ESPAÑA: TREINTA AÑOS DESDE EL 23-F

El desenlace (provisional) de la crisis de Egipto, con el protagonismo de la oposición a Hosni Mubarak y las fuerzas armadas, se ha producido a los treinta años de la intentona de golpe de estado en Madrid el 23 de febrero de 1981. Aquella tarde fría de invierno, la recién restablecida democracia española corrió el riesgo de convertirse en añicos por la entrada violenta de un grupo de Guardias Civiles en el Congreso de los Diputados.

Su jefe, el teniente coronel Antonio Tejero Molina, conminó a los legisladores y el gobierno que se aprestaban al traspaso del poder, después de la dimisión del presidente Adolfo Suárez. Mientras se procedía a la votación de investidura de Calvo Sotelo, Tejero se alzó delante del podio presidencial, tocado con el clásico tricornio, empuñando una pistola. Un periódico sueco, sin saber exactamente qué estaba pasando, tituló una fotografía que ha pasado a los anales del periodismo gráfico: “Un torero asalta el Parlamento español.”

Uno de los subalternos de Tejero intimó a los diputados indecisos que todavía no se habían postrado debajo de sus pupitres: “¡Se siente, coño!” La escena, típicamente zarzuelera, estaba completa. Para muchos, el incidente fue el día más vergonzoso desde el comienzo, también violento, de la Guerra Civil (1936-1939).

De este triste drama, la democracia española salió paradójicamente reforzada por la decidida intervención del rey Juan Carlos por televisión. Ordenó terminantemente, con la Constitución en la mano, a los militares a deponer cualquier actitud ambivalente. Durante tres décadas el sistema democrático español ha tenido sus dificultades políticas, sociales y, sobretodo ahora, económicas. Las Fuerzas Armadas españolas se han ido profesionalizando inexorablemente. Ya están lejanos los tiempos en que, por falta de una misión de alternativa exterior, se dedicaban a la ocupación interior, formando un tandem tétrico con la policía. Hoy, soldados voluntarios están sirviendo en misiones de la OTAN y la Unión Europea en Afganistán, Líbano y la antigua Yugoslavia. Los policías españoles han contribuido a la democratización en Centroamérica. España, rescribiendo el franquista slogan turístico, ya no es “diferente”. Es tan sólida e imperfecta como toda la UE.

El verdadero papel del ejército durante el 23-F ha estado siendo analizado durante estos treinta años. Como parte del consenso de los partidos políticos de pasar página y concentrarse en las prioridades del sistema democrático y las urgencias de la economía, la conclusión asumida consistió en creer (correctamente, desde el punto de vista jurídico) que las fuerzas armadas españolas cumplieron a rajatabla las órdenes del rey y se dedicaron a sus funciones. La minoría dirigente de la intentona fue juzgada y (moderadamente) condenada. Todos los culpables cumplieron su prisión (acortada, en muchos casos) y alejamiento de sus cargos, pero luego se reincorporaron al escalafón militar, se jubilaron y unos pocos fallecieron.

Pero los más recientes análisis y numerosos libros llegan a otra conclusión irrebatible, tal como lo hace un clásico del ex militar Gabriel Cardona, reconvertido con el paso de los años en respetado y prolífico historiador, fallecido hace apenas unos días. Si el rey Juan Carlos se hubiera mostrado más dubitativo o no hubiera tajado (contundentemente, como hizo) el intento, una mayoría alarmante de los altos mandos militares se hubiera sumado al golpe.

Hubieran tenido su correspondiente éxito la aventura un tanto surrealista de Tejero en el Congreso y la rebelión del general Jaime Milán del Bosch. Se hubiera realizado el sueño del general Alfonso Armada de reencarnar a De Gaulle en “salvar a la patria”. Se duda, no obstante, que este “traspaso de poder” a un gobierno de concentración hubiera sido aceptable mientras tres centenares de dirigentes políticos españoles estaban postrados bajo los argumentos contundentes de las metralletas.

Las consecuencias negativas todavía subsistirían hoy. España no hubiera ingresado en la UE. Ni sería una de las diez mayores economías del planeta. No se la invitaría esporádicamente a participar en las reuniones del G-20. Sería un lamentable paria internacional. Solamente estarían satisfechos los que todavía en la actualidad añoran el autoritarismo franquista y el espíritu del 23-F. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Joaquín Roy es catedrático ‘Jean Monnet’ y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu).

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