En su libro “The World Without Us” (El mundo sin nosotros), un éxito de ventas de 2007, el periodista Alan Weisman imagina al planeta Tierra regenerándose tras la desaparición de los seres humanos.
Los rascacielos se desmoronan y los puentes colapsan en los ríos, pero prevalecen los bosques primigenios y los búfalos vuelven a deambular.
Es una visión optimista del futuro… si uno es un búfalo o un delfin o una cucaracha. No más guardias forestales. No más enormes redes de arrastre o pesticida d-Con.
Pero no es un futuro tan grandioso si uno es un ser humano. En su perspectiva desapasionada y no centrada en las personas, el libro de Weisman está diseñado para sacudirnos en nuestra ingenua presunción de que siempre estaremos, independientemente de las amenazas existenciales que cubren nuestros hombros cual túnica de Neso.
Por algún motivo, la evolución nos ha hecho incapaces de afrontar nuestra propia desaparición. Es casi como si nunca pudiéramos equilibrar nuestra chequera o planear nuestras vacaciones a menos que consideremos a las armas nucleares, el cambio climático y las pandemias simplemente como otra serie de “cucos” que nos dejan con el Jesús en la boca pero que siempre desaparecen con la luz del alba.
Ahora pasemos de lo existencial a lo geopolítico. ¿Cómo sería el mundo sin Estados Unidos?
El reciente cierre de las oficinas del gobierno hizo que muchos se plantearan un mundo en el que Estados Unidos no llegara a desaparecer pero colapsara sobre sí mismo. Centrado en las cuestiones internas, Washington cancelaría la Pax Americana -o Pox (“sífilis”) Americana, como les gusta decir a los antiimperialistas- y renunciaría a su rol de policía y financiero del mundo.
¿Estaría el mundo económicamente mejor? Como ocurre en el universo hipotético de Weisman, cómo responda uno esta pregunta depende en gran medida de quién uno es. Los estadounidenses sin dudas nos beneficiamos de la hegemonía económica y militar de nuestro país: nuestra huella de carbono, nuestro producto interno bruto por persona, nuestro poderoso dólar, nuestra dependencia del inglés como idioma del mundo por defecto.
Nosotros damos todo esto por sentado. Sin embargo, quienes no son estadounidenses pueden sentir de modo un poco distinto. Como el búfalo, los delfines y las cucarachas en un mundo sin seres humanos, afuera de Estados Unidos todos pueden muy bien aplaudir el fin del superpoderío estadounidense.
En la cúspide de la reciente crisis política en Washington, un artículo de opinión publicado en inglés por la agencia china de noticias Xinhua llamó a que “el ofuscado mundo empiece a considerar construir un mundo ‘desestadounizado’”.
El texto reiteró muchos argumentos que suenan conocidos. Estados Unidos “ha abusado de su estatus de superpotencia y sembrado aún más caos en el mundo, desviando los riesgos financieros al exterior, instigando las tensiones regionales en medio de disputas territoriales y librando guerras injustificadas bajo la fachada de mentiras descaradas”.
La solución, según ese editorial, es fortalecer a la Organización de las Naciones Unidas, crear un sustituto del dólar como divisa global y dar más poder a las economías emergentes en las instituciones financieras internacionales. Todas estas sugerencias parecen sensatas.
Pero, como destacan varios analistas estadounidenses, este provocativo ensayo no necesariamente refleja la opinión del gobierno chino. Beijing sigue dependiendo del poderío económico de Estados Unidos, ya sea bajo la forma de consumidores estadounidenses o de liquidez de Wall Street.
Y en la medida en que Estados Unidos combate el terrorismo, controla las rutas marítimas del mundo y continúa limitando en mayor o menor medida las ambiciones de sus aliados claves en Asia Pacífico, China también depende del poderío militar estadounidense.
Las autoridades chinas valoran la estabilidad interna, regional e internacional. En otras palabras, quieren preservar un entorno en el que puedan perseguir su objetivo principal: el crecimiento económico interno. Si puede conseguir un aventón gratuito en el todoterreno estadounidense, blindado y devorador de combustible, China se subirá a bordo alegremente.
