Sigue la trágica avalancha inmigratoria a territorio europeo en el mar Mediterráneo. Siguen las muertes. Siguen los enterramientos de hombres, mujeres, niños. Sigue la dispersión de sus cadáveres en ataúdes rebasando las dimensiones reducidas de Lampedusa, derramándose por Sicilia.
Y siguen cientos de seres humanos engullidos en las entrañas del “Mare Nostrum”. Es un curioso nombre romano para un espacio que se resiste a ser dominado desde el corazón de Europa.
Pero es que en el propio epicentro de la región más rica del planeta los propios estados se sienten impotentes para imponer orden interno y recurren a la fuerza para decidir quién tiene derecho a vivir y residir y quién debe marcharse, por las buenas o por las malas.
Las tragedias marinas han venido a ser todavía más dramatizadas por el penúltimo incidente de la interminable serie de rápidas y contraproducentes decisiones gubernamentales.
Esta vez ha sido la vergonzosa expulsión de Francia de una niña de vago origen kosovar (aunque nacida en Italia). Leonarda Dibrani, de 15 años, fue sumariamente detenida en un viaje cultural de su escuela, junto a su madre y hermanos. En bloque fueron velozmente enviados por vía aérea a la población de Mitrovica, donde su familia romaní (gitana) había vivido en el pasado.
Técnicamente apátrida, el comportamiento de su padre no encajaba con las reglas sociales francesas. En consecuencia, el ministro del Interior, Manuel Valls, decretó la deportación, generando vivas protestas generalizadas.
Luego, tarde y mal, rozando la desautorización de su ministro, el presidente François Hollande ofreció hipócritamente a Leonarda regresar a Francia, pero sin su familia, limosna que fue rechazada: o todos o ninguno, dijo la niña.
Este nuevo capítulo de aplicación de las leyes nacionales de los países de la Unión Europea (UE) recuerda las serias tensiones de las sociedades que atribuyen a diversas dimensiones de la inmigración (legal e indocumentada) las causas de los problemas económicos y de índole de criminalidad.
En abril de 2011, durante el mandato de Nicolas Sarkozy, el gobierno francés ordenó el cierre de la frontera con Italia, en violación del acuerdo de Schengen, para frenar el éxodo de inmigrantes del norte de África que utilizarían el suelo italiano como simple zona de paso para adherirse a las comunidades magrebíes firmemente establecidas en territorio galo.
Esta decisión provocó la firme advertencia de la UE, que recordaba la anterior recriminación cuando el mismo Sarkozy en agosto de 2010 ordenó la deportación en masa de grupos de romaníes, sin importarle que eran ciudadanos rumanos, y por lo tanto libres de residir y circular en todo el territorio de la UE.
Bruselas se contentó con una promesa de mejor comportamiento en el futuro del gobierno francés. París ahora ha apretado todavía más las clavijas y ha vetado la entrada de Rumania y Bulgaria en Schengen, para así evitar la circulación de sus ciudadanos en el corazón de Europa.
Conviene notar que el desmantelamiento de asentamientos romaníes y la expulsión de colectivos del mismo origen han sido frecuentes en los últimos años, bajo la justificación de razones de orden público y sanitarias, además de limitaciones de residencia sujetas a contar con fuentes de financiamiento con empleos estables.
Pero en los casos en que la legislación de la UE puede haber sido violada, los avisos a Francia por parte de la Comisión Europea han servido de poco.
El balance es que el gobierno francés se siente amenazado por los votos del sector conservador y centrista que oscilan hacia la ultraderecha de Jean-Marie y Marine Le Pen. Se está mandado un mensaje preocupante de cebarse en grupos desprotegidos y culparlos de los problemas económicos y sociales.
La lógica aducida es que hay que frenar la inmigración y su consecuente costo económico-social en los servicios públicos y dimensiones del Estado de bienestar.
Está por ver si algunos gobiernos europeos continuarán cayendo en la trampa de aplacar el racismo y la discriminación con medidas populistas más propias de los años 30, en plena época de pánico social, erosión de las clases medias y preludio de la Segunda Guerra Mundial que produjo la catástrofe que luego aconsejó la fundación de la UE.
En este contexto de incertidumbre y temor nada tiene de extrañar que el Consejo Europeo decidiera postergar decisiones drásticas y la aprobación de un plan estratégico para enfrentarse al reto de la inmigración.
Además de tratar prudentemente el escándalo de la revelación del espionaje de Estados Unidos sobre las comunicaciones europeas (otra muestra de la debilidad institucional de la UE), se decidió esperar a después de las elecciones europeas de mayo de 2014 para lograr un acuerdo inmigratorio.
Los estados miembros pretenden de esta forma no abrir más la caja de Pandora y alimentar las campañas de los partidos de ultraderecha que amenazan con hacer caer algunos de los gobiernos conservadores o en coalición que están optando por medidas de dureza contra los inmigrantes y los “europeos errantes”, como el caso notorio de los gitanos de la Europa del este.
Mientras tanto, más de lo mismo: llegada tenaz a Lampedusa y Malta de embarcaciones repletas de desesperados ansiosos de refugiarse en el “sueño europeo”.
Lo anterior, leído en un contexto conservador de Estados Unidos, donde un sector notable de legisladores está amenazado de perder sus escaños en manos de agentes del Tea Party, no sirve ni siquiera de consuelo.
Los que de momento pagan peor el espectáculo de la congelación del Congreso y la precariedad de la reforma del sistema de salud del presidente Barack Obama, son los desprotegidos, los inmigrantes indocumentados y desempleados. Todo confirma, simplemente, que la ola populista es en realidad la amenaza más imponente y preocupante.
Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet “ad personam” y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).