle al mundo que los sirios amamos la vida”, señala el artista Moaffak Makhoul. Crédito: Eva Bartlett/IPS

Cualquier día de la semana, nada detiene el trajín de transeúntes, automóviles, motos y bicicletas en la Ciudad Vieja de Damasco. Los mercados están atestados de clientes que regatean con los comerciantes los precios de especias, perfumes florales, ropa o cualquier otro producto abundante en el bazar de Hamidiyah.

Al final de la histórica Via Recta, trazada en tiempos del Imperio Romano, unos niños juegan al fútbol entre las antiguas columnas.

Es el tercer año de un devastador conflicto armado interno, apoyado desde el exterior para derrocar al gobierno de Bashar al Assad. Más de 100.000 personas han muerto, la inmensa mayoría civiles, y otros dos millones se refugiaron en países vecinos. Pero Siria todavía palpita vida y esperanza.

En las estrechas calles de la Ciudad Vieja, las parejas pasean de la mano y los hombres ancianos se saludan con sonrisas y un beso en cada mejilla. La música llega desde las puertas abiertas de las antiguas casas, cuyos jardines estallan de verde. Un lechero hace el reparto en grandes cubos cargados en su bicicleta.

Pero las espaciosas viviendas, convertidas en hoteles y restaurantes, no tienen turistas. Algunos comerciantes se quejan de lo mismo: sus tiendas tienen productos, pero no los habituales compradores extranjeros.

Bassam dirige la tienda familiar de joyas y antigüedades Giovanni, cerca de la Puerta Este de la Ciudad Vieja, en una casa damascena de grandes arcos y ornamentos en madera.

“Las ventas no van muy bien por la situación. Antes venía mucha gente”, dice Bassam y muestra una fotografía enmarcada en la que él aparece junto a una mujer. “Es Catherine Deneuve, la actriz francesa. Ella es my famosa”, señala. Personalidades conocidas de todo el mundo solían frecuentar su tienda, insiste.[pullquote]3[/pullquote]

En la Mezquita de los Omeyas, los fieles rezan y se reconfortan con el ambiente fresco, mientras un muchacho practica los giros de la danza sufí. Afuera, las mujeres se sientan a la sombra del jardín con sus hijos y disfrutan de un picnic de sándwiches.

La amplia plaza que está frente a la mezquita está repleta de vendedores de alimentos y vestidos, familias paseando y niños vendiendo rosas.

Un joven vendedor de palomitas de maíz asegura que las cosas están mejorando. “La vida aquí es buena, la situación ha vuelto a la normalidad, el gobierno nos apoya. Pero mi casa está en Babbila, en las afueras de Damasco, y no puedo volver porque los rebeldes la han tomado”, dice a IPS.

Casi a diario grupos armados lanzan ataques de mortero contra zonas civiles desde aldeas cercanas, como Jobar o Mliha. El 15 de abril, el fuego de mortero impactó la escuela primaria de Manar. Murió un niño y otros 62 sufrieron heridas. Esa mañana también fue bombardeado un jardín de infantes en el mismo populoso vecindario de Damasco, y tres niños pequeños fueron heridos.

El 29 de abril, esos disparos alcanzaron al instituto de estudios religiosos Bader Eddin al-Hassni. Murieron 14 estudiantes y 86 resultaron heridos, según un reporte de la agencia árabe de noticias SANA.

Una tarde, mientras esta reportera se sentaba fuera de los muros de la Ciudad Vieja, a unos 100 metros de la Puerta Este, vio pasar los destellos de disparos procedentes de Jobar, una zona controlada por grupos armados que quieren derrocar a Al Assad.

Al Midan, un distrito conocido por sus tradicionales dulces, todavía recibe clientes locales, pero sufre la misma falta de extranjeros que el resto del turismo. “Siempre traía delegaciones aquí para que probaran los dulces”, dice Anas, periodista de la televisora siria. “Pero como puedes ver, ya no hay turistas”.

Nagham, un estudiante universitario, dice que tampoco muchos sirios vienen ahora a Al Midan. “La gente tiene miedo porque estamos muy cerca de Yarmouk. Al Midan es seguro, pero la gente cree que los ‘terroristas’ de Yarmouk dispararán con morteros hacia aquí”, señala.

Debido a los ataques contra la población civil, por ejemplo con coches bomba, hay retenes militares en toda la ciudad y en las zonas rurales. Mientras los soldados revisan los vehículos en busca de explosivos, el tránsito se atasca. Pero sin estos controles, aseguran las autoridades, la mortandad de civiles sería mayor.

Los habitantes de la occidental ciudad de Homs conocen de sobra los efectos de los coches bomba. La urbe estuvo dos años bajo control de grupos rebeldes, cada vez más acorralados en el casco histórico, que abandonaron el 7 de este mes en virtud de un acuerdo con el gobierno.