Pero si el todoterreno empieza a interferir con su crecimiento económico, su estabilidad política y sus intereses nacionales, se bajará. Por ahora, después de que un acuerdo legislativo evitó la cesación de pagos (“default”) y puso fin al cierre de las oficinas del gobierno, se aplacaron los reclamos chinos de “desestadounidización”.
Pero el estancamiento político que vive Washington de ningún modo ha terminado. Y los problemas estructurales que en la última década estuvieron en la raíz del declive de Estados Unidos continúan vigentes.
La mayoría de los observadores de ese declive, desde Paul Kennedy a Fareed Zakaria, comparten en general la misma ambivalencia que China. Consideran que el deterioro de Estados Unidos es relativo y gradual, y que hay que hacer un duelo por él en ausencia de una alternativa viable.
Lo mismo podría decirse de las naciones latinoamericanas, que durante mucho tiempo condenaron el imperialismo estadounidense. Las últimas señales de este conflicto tuvieron que ver con el asunto Edward Snowden y las revelaciones de que la Agencia de Seguridad Nacional vigilaba las comunicaciones más allá de sus fronteras.
Pero, como China, América Latina depende mucho del comercio con Estados Unidos, de ahí que también sea ambivalente en relación al declive de Estados Unidos.
Algunos de quienes participan en este debate, por supuesto, no tienen ninguna ambivalencia en absoluto. El documental “El mundo sin Estados Unidos”, dirigido por Mitch Anderson en 2008, describe el estado de anarquía que reinaría si en el futuro un presidente progresista recortara el presupuesto militar y retirara soldados de todo el mundo.
La película se basa particularmente en las elogiosas valoraciones que el historiador británico Niall Ferguson realiza de la hegemonía estadounidense. En un punto, Ferguson sugiere que una retirada militar de Estados Unidos probablemente enviaría al mundo por el mismo sendero de destrucción que experimentó Yugoslavia en los años 90.
La Unión Europea fue irresponsable entonces, y continúa siéndolo hoy. No se ha ofrecido ningún otro garante de paz. Solo China se avecina en el horizonte, y el filme termina con imágenes de explosiones nucleares en Japón, Taiwán y Corea del Sur, presumiblemente causadas por misiles chinos lanzados tras la partida de las fuerzas estadounidenses de la región.
En el libro de Alan Weisman, el bosque original prevalece sobre el mundo otrora civilizado. En la película de Mitch Anderson, las fuerzas primigenias de la anarquía dominan un mundo al que antes volvía estable la presencia militar de Estados Unidos.
Es, en muchos sentidos, una película peligrosamente tonta. Estados Unidos apoyó a muchos dictadores en nombre de la estabilidad. Generamos una inestabilidad considerable –en Afganistán, en Iraq– cada vez que eso fue funcional a nuestros intereses. Nuestra estabilidad es a menudo injusta: nuestra inestabilidad es devastadora.
Además, disminuimos nuestra presencia militar en América Latina y la región prosperó. Redujimos la presencia de nuestros soldados en Corea del Sur, legendario detonante de conflictos, y en la península no se desató la anarquía. Finalmente estamos clausurando muchas bases de la era de la Guerra Fría en Europa, y Europa está en calma.
Recuerden: el mensaje real del libro de Weisman es que todavía hay cosas que podemos hacer, como seres humanos, para cooperar más con la naturaleza e impedir el Apocalipsis. De modo similar, Estados Unidos puede tomar medidas positivas para evitar que el escenario mundial se balcanice.
No es cuestión de designar un sucesor como guardián mundial o de enfrentarse con China para impedir que Beijing se pare en nuestros zapatos. No se trata de encerrarnos y poner mala cara porque el mundo ya no quiere cumplir nuestras órdenes.
Estamos en el mundo, no hay manera de escapar a eso. Así como los seres humanos deben reconfigurar su relación con la naturaleza, Estados Unidos debe reconfigurar su relación con el mundo. En los dos peores escenarios, las únicas ganadoras serán las cucarachas.
John Feffer es codirector de Foreign Policy In Focus.