Carlos Fuentes, reinventor de América

Le dije a Carlos Fuentes el día que lo trajimos a la Universidad de Miami en 1992 para recibir un doctorado “honoris causa” que solamente de Julio Cortázar yo tenía un número mayor de libros. Me contestó: “no me extraña; era mucho mejor escritor que yo”.

Personalmente, siempre me causó la misma indeleble impresión al leer cualquiera de sus páginas. Culto, políglota (su inglés era nativo), simpático, serio, cortés, y cumplidor.

Lo conocí cuando aceptó en 1986 dar el discurso inaugural en Miami de unos premios literarios, Letras de Oro, con el apoyo de American Express. Plasmó una conferencia magistral todavía recordada, en la que se excusaba por no haberse dedicado a escribir en inglés, cuando lo podía haber hecho con éxito: “la lengua inglesa no necesita un escritor más.”

Para beneficio del español, así se convirtió en el mejor creador de prosa del último medio siglo latinoamericano. Si algunos (como Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez) lo pueden superar en tensión narrativa, en riqueza e innovación de lenguaje él estaba por encima de todos los compañeros del llamado ‘boom”. En sus textos, los fragmentos de meditación y descripción tenían el impacto de poemas de antología. Los ensayos escondidos en la narración eran complemento literario de una de las mejores variantes del arte de la columna de colaboración, que contribuía semanalmente a los mejores diarios de ambos continentes.

Pero por encima de todo, Fuentes fue uno de los ejemplos más diáfanos de descubridor de los enigmas americanos (y numerosos de España). Sus novelas eran la necesaria reescritura de la historia enmascarada del continente, enterrada en huecas declaraciones políticas partidistas y enmarañadas con toda la variopinta ideología populista latinoamericana.

Fuentes escarbaba en la superficie del tejido nacional de México y seguía ahondando con su bisturí. Le daba voz a los personajes que no la tenían, y hacía hablar a las piedras urbanas y los campos yermos. Devolvía la música a la historia.

Fue además uno de los mejores autores de la novela de identidad nacional, un rico terreno en la historia cultural y política latinoamericana. Fuentes sabía como nadie forjar unos textos que respondían con rigurosidad al mandato de Miguel de Unamuno sobre la “intrahistoria”. La vida cotidiana de los países, de las clases sociales ignoradas, de las ciudades olvidadas o masificadas, hacían su aparición estelar en sus páginas. Numerosos lugares de turismo popular podían recorrerse de nuevo con textos suyos en la mano, al lado de las guías comerciales.

Los críticos siempre han tenido un problema en rescatar los mejores libros de Fuentes. En puridad, esa selección siempre está sujeta a los caprichos del lector. Revelaré los míos: un par de novelas de corte clásico y un libro ensayo-historia. Las dos novelas, de las más primerizas, son “La región más transparente” y “La muerte de Artemio Cruz”.

«La región más transparente” debe su título a una frase extraída de la crónica de Bernal Diaz del Castiillo, el historiador-inventor de la conquista de América. La expresión fue luego recapturada por Alfonso Reyes en uno de sus escritos.

El lugar es el mismo en los tres: los alrededores de lo que en su momento fue capital del imperio azteca, luego escenario central de la evolución de la Revolución Mexicana en los años 20 del siglo pasado, y más recientemente la transformación del monstruo capitalino que ya hacia 1950 (época de la novela) daba señales inequívocas de convertirse en un gigante imposible de amaestrar. La región había dejado de ser transparente, ya atosigada por la imparable inmigración y la contaminación ambiental.

En común con “La muerte de Artemio Cruz”, “La región más transparente” medita sobre el congelamiento, el deterioro y la traición de la revolución mexicana, personificada precisamente por el protagonista Artemio. Viejo activista revolucionario, crecido del los sectores más humildes, Cruz asciende los peldaños del experimento político más dramático de la historia de Latinoamérica, solamente comparable al de la revolución cubana.

Si la mexicana contribuyó con la inserción (imperfecta) del amplio sector mestizo en la sociedad, solamente la historia confirmará el hasta ahora fracaso de la cubana, todavía huérfana de una novela con un equivalente de Cruz, moribundo en su lecho.

Los personajes de “La región” se entremezclan con la vida del enigmático Izca Cienfuegos, emblemático símbolo del mestizaje, una variante de la “raza cósmica” que predecía José Vasconcelos. “Qué le vamos a hacer; aquí nací, en la región más transparente del aire”, dice resignadamente contemplando la urbe desde una loma.

El libro que se recomienda de lectura continuada es “El espejo enterrado”. Redactado en el contexto de la conmemoración de 1992, es una meditación de la esencia de la civilización española, en íntima relación con la latinoamericana, de la que es complementaria, en lugar de contraria.

Todo lo de América atañe a España, y al revés, es el mensaje de Fuentes, de gran vigencia en estos días presididos por enfrentamientos provocados que a nadie (con la excepción de algunos populistas americanos y unos pocos trasnochados arrogantes ibéricos) benefician.

Pero si esos libros se pueden releer sin prisa, nos van a faltar las líneas pegadas al terreno cotidiano de la actualidad social, política y económica de ambos continentes. Las páginas de opinión de los grandes diarios sufrirán un vacío difícil de llenar. Se fue un periodista maestro. (FIN/COPYRIGHT IPS)

* Joaquín Roy es catedrático ‘Jean Monnet’ y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).

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