No hay nada extraordinario en la historia de Francis Odong, nacido en el estado de Equatoria Oriental en el extremo sudeste de Sudán del Sur. Pero el hecho de que su peripecia resulte aquí tan común refleja hasta qué punto la guerra alteró la realidad.
El pasado de Odong no llega a los grados dramáticos de las historias de niños perdidos y separados de sus familias por la guerra civil.
No tuvo que soportar el trauma de ser niño soldado. Pero sí se vio obligado a cruzar la frontera con 14 años y a vivir en campamentos de refugiados. Es la historia de muchos jóvenes sudaneses: una vida descarrilada casi desde el principio.
Es también el registro de un tumultuoso período, 1983-2005, el de la última gran guerra entre el norte predominantemente árabe y musulmán, y el sur negro, cuando murieron más de dos millones de personas, más de cuatro millones fueron desplazadas en Sudán del Sur y casi dos millones huyeron de aquí a países vecinos.
Pero es la historia de un adolescente determinado a superar sus penurias estudiando, de la dignidad, de la imperiosa necesidad de educación aunque fuera tarde, de no abandonar la escuela pese a las guerras, de alcanzar el título de enfermero trabajando todo el día.
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«Es duro. Empiezo mi jornada a las ocho, trabajo en el hospital hasta el mediodía, luego clases hasta las tres, y otra vez a trabajar hasta las 10:30 o las 11:00 de la noche. Pero mi vida nunca fue fácil», dice suavemente Odong al terminar su turno en el hotel Lugali House en Juba, la capital regional de Sudán del Sur.
En los próximos días, deberá aprobar su último examen del curso de tres años y está seguro de que obtendrá un empleo en una organización no gubernamental. Ya ha hecho contactos con algunos huéspedes del hotel, muchos de ellos presentes para oficiar de parteras del nacimiento de una nación.
Está previsto que ese parto comience este domingo 9 de enero, con el referendo de una semana que decidirá si el sur de Sudán permanece unido al norte o no. La mayoría de los observadores coinciden que en que la decisión será favorable a la separación.
Las pruebas y tribulaciones de Odong reflejan la tortuosa cronología de esta región en las últimas décadas. Nació en 1978, en un período de relativa paz tras el acuerdo de 1972, que puso fin a la primera guerra civil entre el norte y el sur, iniciada apenas un año antes de que Sudán se independizara en 1956.
Para él, la paz duró sólo los primeros cinco años de su vida. Cuando estaba listo para empezar la escuela, la guerra estalló de nuevo, en 1983. Tuvo que esperar ocho años más para entrar a un salón de clase.
Mientras las hostilidades entre las dos partes se disipaban, una guerra más brutal e interna estalló en su propio estado. Fue entonces cuando sus padres decidieron enviarlo a Uganda, en 1993.
Ellos lo siguieron pues los combates se intensificaron, pero fueron a dar a distintos campamentos de refugiados. Pronto lograron reunirse, pero el respiro no duró mucho. El ugandés Ejército de Resistencia del Señor destruyó el campamento y, una vez más, fue hora de escapar.
Para Odong, lo único permanente fueron sus estudios. Tras obtener excelentes calificaciones en la escuela primaria, se especializó en ciencias y obtuvo las mejores notas en sus exámenes, lo que le permitió trabajar de maestro en un campamento.
Tras el Completo Acuerdo de Paz que concluyó en 2005 la guerra entre el norte y el sur, pudo volver a su país en 2006. Viajó entonces a Juba y se inscribió en el curso de diplomado para recibirse de enfermero. Sus padres llegaron un año más tarde, se dirigieron a su aldea en Equatoria Oriental para retomar el cultivo de la tierra.
Pero los problemas de Odong no habían terminado. La facultad de medicina en la que estudiaba cerró durante un año. Sin ayuda financiera del gobierno autónomo, debió conseguir empleo.
«Se suponía que nos iban a becar, pero el gobierno de Equatoria Oriental tendrá sus razones para no darnos las becas», dice. El costo anual de sus estudios equivale a casi 600 dólares.
Con su salario mensual de 900 libras sudanesas (unos 354 dólares) Odong sostiene a su esposa y a su hijo de tres años, y envía 300 libras a sus padres.
Además, planifica un futuro mejor para su niño. Para él, eso significa enviarlo a un colegio internado en el norte de Uganda. Cuando se le pregunta si no sometería así al niño al mismo trauma de ruptura familiar que él sufrió, aclara que no es eso lo que quiere: «Mi esposa alquilará una casa cerca de la escuela para estar con él».
Pero antes ella tendrá que problemas sobre su propia nacionalidad. Como ugandesa, debe esperar que concluya el referendo para iniciar los trámites que le permitan nacionalizarse sudanesa sureña.
«Este es un problema común de tribus como los madi, nimulai y kakwa, que habitan ambos lados de la frontera. Pero como pueblo, somos lo mismo», dice su esposo.
Los planes y esperanzas de una joven familia son el eco de una nación naciente. Su historia es la de una familia obligada a buscar en los vecinos de África oriental respuesta a necesidades básicas como educación y a problemas no resueltos, como los vínculos tribales, las fronteras y la nacionalidad.