Desde la enfermedad de Fidel Castro en agosto de 2006 (¡hace casi cuatro años!), el análisis sobre la evolución de Cuba se ha centrado en el potencial cambio del sistema político y económico, sin que se haya prestado la suficiente atención a la evolución social. Las expectativas de una modificación sustancial (o, por lo menos, de detalles importantes) en la maquinaria política dirigida por su hermano Raúl no se han visto correspondidas por la realidad. La conclusión ha sido que el régimen intuye certeramente que si abre demasiado las oportunidades económicas, el soberbio dique de la inmovilidad política corre peligro de resquebrajarse.
Cualquiera que sea la inclinación ideológica de los observadores objetivos y de los opositores anticastristas (dentro y fuera de Cuba), es conveniente reconocer como el más importante triunfo de la Revolución la destrucción de lo que se llama con cierta vaguedad sociedad civil. Régimen, Estado, nación y liderazgo se han confundido y se han esforzado para primar la iniciativa oficial, en prejuicio de la privada, el impacto de la acción individual o en grupo en el devenir político y económico. Algunas fuerzas han sobrevivido a la acción de la apisonadora del sistema, la presión y el cierto conformismo en dedicarse a la supervivencia diaria mediante la corrupción, el inventar y el resolver en llegar al final del día a pesar de los salarios ridículos y la escasez de los productos básicos, oficialmente gratuitos.
Pero algunos sectores de la iniciativa individual y colectiva se han revelado en los últimos años tan activos como para incordiar a la dirigencia política y atraer la atención del exterior. Quizá en cierto modo algunos de estos resquicios de movimientos sociales y políticos deben su atractivo mediático a la novedad de los fenómenos en cuestión y al mismo tiempo gracias precisamente a su carácter minoritario y aquejado de aislamiento.
Esa es la clave del éxito logrado por la disidencia que se expresa en la sustitución de los medios de comunicación extraoficiales. Así se explica también el atractivo de movimientos como las Damas de Blanco (esposas de los prisioneros políticos) y más recientemente de las acciones perturbadoras de los opositores que han optado por exteriorizar sus sentimientos mediante las huelgas de hambre, que de momento solamente se han cobrado una lamentable víctima fatal.
Pero lo que ha resultado verdaderamente insólito, y todavía más noticioso de la protesta pacífica de los familiares de los presos políticos y los que rechazan la alimentación, es que ciertos sectores de la, por otra parte, inexistente sociedad se coloquen casi de repente como protagonistas de la actividad no solamente cívica sino política. O por lo menos, como es el obvio caso de la novedosa atención prestada a la jerarquía de la Iglesia católica, su surgimiento en la categoría de intermediaria con el poder. El resultado pueden ser unos cambios que inexorablemente deben llegar, sin que se sepa en que grado ni en que sustancia como para impactar en la medular del sistema.
La repentina aparición del cardenal cubano y arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, como una especie de árbitro en la delicada pugna de los disidentes en huelga de hambre (y del resto del movimiento, dividido, minoritario e infiltrado), es sin la menor duda uno de los fenómenos que merecen la categoría de candidatos para la meditación y el estudio en profundidad de la realidad cubana, aparentemente monolítica. El nuevo papel de la Iglesia resulta más insólito si se tiene en cuenta el trasfondo histórico y la posición de la jerarquía en las miras del exilio, que todavía tiene algo que decir en la problemática de Cuba, aunque sus fuerzas se han debilitado por el cambio generacional.
Por un lado, conviene recordar que la Iglesia católica en Cuba nunca tuvo la importancia social y política que posee en numerosos países latinoamericanos, como la vecina República Dominicana y varios estados centroamericanos y andinos. Por otro lado, la delicada coexistencia entre la Iglesia y el régimen durante más de cincuenta años ha estado considerada como velada connivencia por el exilio, más allá de la necesaria prudencia. Pero nada fue igual desde que en 1992 el Estado cubano dejó de ser constitucionalmente ateo. El impacto de la visita del Papa Juan Pablo II a Cuba en 1998 todavía se nota.
La política del castrismo en tolerar la práctica religiosa e incluso en potenciar la actividad de las creencias africanas sincréticas (como competencia a la católica) se tradujo en que la sociedad huérfana de otras alternativas se refugiara en las actividades tradicionales de las religiones organizadas. Las cifras de bautizados aumentaron del 17% a casi el 50% de todos los nacidos. En la actualidad el índice es del 60%.
El régimen ha tomado nota y ha resuelto aceptar la mediación de esa curiosa sociedad civil que reclama ser reconocida. Habrá que esperar un cierto tiempo para comprobar si su nuevo papel resulta imprescindible para insertarse en la maquinaria de los verdaderos cambios. Y quizá también esperar a la definitiva desaparición del propio Fidel Castro. (FIN/COPYRIGHT IPS)
(*) Joaquín Roy es Catedrático Jean Monnet y Director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami (jroy@Miami.edu)