La globalización domina nuestra época, pero se trata de un dominio crecientemente frágil. Aunque la integración global reporta enormes beneficios y creciente riqueza mediante la difusión de la tecnología, el avance de miles de millones de personas en el mundo en desarrollo también crea nuevos riesgos, inestabilidad financiera, desequilibrios económicos, estrés ambiental, crecientes desigualdades y un importante influjo de la cibernética que al parecer tenemos dificultades en manejar.
Esta no es una preocupación reciente. Desde la revolución industrial, el poder del capitalismo de mercado para generar tanto un increíble progreso como inmensos transtornos -lo que Joseph Schumpeter llamó destrucción creativa- ha preocupado a los gobiernos.
Carlos Marx estaba equivocado en algunas cosas, pero seguramente tenía razón acerca de las inherentes tensiones y contradicciones del capitalismo. El capitalismo ha creado más colosales fuerzas de producción que todas las generaciones precedentes juntas, escribió en 1848, pero también representa la ininterrumpida alteración de todas las condiciones económicas y sociales y una eterna incertidumbre y agitación. El capitalismo de mercado, sostuvo con fatalismo, contiene la semilla de su propia destrucción.
Un siglo después, Karl Polanyi utilizó similares argumentos para explicar porqué la economía abierta del siglo XIX se derrumbó de repente a principios del siglo XX, sacudido por guerras, depresión económica y totalitarismos. Los mercados abiertos necesitan cohesión social y política para trabajar, afirmó, pero paradójicamente el libre mercado, sin controles, pronto socava su propia cohesión. El individualismo y la competencia son premiados, pero a expensas de la igualdad y de la comunidad.
Quizás el mayor cambio es el impacto de la globalización en el panorama geopolítico pues ha posibilitado y recompensado un cambio en la producción, la inversión y la tecnología en las economías emergentes. El resultado, como lo señaló recientemente Martin Wolf, es que la periferia se está convirtiendo en el centro y el centro en la periferia. Estados Unidos sigue siendo un actor clave, pero no es más dominante. Las potencias en rápido ascenso, como China, India, Indonesia y Brasil, juegan un papel que era inimaginable hace 20 años, mientras que países en desarrollo más pequeños tienen algo que decir en un sistema al cual están apostando crecientemente.
No nos equivoquemos, la globalización es una fuerza revolucionaria. La economía mundial es ocho veces más grande de lo que era en 1950 y el comercio mundial se ha expandido 33 veces desde entonces. Más de 3.000 millones de personas en China, India, Indonesia y otros países en desarrollo están logrando en una generación lo que al Occidente le costó más de un siglo alcanzar.
Sin embargo, la globalización continúa siendo un sueño insatisfecho. La reciente crisis financiera y la Gran Recesión que la siguió fue simplemente el máximo cataclismo de una serie de sacudidas financieras globales que incluyeron el derrumbe del Mecanismo del Tipo de Cambio Europeo en los años 90, la crisis del peso en 1995, la crisis asiática en 1997, la crisis rusa en 1998 y que puede incluir a Europa si no se resuelven los actuales problemas de la deuda soberana.
El problema esencial de hoy es el muy poco eficaz gobierno de la globalización y el hecho de los comportamientos no se han actualizado con respecto al mundo integrado e interconectado que hemos creado.
Exponer el problema es la parte más fácil pero dar respuestas es más difícil e implementarlas más complicado aún. Un desafío es el de reinventar las instituciones internacionales que ayer fueron universalmente idealizadas y que ahora son universalmente despreciadas. Reemplazar al G-8 con el G-20 fue un paso importante, un reconocimiento del actual mundo multipolar y signo tangible de que el sistema puede ser reformado y adaptado.
Pero es insuficiente. Y reinventar nuestras instituciones no es crear más organismos. Es, en cambio, conectar a las instituciones de una mejor manera, de modo de asegurar que la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el vasto sistema de las Naciones Unidas operen como un todo más coherente y no como un mosaico de feudos.
El verdadero desafío es el de cambiar nuestra forma de pensar y no sólo nuestros sistemas, instituciones o políticas. Necesitamos que la imaginación se apodere de la inmensa promesa y desafío que constituye el mundo contemporáneo y le saque provecho. El futuro depende de más globalización, no de menos, así como de más cooperación, más interacción entre pueblos y culturas e incluso de compartir en mayor medida responsabilidades e intereses. El multilateralismo quizás sea complicado, frustrante y capaz de dar dos pasos adelante y un paso atrás. Pero la ficción de que hay una alternativa al multilateralismo es ingenua y peligrosa. Ingenua porque ignora que nos estamos convirtiendo en más y no menos dependientes unos de otros. Peligrosa porque hace correr el riesgo de sumergirnos nuevamente en nuestro pasado de divisiones, con todos sus conflictos y tragedias. Es una fácil tentación para los políticos movilizarse en busca de lo cercano y utilizar el sentido de pertenencia y de identidad contra los otros, los extranjeros. Pero es muy peligroso. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Pascal Lamy es el Director-General de la Organización Mundial del Comercio