El 9 de abril, por ejemplo, dos de ellos detonaron en forma sucesiva en la misma calle de un barrio residencial, matando a 25 personas e hiriendo a otras 107, según medios de comunicación estatales. Y el 29 del mismo mes, otros dos coches bomba y un ataque con cohetes causaron 42 muertos.

Pero en Homs también echó a andar un movimiento de reconciliación, con combatientes abandonando las armas y optando por una solución política para el conflicto civil sirio.

En la ciudad costera de Latakia, 350 kilómetros al noroeste de Damasco y sobre el mar Mediterráneo, los desplazados internos de la norteña aldea de Kasab, un antiguo asentamiento armenio muy cercano a la frontera con Turquía, se refugian en un templo de la Iglesia Ortodoxa.

El 21 de marzo, combatientes chechenos y de otros países, afiliados a la red extremista Al Qaeda y apoyados por fuerzas especiales turcas, comenzaron a lanzar misiles desde la frontera hacia la aldea, que luego tomaron y en la que cometieron atrocidades, según testimonios.

Hay denuncias de 80 personas asesinadas. El resto de los casi 2.000 habitantes huyeron hacia Latakia y otras zonas.

“Pueden destruir nuestras casas, pero volveremos. Creemos en el ejército árabe de Siria”, dice Suzy, una habitante de Kasab. “Como no pudieron encontrar a las muchachas, violaron a las ancianas. Destruyeron todo, saquearon nuestras viviendas, rompieron la estatua de la Virgen María”, se lamenta.[related_articles]

Cuando se le pregunta su opinión acerca del presidente Al Assad, responde sin dudarlo, como muchos otros en este país. “Tenemos un líder, el doctor Bashar al Assad. Lo amamos, no queremos nada más. Lo queremos a él y queremos recuperar a Siria”.

En otra zona de Latakia, una ciudad protegida por el ejército, pero atacada a la distancia con misiles, niños y adolescentes juegan en la fuente de un amplio y limpio parque, mientras hombres y mujeres se sientan, fuman sus narguiles y conversan.

Fadia, una musulmana sunita que no lleva velo, está sentada en un grupo de mujeres vestidas con y sin esa prenda religiosa. Según ella, en Latakia no hay problemas graves.

“La vida es buena y somos felices. El ejército nos protege. Amamos a nuestro presidente, a nuestro ejército y a nuestro país. Pero hay fuerzas externas que quieren destruirlo. Aquí no hay problemas entre cristianos, musulmanes, armenios y alauitas. Somos una sola familia y nadie puede separarnos”, asegura enfática.

Desde este lugar, Lilly Martin, una californiana que lleva 22 años en Siria, conduce hasta su casa.

“Al principio (de las protestas contra Al Assad en 2011), hubo un brote de violencia y los manifestantes atacaban a la policía. Pero casi enseguida el pueblo de Latakia les dio la espalda. La población no acepta el alzamiento. Tenemos cristianos, musulmanes y minorías acá. Hay muy poco apoyo a los ‘rebeldes’, así que es una ciudad pacífica”, dice.

En Homs, Latakia y Damasco, muros y puertas están decorados con grandes banderas sirias e imágenes de Al Assad. Las banderas salieron a relucir en las celebraciones de Pascua, en las bodas y otras festividades. Y, junto con las banderas, hay himnos patrióticos entonados por los celebrantes y acompañados de gritos y batir de palmas.

En Autostrad, la calle principal que lleva al vecindario damasceno de Al Mezze, un gran mural de mosaicos coloridos, trozos de azulejos y otros objetos reciclados cubre la pared exterior de una escuela y ocupa una cuadra entera.

Es el proyecto de seis artistas, conducidos por Moaffak Makhoul, quien explica el concepto.

“Lo hicimos para los niños, para arrancarles una sonrisa. Y queríamos enviar al mundo el mensaje de que los sirios amamos la vida e insistimos en vivir y en sobrevivir”, sostiene.

Su mensaje contiene también un elemento político relevante. “A quienes exponen la ideología que busca eliminar al otro, el takfirismo (una corriente sunita extremista que considera como sus principales enemigos a quienes profesan otras ramas del Islam), les decimos ‘no’”, añade.

Cuatro adolescentes se detienen a conversar. “Aquí vivíamos bien, con seguridad. Teníamos libertad y ahora no la tenemos”, dice Rehab, una de las muchachas. “Ahora no sabes quién puede ser un terrorista. Queremos que nuestro país vuelva a ser como era”, agrega.

Ramez, otra adolescente, cree en cambio que “la vida está mejorando”. Y Batoul apunta que “amamos a Bashar. Es una buena persona. Sabemos lo que ha hecho por nuestro país. Y antes de que todo esto empezara, vivíamos tranquilos y con seguridad”, dice.

En su solitaria tienda de la Puerta Este, Bassam también es optimista. “La paz vendrá tarde o temprano; no, vendrá temprano. Damasco es una ciudad maravillosa y también lo es su pueblo”.

Desde la mezquita, el muecín llama a la oración y suenan las campanas de la iglesia en una ciudad, y en un país, donde la vida continúa.

 

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