UTOPIAS PERDIDAS, UTOPIAS SOÑADAS

Hace seis años, cuando me lancé definitivamente al pozo de la escritura de una novela sobre el exilio y asesinato de Liev Trotski y la rocambolesca y espuria selección, preparación y destino del hombre que finalmente sería su asesino (el catalán Ramón Mercader), muchas veces me hice la misma pregunta que me hacen periodistas y lectores desde la publicación de la novela en España, en septiembre de 2009 y recién publicada en Italia, en la primera de varias traducciones en curso: ¿qué de nuevo nos puede decir hoy la historia del asesinato del defenestrado líder comunista Trotski, ocurrido hace exactamente 70 años, en plena II Guerra Mundial y en un mundo remoto en el que, al finalizar aquella contienda, los sistemas políticos se dividirían entre capitalistas y socialistas. Un tiempo lejano en que una buena parte de la humanidad aun creería (y a pesar de Stalin) en la utopía posible de la sociedad proletaria fundada por la Revolución de Octubre, el mundo mejor siempre soñado por el hombre?

Hace ya veinte años cayó el muro de Berlín, Alemania volvió a ser un solo país y desapareció la Unión Soviética. Más aun: hace veinte años no dejan de revelarse documentos y testimonios de lo que fue la realidad del socialismo real: y aunque creemos que ya lo sabemos casi todo, el desempolvamiento de episodios como los fusilamientos de Katyn (miles de oficiales polacos masacrados por soldados soviéticos), la circulación de una de las grandes novelas del siglo XX, Vida y destino, en la que el ruso Vassili Grossman equipara las esencias de los totalitarismos, o el simple (no tanto) conocimiento de las aventuras cotidianas del terror que llenaron y pervirtieron la vida de millones de seres humanos, siguen siendo historias que nos afectan, pues los totalitarismos económicos, políticos y hasta religiosos, el afán de control y la lucha por el poder todavía no son cosas del pasado. Como tampoco lo es ni lo será el derecho a soñar con un mundo donde todos seamos verdaderamente “más iguales”, como diría Orwell.

Ahora bien, si sobre todo eso se ha escrito, y mucho… ¿qué puede aportar un escritor cubano, que ha vivido la experiencia cubana y que sigue viviéndola desde las calles de su ciudad y tratando de escribirla en sus novelas?

El ejercicio de la literatura en Cuba, todavía hoy, y afortunadamente, conserva la vieja responsabilidad del compromiso: porque no sería digno ni ético, ni siquiera artístico, escribir literatura en Cuba solo por razones de puro carácter estético… Aunque pudiera hacerse, en nombre de esa libertad suprema que el propio Trotski pidió se le concediera al arte.

Pero es que Cuba no solo es una realidad compleja, altamente politizada, sino también singular y, a pesar de ello, muchas veces vista desde posiciones simplistas de condena o alabanza, con pocos de los matices que le dan su densidad verdadera y que nadie entiende mejor que los que allá vivimos.

Una de las posibles y válidas razones para haber escrito una novela así en Cuba y desde Cuba, se podría argumentar si la consideramos como una respuesta a la “función cognoscitiva” que también puede desempeñar el arte.

El desconocimiento compacto, casi absoluto, de los procesos que llevaron a la caída política y al asesinato de Trotski, esa nube oscura en que hemos vivido por varias décadas los cubanos, fue una de las razones que sembraron la idea de escribir esta novela y que luego la abonaron. Porque sin duda alguna (desde mi visión de novelista), más que un hecho histórico, el brutal asesinato de Trotski encierra un alto valor simbólico: fue como –así decimos en español- la guinda que le faltaba al pastel.

Porque aquella muerte, decretada contra un supuesto “enemigo fascista”, se producía un año después de que el propio Stalin firmara su pacto de no agresión con la Alemania hitleriana e invadiera Polonia con los remanentes del Ejército Rojo que, en connivencia con esos mismos alemanes, el zar rojo había purgado en 1937. La muerte del “traidor” Trotski también ocurría un año después de la dolorosa derrota de la República Española, donde los asesores de Stalin practicaron con entusiasmo el mismo terror fundamentalista y enfermizo que se había impuesto en toda la URSS. La condena de Trotski, por demás, había sido hecha efectiva en unos procesos moscovitas que, entre 1936 y 1938 eliminaron los últimos exponentes de la vieja guardia bolchevique que, con Lenin y ese mismo Trotski, habían hecho la Revolución en 1917 y lanzado al mundo sus ideas… Y esa muerte llegaba con el filo de un piolet puesto en manos de un creyente comunista (Ramón Mercader), después de que millones de soviéticos y miles de comunistas europeos hubieran dado con sus huesos en los gulags siberianos o muerto (por millones) en el proceso de la “colectivización” de la tierra y las propiedades que empobreció a Rusia y marcó con su signo nefasto la economía comunista, estatalizada e ineficiente.

Fuera de la isla el conocimiento de aquellos fenómenos fue más difundido, discutido, incluso desmentida su realidad, pero pasados unos años, el olvido se ha ido adueñando de ellos, casi como si nunca hubieran ocurrido, hace apenas dos, tres generaciones atrás.

Estoy convencido –no podría dejar de estarlo-, de que resulta útil, diría que necesariamente urgente, conocer y revivir, en el siglo XXI, las razones políticas, pero sobre todo sociales y humanas de por qué se pervirtió la maravillosa idea de que los hombres podían vivir en una sociedad igualitaria, en la que no solo habría salud y educación gratuita, sino y sobre todo el máximo de libertad en el máximo de democracia, para hacer verdaderamente más plena y total la existencia humana.

Y la urgencia y pertinencia de ese conocimiento viene de las realidades de nuestro propio mundo de hoy, asolado por crisis económicas, ecológicas, migratorias, religiosas. Un mundo que se suele ufanar de su democracia, pero en el que millones de humanos sufren, cuando menos (o más) hambre y miseria crónica, lo que nos obliga a pesar en la necesidad de refundar una utopía de un mundo mejor… que no cometa los errores y horrores de la que marcó con su existencia y fracaso el siglo XX.

Por eso creo que desde una Cuba que por fin se lanza a realizar cambios en los conceptos y estructuras del sistema socialista es necesario, y para mí visceral, escribir una novela sobre un crimen ocurrido hace setenta años y contar la historia de tres hombres –un soviético, un español y un cubano- que siendo tan diferentes, compartían ese rasgo de humanidad que es sentir amor por los perros. (FIN/COPYRIGHT IPS)

(*) Leonardo Padura, escritor y periodista cubano. Sus novelas han sido traducidas a más de quince idiomas y su más reciente obra, El hombre que amaba a los perros, tiene como personajes centrales a León Trotski y su asesino, Ramón Mercader.

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